lunes, 8 de octubre de 2018
CAPITULO 48
«Definitivamente, Pedro ha conseguido que Paula se ponga esas bragas», pensaba Zoe, mientras ayudaba a su padre en el restaurante familiar, al observar cómo, desde las lejanas mesas que separaban a sus familias, el desvergonzado Pedro Alfonso mostraba en su rostro una radiante sonrisa y la avergonzada Paula dedicaba más de una furiosa mirada hacia donde él se encontraba.
Perdida en sus pensamientos acerca de las ganancias que las apuestas sobre ese escandaloso muchacho le estaban haciendo ganar, apenas prestó atención a las quejas de su padre, que ese día estaba más gruñón que nunca.
—¡Zoe! ¡Date prisa con tu trabajo, que los clientes esperan!
—Sí, papá —contestó ella ante otro más de los reclamos de su padre, que no había dejado de atosigarla durante toda la mañana.
Sin tomarse ni un minuto de descanso, hizo su trabajo y no se permitió plantear ante su padre las quejas que tal vez solamente la llevarían a una discusión. Porque Mario Norton, ese hombre de cincuenta años, con su metro noventa de estatura, su rudo aspecto, su barba pelirroja, de basto comportamiento y pensamiento cerrado, siempre tenía razón. O al menos eso era lo que Mario aseguraba delante de su hija.
Impaciente por comenzar con el negocio que verdaderamente les dejaba el dinero que su familia necesitaba, Zoe terminó de recogerlo todo y se preparó para cerrar el local con la intención de volver a abrir por la noche. Para su desgracia, su padre en esta ocasión no parecía tener ganas de marcharse y, tras desplomarse tras la barra con la única compañía de una consoladora cerveza, comenzó a quejarse de todos los males que asolaban su vida.
—Si hubieras sido un hombre… —suspiró, mirando con desánimo a su hija.
—¡Estoy harta de que siempre me digas lo mismo, papá! ¡Habérselo comentado a tus espermatozoides antes de traerme a este mundo! —declaró Zoe, molesta por cada uno de sus lamentos, que siempre la infravaloraban simplemente por ser mujer.
—¡Zoe, ¿quién te ha enseñado semejante vocabulario?! —exclamó Mario, mientras se levantaba, ofendido por la brusquedad de las palabras de su hija.
—Tú mismo —señaló despreocupadamente Zoe, haciendo que su padre volviera a sentarse al reconocer la veracidad de sus palabras.
Abriendo una fría cerveza, Zoe no tardó en tomar asiento a su lado y esperar con paciencia a que él le confiara el motivo de sus lamentos.
—No creo que podamos seguir con este negocio, no tenemos demasiadas ganancias y los bancos me cobran intereses cada vez más altos —comenzó Mario con frustración, mesándose el pelo preocupado.
—¿Y crees que si yo tuviera un pene se solucionarían nuestros problemas de la noche a la mañana, padre? —preguntó Zoe, alzando inquisitivamente una ceja.
—Creo que pasas demasiado tiempo en el bar —indicó Mario, intentando dejar de escandalizarse por las descaradas palabras de su hija—. Y no, Zoe, pero los bancos tienen más confianza en los hombres, y cuando les digo que la persona que me ayuda a dirigir este negocio es mi hija, siempre se echan para atrás.
—Entonces tal vez debas conseguir ese dinero de otra manera. Si quieres, puedes poner en práctica alguna de esas ideas mías que siempre descartas con tanta celeridad.
—Zoe, ¿acaso piensas que todo será tan fácil? ¿Que el dinero caerá de los árboles en cuanto lleves a cabo alguno de tus alocados planes? Sería mejor que dedicaras tu tiempo a cosas un poco más femeninas, como la jardinería, la repostería o…
—No me gustan las flores, papá, y eso de hacer dulces no es lo mío. Por eso he decidido utilizar mi tiempo libre en otras cosas —dijo Zoe, mientras depositaba ante su atónito padre un enorme bote de cristal lleno del dinero que había estado ganando todas las noches que había abierto su bar.
—¿Cómo? ¿Qué? En serio, Zoe, ¿cómo has podido desobedecerme y…? — declaró Mario, sin querer dar su brazo a torcer, mirando esperanzado el dinero que podía salvar su negocio—. Bueno, que pase por esta vez, hija. Pero… todo este dinero… ¿lo has conseguido de una forma legal? —preguntó un tanto escéptico Mario, recordando la pizarra de apuestas que había desaparecido de su almacén y el nuevo personaje que había llegado a Whiterlande para escandalizar a sus vecinos.
—¿Estás seguro de que quieres saberlo? —preguntó Zoe, alzando impertinente una ceja.
—No, definitivamente yo no sé nada de lo que estás haciendo aquí. Y creo que, en efecto, no quiero saberlo —dijo Mario, arrojándole
despreocupadamente las llaves a su hija, concediéndole permiso para llevar a cabo cada una de sus locuras, mientras él simulaba no saber nada de lo que estaba ocurriendo en su bar. O tal vez debería comenzar a decir en el bar de Zoe…
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