domingo, 30 de septiembre de 2018

CAPITULO 23




—¡¿Cómo has podido aceptar ser novia de ese impresentable?! —gritó histérica Melinda ante la espantosa noticia que su hija le dio al llegar a casa.


—¿De qué te quejas, mamá? Al fin he atrapado a un Alfonso, como tú querías... —argumentó con sorna Paula, dejando a su madre asombrada a causa de su descarada contestación.


—¡Ya ha comenzado! ¡Ya te está pegando su rebeldía! ¡Lo siguiente será que fumes, que bebas o que bailes obscenamente sobre la mesa! —exclamó Melinda, escandalizada, mientras señalaba a su hija con un dedo acusador.


—No, mamá. Lo próximo, sin duda, será quemar mi faja. Quiero que, para variar, me escuches: esto sólo es una estrategia para conseguir al chico que quiero. ¿No te has dado cuenta todavía de que Santiago prácticamente ni se había percatado de que existo hasta este verano?


—Continúa —dijo Melinda, comprendiendo que su hija era más lista de lo que todos creían.


—Desde que su primo comenzó a mostrar interés por mí, Santiago no ha dejado de estar pendiente de todo lo que hago.


—Hija, creo que eso se debe a que, como todos, teme que ese rebelde te corrompa —aclaró Melinda, intentando que su hija no depositara demasiadas esperanzas en su plan.


—Entonces, si eso es así, ¿qué no hará para alejarme de su primo si piensa que estoy saliendo con él? Además, cuando Pedro se marche al final del verano, nuestra falsa relación continuará a distancia, algo de lo más conveniente para mi propósito.


—Bueno, me quedo mucho más tranquila al saber que todas las locuras que has cometido eran para conseguir que Santiago se fijara en ti. Por unos instantes me he quedado pasmada al pensar que te estabas dejando influenciar por ese desvergonzado. Aceptaré esa inusual relación para ayudarte, pero no olvides una cosa: que ese chico es alguien de quien nunca debes enamorarte. Y, ya de paso, te recuerdo que estás castigada para el resto del verano —repuso Melinda, dejando a su hija a solas en la inmaculada habitación que usaba para sus horas de ocio, donde las muñecas Barbie del estante no dejaban de sonreír tan estúpidamente como ella misma hacía ante todos.


—¿Y sería tan terrible enamorarme de alguien como él? —se preguntó con un susurro silencioso Paula, sin poder evitar recordar las locuras de Pedro con una sonrisa, mientras pensaba que el verano que todos consideraban el más inapropiado, también había sido en el que más se había divertido.




CAPITULO 22




Tras la escandalosa reunión de té en la que conocí una faceta de mi tía que nunca había llegado a imaginar que tuviera, y muy especialmente cuando mi tío decidió amonestarla con una palmada en el trasero mientras la cargaba sobre su espalda como un lastre y ella no dejaba de insultar a sus invitadas con escandalosas palabras, algunas de las cuales tendría que añadir a mi repertorio, supe que todo cambiaría y que las inoportunas visitas que habíamos tenido ese verano no tardarían demasiado en abandonar la casa del lago.


A pesar de la severa reprimenda que recibí de mi tío por mi inadecuado comportamiento, no me devolvió a casa deshaciéndose de mí, como pensé que haría. Aunque, eso sí, me encontró trabajo en el taller de un amigo suyo, para que me mantuviera lo bastante ocupado como para evitar que me metiera en más líos durante el resto del verano.


Por supuesto, con esta nueva responsabilidad no tuve tiempo de participar en ninguna más de mis escandalosas apuestas en la mesa de algún indecente garito, ya que el duro trabajo me dejaba exhausto y ni siquiera me apetecía intentar escabullirme de casa.


Las molestas visitas no prolongaron su estancia durante mucho tiempo más y al fin llegó el momento de que se marcharan. Realmente no echaría de menos a ninguna de ellas, excepto a esa impertinente rubita que se había negado a
dirigirme la palabra desde que su peculiar postre provocó una fiesta de té que habría sido digna de presenciar.


Después de escuchar de mí tía que, tras terminar el verano, la familia de Paula pensaba mudarse a Whiterlande, pensé que la suerte estaba de mi lado ya que, al contrario de lo que ella pensaba, mi camino volvería a cruzarse con el de esa rebelde mujer, y todavía estaría a tiempo de hacerle ver que lo que ella necesitaba en su vida para alegrarla un poco era, simplemente, a mí.


—Veo que te vas, rubita, ¿por qué será? —la provoqué, mientras me apoyaba en el coche donde ella permanecía rígidamente sentada a la espera de sus padres.


Por supuesto, con mi comentario lo único que conseguí fue que subiera lo más rápidamente posible la ventanilla del vehículo para poder ignorarme con más facilidad, algo que siempre me molestaba de esa empecinada mujer, porque, por más que se empeñara, yo siempre estaría ahí.


—Y yo que venía con toda mi buena intención a hacerte una proposición, totalmente decente, con la que los dos podríamos beneficiarnos...


—Tus proposiciones nunca son decentes —declaró Paula, bajando con celeridad un poco la ventanilla del coche, para luego subirla de nuevo con rapidez.


—La vas a romper —le advertí, señalando la manilla, que no dejaba de mover para mostrar su descontento—. Y eso no pienso arreglarlo como todo lo demás… —le dije, recordándole que, quisiera ella reconocerlo o no, había sido yo quien había acabado solucionando todos los líos en los que se había metido desde que llegó al pueblo.


—No necesito tu ayuda para nada —repuso altivamente Paula, alzando su rubia cabecita con impertinencia.


—¿Ni siquiera para llamar la atención de mi primo?


—Creo que por tu culpa ya he llamado demasiado la atención —respondió, refiriéndose sin duda a ese postre de chocolate que ninguno de los Alfonso podríamos olvidar jamás.


—Por lo menos Santiago sabe ahora que existes, algo de lo que, en mi modesta opinión, antes no llegaba a percatarse, por más que te pusieras en su camino —expuse, señalándole cómo mi primo no apartaba la vista de nosotros, a pesar de que simulaba que prestaba atención a la amable despedida de los Smith.


—¿Cuál es tu proposición? —preguntó Paula, interesada en mis palabras muy a su pesar.


—Sé mi novia —le solté casualmente, como si no me importara demasiado, cuando en verdad mi acelerado corazón estaba impaciente por que Paula cayera en mi trampa, para así poder demostrarle lo adecuado que era yo para ella.


—¡Sí, claro! ¿Ves? Ya sabía yo que se trataba de algo indecente... —rechazó Paula, a la vez que subía con celeridad la ventanilla, decidida más que nunca a ignorarme.


Finalmente, harto de los juegos que se traía con la ventanilla, interpuse mi mano para evitar que la cerrara del todo y la reté a seguir subiéndola, algo que ella probablemente habría hecho si mis siguientes palabras no hubieran sido las acertadas.


—¿Sabes una cosa? Un hombre codicia algo con más intensidad simple y llanamente cuando otro lo posee. Esto lo podemos aplicar tanto a los objetos como a las mujeres. Para compensarte por todo lo ocurrido hasta ahora, me ofrezco a ser tu falso novio por un tiempo. ¿Qué me respondes, rubita? ¿Aceptas mi escandalosa proposición?


—¿Y qué ganarías tú con este trato? —preguntó Paula con recelo.


—Tu presencia alejaría de mí a las inoportunas mosconas que pudieran pretender tener algo serio conmigo, además de que evitaría que mi familia intentase presentarme a alguna decorosa damita que, sin duda, se escandalizaría con mi actitud y mi forma de ver la vida. También podríamos mantener alguna agradable cita y, por supuesto, si en algún momento te invadiera la lujuria, estaría más que dispuesto a dejarte experimentar conmigo... —respondí jocoso,
revelando por unos instantes mis verdaderas intenciones. Algo que, definitivamente, fue demasiado para Paula.


—¡Quita la mano! —exigió, alejándose de mí por completo, levantando de nuevo aquella acristalada barrera entre nosotros.


Cuando pensaba que mis esperanzas se habían esfumado por completo por culpa de mi impaciencia, los padres de Paula subieron al coche apartándome despectivamente de él. Y, tras acomodarse, comenzaron a acosar a Paula con sus reprimendas una vez más.


Vi desde lejos como mi rebelde rubita se convertía en un manojo de nervios y apretaba sus puños con fuerza, reteniendo las ganas de contestar como sólo ella sabía hacer.


Pensé que ésa sería la despedida para nosotros, hasta que, mientras el coche de su padre se alejaba, ella sacó la cabeza por la ventanilla y me gritó:
—¡Pedro Alfonso, acepto tu trato!


Al ver la sonrisa con la que despedía a mi rebelde chica, mi primo no pudo evitar acercarse a mí para preguntarme con curiosidad:
—¿Qué trato?


—Eso, querido primo, es algo entre mi novia y yo.


—¿Qué novia? —preguntó Santiago, muy interesado, tal como yo había previsto, mientras yo lo ignoraba deleitándome con su impaciente carrera detrás de mí, haciéndome preguntas que no estaba dispuesto a contestar.


«¡Cuánto me voy a divertir en lo que queda de verano!», pensé, viendo al niño bueno de mi primo que no dejaba de perseguirme con sus acosadoras preguntas allá donde fuera.




CAPITULO 21




Se me hacía la boca agua cada vez que miraba cómo disfrutaban todas del pastel que había tardado horas en hacer, pero ante la ceñuda mirada que me había dirigido mi madre, alentada por los desagradables comentarios de su amiga, no había nada que hacer y me resigné a no probar mi propia creación.


Mientras respondía con una sonrisa a las alabanzas que dirigían hacia mi postre, di un nuevo sorbo de aquel aguado té que tenía entre mis manos y que en verdad me sabía… ¡a nada!


Lo que realmente quería hacer era abalanzarme sobre ese delicioso dulce, reclamándolo como mío mientras lo devoraba de un solo bocado y no dejaba ni las migajas, cosa que impedía otro de mis nuevos y ajustados vestidos, junto con la restrictiva mirada de mi madre, que me había impuesto una nueva dieta a base de agua y poco más...


Intentando hablar lo mínimo imprescindible para no parecer idiota, pero lo justo para poder respirar, me perdí en mis pensamientos cuando las reunidas comenzaron a compartir recetas de cocina o a hablar sobre las múltiples cualidades de mi rival, Barbara. Mientras comenzaba a repasar mentalmente los libros que podía comprarme esa semana con la escasa paga que me daban mis padres, oí unas palabras que me asombraron y que por poco no lograron que me
atragantara con mi té.


—Si he venido a verte, Melinda, no es para estar en tu aburrida compañía, sino para burlarme de ti y de esa detestable niña tuya, como siempre hago sin que apenas te des cuenta, mi bobalicona amiga —declaró atrevidamente y entre risitas la arisca amiga de mi madre, descubriendo al fin lo que siempre había sospechado: que esa amargada mujer me tenía manía por alguna razón que sólo ella sabría.


Esperando a que alguien reprendiera adecuadamente su comportamiento y le pidiera que se marchara, seguramente la respetable señora Alfonso, ya que era la dueña de ese hogar, no di crédito a lo que oí a continuación, cuando mi siempre apocada madre le contestó a su amiga, con la que nunca se atrevía a levantar la voz, por muy desagradable que ésta fuera. 


Sus palabras hicieron que, ahora sí, me atragantase con mi bebida, tras lo que comencé a sospechar que algo raro estaba pasando en esa reunión…


—Sí que me doy cuenta, Monica, lo que pasa es que lo dejo pasar porque me das pena. Todos sabemos que si tu marido corre a la menor oportunidad hacia los brazos de su amante es porque eres un auténtico coñazo… —declaró mi madre, mientras acababa sentada indecorosamente en el suelo, entre ruidosas
carcajadas.


—¡Pues tu hija es una cerdita! —la provocó Monica señalándome.


—Sí, es una chica rellenita. Pero es una persona agradable y feliz, no como tú, que tienes toda la mala leche concentrada. Por eso no engordas ni un puñetero gramo, no dejas espacio a nada más en tu cuerpo que no sea la amargura.


—¡Retira ahora mismo lo que has dicho! —gritó Monica muy enfadada, dispuesta a abalanzarse sobre mi madre, que no hacía otra cosa que burlarse de ella desde el suelo.


—¡No me da la gana! —replicó atrevidamente mi madre, dejándome boquiabierta ante su inusual comportamiento.


—¿Mamá? —intervine, pretendiendo poner fin a ese bochornoso espectáculo, hasta que me percaté de que la señora Alfonso y la perfecta madre de Barbara parecían manifestar un atrevido e inadecuado proceder similar al de mi madre.


—En serio, Miriam, no sé para qué demonios has invitado este año a esta molesta familia, si ya sabes que mi Barbara es la mujer más adecuada para Santiago y… —estaba diciendo la señora Smith, mientras la siempre amable señora Alfonso se unía a mi madre en el suelo y le hacía los coros a la pegadiza cancioncilla que estaba interpretando ante mi enorme asombro y consternación:
—¡Coñazo! ¡Eres un coñazooooo…!


Abandonando mi taza de té sobre la mesa, intenté hacer algo en esa, en principio, pacífica reunión de amas de casa, que se había convertido en algo totalmente inesperado. Traté de aportar algo de paz y cordura a la situación, así que retuve a mi madre cuando se levantó del suelo para intentar patear el culo de su amiga, después de oír un nuevo insulto dirigido a mí.


—¡Tu mocosa nunca será la adecuada para un Alfonso, y menos aún teniendo una rival con unos modales y una figura tan encantadores como los de ella! — declaró Monica, señalando a Barbara, quien hasta ese momento no había hecho nada extraño que me llevara a pensar que se podía haber visto afectada por la locura que había trastornado a las demás. Hasta que soltó un inesperado grito que me hizo concluir que me equivocaba.


—¡Ya no puedo más! ¡Voy a por ti! —exclamó Barbara, sin especificar contra quien se alzaba cuando abandonó su impecable postura en el sofá.


Tal vez porque me resistía a soltar a mi sorprendentemente violenta madre, una faceta suya que desconocía, o porque realmente no me lo esperaba, fui incapaz de retener a Barbara y evitar que se abalanzara sobre su objetivo… ¡mi bizcocho de chocolate!


Barbara se lanzó sobre éste como una posesa, para devorarlo a dos manos, exactamente como yo había deseado hacer unos minutos antes.


—¿Qué decías? —se vanaglorió mi madre ante su amiga, mientras contemplaba el poco comedido e inadecuado comportamiento que Barbara estaba manifestando.


Sin saber a quién pedir ayuda o a qué se debían las locuras de esa reunión, corrí de un lado a otro detrás de esas irracionales mujeres, que se mostraban tan indecorosas y poco correctas como siempre me aseguraban que yo no debía ser.


El misterio sobre lo que había ocurrido esa tarde se desveló cuando oí una conversación entre el rebelde de Pedro y su respetable primo Santiago, que se adentraron en el saloncito de té discutiendo acerca de un asunto que me llevó a dejar de retener a mi madre para dedicar toda mi resentida atención al único culpable de que todo me saliera siempre tan mal.


—¡En serio, Pedro! ¡No me puedo creer que te atrevas a traer drogas a esta casa! ¡Y mucho menos que encima tengas la desfachatez de esconderlas en mi habitación y las pierdas!


—¡Venga, primito! ¡No te pongas así! Si yo no tomo de esas cosas… simplemente gané un poco en una partida de póquer de hace algunas noches. Llevo varios días pensando cómo deshacerme de ella, hasta que me he dado cuenta hace un rato de que el chocolate no estaba en su lugar.


—¿Y si lo ha cogido alguien por error y lo ha ingerido?


—¡Venga ya, Santiago! Nadie es tan idiota como para no diferenciar entre el chocolate de comer y el hachís... Además, con esa minúscula cantidad que tenía, únicamente alegraría un poco al presunto consumidor y…


—¿Decías? —acusó Santiago, alzando una de sus reprobadoras cejas hacia su primo, cuando ambos entraron en el saloncito de té de su madre y observaron por unos instantes el alucinante espectáculo que se desarrollaba delante de sus ojos, deduciendo al momento dónde había acabado la droga perdida.


Una absoluta obviedad al observar cómo la señora Alfonso no paraba de saltar encima del sofá, mientras bailaba al ritmo de la escandalosa música de la radio que había encendido, y la señora Smith la seguía cantando, al tiempo que la siempre perfecta y adecuada Barbara se hallaba sentada sobre la mesa, devorando con ansia un bizcocho de chocolate. Paula parecía la única persona cuerda de la estancia, mientras intentaba sujetar a su madre para que no se peleara con la invitada de honor.


Al ver la furiosa mirada que ésta le dirigía, antes de soltar a su madre para dejarla entablar una ridícula pelea de gatas, Pedro no albergó ninguna duda acerca de quién era la responsable de ese lío de mil demonios.


—Rubita, no me digas que has sido tú quien se ha llevado mi chocolate... — comentó con inquietud, mientras pasaba una mano entre sus revueltos cabellos, observando a su primo, que intentaba inútilmente calmar a alguna de las mujeres de la reunión.


—¡Sí! ¡Para cocinar un sabroso bizcocho de chocolate con el que pudiera demostrar mis habilidades culinarias e impresionar a todas las presentes para que siempre recordaran esta reunión! —replicó Paula, fulminándolo una vez más con la mirada.


—Pues definitivamente, rubita, ellas nunca olvidarán este día —declaró Pedro con sorna, señalando el escandaloso comportamiento de aquellas siempre decorosas damas—. Y bueno… creo que a ti tampoco... ¿Se puede saber por qué no estás cometiendo tú también alguna locura con la que pueda deleitarme?


—Estoy a dieta… —masculló Paula entre dientes—. ¿Por qué narices guardabas eso en el envoltorio de una chocolatina?


—Porque jamás imaginé que una rubita entrometida y con las manos muy largas entraría en mi habitación para robármelo. O más aún: que lo robaría para hacer un pastel con ello... Definitivamente, tengo que probar tu repostería. Pero hazme un favor, rubita: no invites a mi primo a degustar esos dulces. Él es demasiado recto para apreciar el sabor de lo prohibido —bromeó Pedro, mientras se acercaba peligrosamente a Paula y a sus tentadores labios.


—¿Por qué tienes que fastidiar siempre todos mis planes para quedar bien delante de Santiago o de sus familiares? —preguntó ella, furiosa, alejándose una vez más del salvaje que pretendía llamar su atención.


—Porque no quiero que lo elijas a él —susurró Pedro, solamente cuando Paula estuvo lo bastante lejos como para no oírlo.


—Como esto no habría ocurrido sin tu inestimable aportación, te toca solucionarlo —dijo Paula con decisión, corriendo a esconderse en su habitación.


—No te preocupes, rubita, haré todo lo que pueda para solucionar este jaleo —convino Pedro, para luego simplemente sentarse en el sillón más próximo a degustar una de aquellas sosas tazas de té, mientras veía complacido cómo su perfecto primo intentaba arreglar una situación que, sin duda, se escapaba de sus manos.