miércoles, 3 de octubre de 2018

CAPITULO 34




—Cuando has dicho que nos divertiríamos, creía que haríamos otra cosa diferente a esto —señalé, viendo que Pedro se preparaba para disparar a unos blancos con una de esas escopetas que siempre estaban trucadas y con las que pocas veces se conseguía dar en la diana.


—Y lo habríamos hecho, pero no has querido dar una vuelta conmigo en una de esas barcas de recreo —respondió Pedro, volviéndose hacia mí.


—¡A saber adónde me habrías llevado si hubiera consentido montarme contigo en una de esas barcas!


—¿No es obvio? A algún oscuro rincón donde hacer algo pervertido... —dijo serio, acercando peligrosamente su rostro hacia mí, para luego añadir tan despreocupado como siempre—. No te preocupes, esos viajes no duran el tiempo suficiente como para que lleguemos a hacer algo realmente divertido.


Tras sus palabras, Pedro apuntó con precisión y dio en cada uno de los blancos que se hallaban ante él sin fallar ninguno. Asombrada, le señalé orgullosamente un enorme peluche, a la espera de que me agasajara con él, pero Pedro me sorprendió exigiendo un premio para sí mismo.


—¿Me podría dar esa escopeta de perdigones? —pidió ante todos, dejando mi mano colgando en el aire y congelando mi sonrisa ante su desconsideración.


—¿Qué pasa? Tú ya tienes muchos regalos… aunque si te deshaces de alguno de ellos tal vez me lo piense —dijo Pedro, molesto, señalando con su mirada algunos de los obsequios que me había entregado Santiago.


—No, déjalo, ¡yo misma me conseguiré ese peluche! —exclamé. Y acercándome a un tenderete mucho más adecuado para mí, cogí una pistola de agua con la que debía llenar la boca de un payaso hasta hacer estallar el globo que tenía en la cabeza.


Para mi desgracia, mi puntería era pésima y la presión del agua de esa pistola demasiado baja para llegar a ningún lado. Pedro no perdió la oportunidad de reírse de mí y, colocándose a mi lado, encendió uno de esos malditos cigarrillos que yo tanto odiaba, mientras me señalaba lo poco habilidosa que era en esos juegos.


—¡Sí, señora! Eso es destreza, pero ¡no sigas! ¡Para, Paula! ¡Creo que lo estás ahogando! —manifestó teatralmente entre risas, viendo que lo único que conseguía era mojarme los zapatos.


Como siempre lograba hacer Pedro con sus impertinentes comentarios, el rebelde diablillo que tenía dentro no pudo resistirse a salir a jugar y, mostrando una maliciosa sonrisa, me volví hacia él y le disparé en toda la cara un gran chorro de agua, arruinando su cigarro, su engominado peinado y sus jocosas bromas, que ahora estaban algo pasadas por agua.


—Te juro, Paula, que cuando te suba a esa barca vas a acabar igual de mojada que yo —me advirtió, y cuando vi ese decidido brillo lleno de determinación en su rostro, no pude hacer otra cosa que soltar un juguetón gritito, alejándome riendo de él.


Mientras corría alocadamente, sin dejar de mirar hacia atrás para ver cuánto tiempo tardaría Pedro en cogerme, me tropecé con Barbara y me caí de bruces al suelo. Ella, desde su altiva situación, me miró con un enorme oso de peluche entre las manos. Y mientras me sonreía con malicia, me recordó cruelmente lo que todos me habían dicho hasta ese momento y que yo tan pronto había olvidado desde que Pedro se cruzó en mi camino:
—Disfruta por ahora. Después de todo, ¿cuánto tiempo crees que podrá una mujer como tú retener la atención de unos hombres como ellos? —dijo despectiva, mirándome de arriba abajo y desaprobándome por completo.


Me apresuré a levantarme de mi vergonzosa posición y a colocarme en la rígida postura que mi madre siempre me había enseñado que debía mantener una señorita, y en un instante se borró mi sonrisa al recordar lo que todos esperaban de mí.


Hasta que el hombre que nunca me exigía nada apareció a mi lado.


Tras observarnos detenidamente a las dos durante unos segundos, el rostro de Pedro se tornó serio. Luego, sus ojos brillaron llenos de malicia cuando cogió mi mano y comenzó a alejarme de Barbara y de su primo, que se encontraba cerca de nosotros.


—¡Ven! Voy a conseguirte el peluche más enorme que haya en esta feria, para que luego la aplastes con él en el coche. Aunque también podríamos viajar mucho más tranquilos si atamos a mi primo y a esa bruja a la baca del coche. Tú decides…


—No confío demasiado en tu forma de conducir.


—Creo que será lo mejor… después de todo, no tengo carnet —declaró, haciéndome reír con una más de sus absurdas bromas.


Cuando finalmente hallamos el lugar que ofrecía el peluche más grande de la feria, se trataba de uno de esos ridículos puestos en los que se probaba la fuerza y potencia del participante con un irrisorio martillo que debía hacer sonar una campanita al golpear sobre un contrapeso: el típico martillo de fuerza que había en toda feria que se preciara.


Después de observar durante un rato cómo hombres mucho más maduros y corpulentos que Pedro apenas conseguían un mísero llavero o algún premio similar, quise desistir e intenté alejarlo de ese lugar, donde quedaría en ridículo como todos los demás. Pero Pedro no renunció, estaba dispuesto a conseguir lo que quería, y más aún al ver la satisfecha sonrisa de Santiago, que le aseguraba que nunca lograría ese propósito, al igual que otros que se había impuesto.


Finalmente, con decisión, Pedro se acercó al hombre que vendía los boletos.


Y, tras hacerle bajar el premio deseado para verlo mejor, se atrevió a provocarlo, como siempre hacía con todos, sacando del feriante una irónica sonrisa dirigida hacia el mocoso que lo retaba.


—Señor, si consigo que este chisme llegue a todo lo alto y que esa campana suene, ¿me dará ese premio?


—Por supuesto, así son las reglas —se rio abiertamente el feriante, mirando Pedro de arriba abajo, como si él no fuera lo bastante fuerte para conseguir tal logro.


—¿A pesar de que lo haga sin ayuda del martillo?


—Chaval, si consigues que se mueva tan sólo un milímetro, con o sin martillo, ya serás digno de mi admiración —se jactó el hombre, tendiéndole el pesado mazo que formaba parte de ese juego.


Pedro se concentró y, ante la expectación de todos, se preparó concienzudamente, calentando sus hombros y brazos, haciendo que más de un testigo se carcajeara de él en el proceso. Cuando al fin su martillo se alzó,
preparado para dar el golpe, Pedro se volvió y, con una furiosa mirada, se enfrentó al hombre más corpulento de los que había allí.


—¡Eh, tú! Tu risa me molesta y no puedo concentrarme —declaró, soltando el martillo retadoramente, mientras lo alentaba a ir a por él.


El interpelado no se hizo de rogar y, abriéndose paso entre la multitud, se colocó desafiante frente a Pedro, dispuesto a aceptar su provocación. Pero antes de que la pelea comenzara, Pedro ya lo había hecho caer al pillarlo por sorpresa, propinándole un fuerte empujón.


Mientras me preguntaba con preocupación por qué motivo había decidido Pedro comenzar una pelea, si eso era algo impropio de él, casi me pasó desapercibido el timbre de la campana. Tal como Pedro había prometido, la había hecho sonar sin martillo alguno.


Antes de que el hombre consiguiera levantarse de esa estúpida atracción de feria, y también antes de que el feriante tuviera oportunidad de reaccionar para darse cuenta de que había sido engañado, Pedro anunció ante todos:
—¡La campana ha sonado!


Luego, con gran rapidez, cogió el gigantesco mono de peluche que había hecho descolgar antes, para salir corriendo del lugar.


—¡Corre! —me gritó, mientras me arrastraba detrás de él en una más de sus locuras.


Sin dudarlo, nos alejamos de todos lo más rápidamente posible y en esta ocasión cedí a su petición cuando me señaló una de las barcas de paseo. Sobre todo, porque nos perseguía una pequeña multitud furiosa y ésa era nuestra única vía de escape para alejarnos de ella.




CAPITULO 33



La feria de Whiterlande se celebraba cerca de un pequeño embarcadero.


Había miles de luces, fuegos artificiales, decenas de arriesgadas atracciones para los más atrevidos y otras más sosegadas para los menos valientes, entre las que destacaba una enorme y tranquila noria. También podían apreciarse un montón de tenderetes con distintos juegos que atraían a muchos jóvenes a los que les gustaba demostrar sus habilidades delante de las chicas, compitiendo con los demás chicos para atraer su atención. Pero ninguno de los habitantes de ese pueblo había visto jamás una competencia tan reñida como la que se traían entre manos los Alfonso.


A cada paso que daban, corrían hacia un nuevo puesto para determinar quién era el mejor. Si en un principio las personas podían dudar de a cuál de las dos chicas que los acompañaban pretendían, tras un simple vistazo a los brazos de una de ellas, que se hallaban abarrotados de obsequios, podían llegar a la obvia conclusión de que Paula era la elegida.


—Bueno, creo que no hemos venido aquí para veros competir —declaró una enojada Barbara, tras ver cómo Paula era agasajada con un nuevo osito de peluche, esta vez procedente de Santiago, gracias a su gran habilidad a la hora de derribar unas viejas latas con una pelota—. Además, creo que, si seguís cargando a Paula de peluches, no podrá caminar siquiera —añadió amargamente, envidiando la atención que todos le prestaban a esa niña que, según ella, carecía de cualidad alguna.


—¡A mí no me importa! —anunció feliz Paula, hundiendo la cara en alguno de los tiernos regalos que había recibido.


—Si quieres te puedo dar esto. Después de todo, se parece a ti, Barbara — dijo Pedro, cuando volvió junto a sus compañeros tras haber ganado un minúsculo llavero con una fea muñeca enfadada como premio de consolación por su mal resultado tirando las latas.


—¡No, gracias! —negó Barbara, furiosa, mirando con asco la pequeña muñequita. Pero cuando Paula fue a cogerla, Barbara se la arrebató y se marchó muy enfadada.


—Creo que deberíamos ir a buscarla; puede perderse y… después de todo, no nos hemos portado nada bien con ella…


—No des más excusas, primito, y corre detrás de ella tú, que yo me quedaré aquí para cuidar de Paula —propuso Pedro, sonriéndole maliciosamente a su decoroso primo, que siempre acabaría portándose como un niño bueno, con sus impecables modales, algo que a él no le importaba olvidar cuando perseguía lo que quería.


Santiago dudó si marcharse o no y en varias ocasiones, mientras se alejaba, dirigió una mirada de advertencia a su primo, algo que Pedro simplemente ignoró.


Cuando al fin Santiago se perdió entre la multitud, Pedro no desaprovechó la oportunidad y, cogiendo la mano de Paula, la arrastró en dirección contraria, para escapar de la reprobadora mirada de su primo, que siempre lo perseguía cuando intentaba acercarse a Paula más de lo aconsejable.


—¡Y ahora, rubita, vamos a divertirnos! —gritó Pedro, mientras Paula se reía, dejándose guiar hacia otra de las locuras de ese hombre con el que nunca se aburriría.




CAPITULO 32




Por primera vez en mucho tiempo oí discutir a mis padres. Sólo supe que tenía algo que ver con Pedro cuando el apellido Alfonso salió en la conversación.


Como el recto Santiago no podía llegar a alterar a nadie a causa de su comportamiento, seguramente todo se debería a algún escandaloso rumor que rondaba al desvergonzado Alfonso al que había comenzado a añorar.


Hacía ya varias semanas desde mi último encuentro con Pedro, las clases comenzarían dentro de poco y cuando el verano finalizase, lo más seguro era que no lo volviese a ver. Él regresaría con su familia y yo me quedaría en este pueblo, al que mis padres habían decidido mudarse para que interpretara un papel en el que no encajaba.


Había tantas cosas que quería preguntarle a Pedro desde la última vez que nos vimos, que no tenía ni idea de por dónde empezar. Aún no sabía cómo había llegado a mi habitación después de acompañarlo al bar de Zoe, ni si el
¿ escandaloso sueño que había tenido esa noche era todo debido a mi desvergonzada imaginación o si había algo de verdad en él, como tal vez sus besos o algunas de sus palabras, que me hicieron fantasear con que quizá Pedro era el Alfonso más adecuado para mí.


Según mi madre, no debía acercarme demasiado a Pedro. Solamente lo necesario para llamar la atención de Santiago. El problema era que como Pedro me dijo en su momento, él no era fácil de olvidar, y poco a poco se estaba haciendo un hueco en mi corazón, un corazón que cada vez se alteraba menos ante la presencia del maravilloso Santiago y se aceleraba más por el desvergonzado Pedro.


Cuando la discusión de mis padres finalizó, fui informada de que esa noche mi castigo se pospondría por unas horas y que podría asistir a la feria de verano que se celebraba en Whiterlande, por supuesto, sólo si me acompañaba más de una persona a ese evento, entre ellos, cómo no, el respetable Santiago Alfonso.


Así que, una vez más, me dejé arrastrar por uno de los descabellados planes de mi madre y me encontré esperando a mis acompañantes dentro de uno de esos apretados vestidos que deseaba quemar.


Sonreí a Santiago tan falsamente como siempre, en especial al verlo acompañado por la impecable Barbara, que, con una sonrisa igual de falsa que la mía, me aseguraba que yo sobraba en esa ecuación. Pensé que esa noche sería como las demás que había vivido a lo largo de mi vida, quedando de lado en todo momento y siendo la sombra de esa pareja, cuando, mientras mi padre le ofrecía el debido sermón al responsable Santiago, la cabeza de un deslenguado asomó por una de las ventanillas del coche, reclamando mi presencia haciéndome sonreír al saber que, mientras él estuviera a mi lado, nada saldría como mis aburridos padres habían planeado.


—El toque de queda será a las once de la noche, no quiero que Paula llegue aquí ni un minuto más tarde de lo acordado y…


—No se preocupe, con quince minutos me basta para pervertirla, ¿verdad, Paula? —bromeó Pedro desvergonzadamente, haciendo que tuviera que esconder mi rebelde sonrisa de mi imperturbable padre, que después de conocer a Pedro ya no lo era tanto.


—Y haznos un favor a todos, mantén a tu primo alejado de Paula —gruñó mi padre en voz baja, mientras fulminaba a Pedro con la mirada.


—No se preocupe, usted ignórelo, señor Chaves. Por lo pronto, lo he dejado encerrado en el coche y solamente he bajado un poco las ventanillas. Cuando lleguemos a la feria, me pensaré si lo dejo salir a pasear o no —declaró
Santiago, sorprendiendo a todos con ese cínico humor que muchos desconocíamos en él, algo que me hizo pensar que tal vez no todo lo ocurrido en mi habitación aquella noche formase parte de un sueño.


Después de que mi padre diera su consentimiento a mi salida, no dudé en subir a la parte trasera del coche, junto al desvergonzado Alfonso al que tanto había añorado.


—¿A que me has echado de menos, rubita? —me preguntó guiñándome un ojo.


Yo simplemente lo ignoré, mientras me disponía a sentarme a su lado, un sitio al que todos me habían confinado desde que Pedro llegó al pueblo, pero en el que ya no me importaba estar, aunque en esta ocasión, para mi sorpresa, el lugar que yo debía ocupar fue un motivo de discusión entre los Alfonso.


—¿No crees que te sentirías mejor si fueras conmigo delante, Paula? — sugirió Santiago, tirando de mí hacia el exterior.


—No, primo. Tú eres aburrido hasta cuando conduces, así que seguramente se quedaría dormida. Déjala conmigo y se divertirá —manifestó Pedro, cogiendo mi mano a la vez que se negaba a dejarme marchar.


—Yo creo que tú sólo la molestarías con tu acoso, así que, para librarla de él, lo mejor será que Paula se siente a mi lado.


—Claro, para que puedas acosarla tú —señaló Pedro, alzando impertinentemente la ceja.


—Yo nunca haría eso —replicó Santiago, aunque el sonrojo de su rostro delató que mentía.


Asombrada al ser testigo por primera vez de dos hombres peleándose por mí, no supe cómo reaccionar, aunque para eso estaba allí la perfecta Barbara, a la que le molestó bastante verse ignorada, algo que ella no pensaba permitir.


—Yo me sentaré detrás con Paula —propuso, apartando a Santiago a un lado e invitando a Pedro a salir del vehículo. A continuación, se sentó junto a mí con una cara de amargada que no me molestó en absoluto, ya que no podía dejar de lucir en mi rostro una sonrisa llena de satisfacción al ver cómo en un instante se habían invertido las tornas, y yo, a pesar de mis imperfecciones, me convertía en esa mujer a la que los Alfonso no podían dejar de perseguir.


Mi sonrisa se amplió cuando los dos primos suspiraron desilusionados. Y, ocupando sus respectivos lugares, comenzamos ese viaje que se hizo más interminable para unos que para otros, sobre todo cuando Pedro encendió la radio y comenzó a graznar como una urraca las baladas de amor que sonaban en ella, dedicándomelas a mí, ya que no dejaba de cambiar la letra para incluir descaradamente mi nombre en cada una de ellas. Para mi sorpresa, su primo decidió imitarlo con una voz bastante más melódica que la de Pedro, pero que nada podía hacer frente a los berridos de su primo.


—Creo que éste será un viaje muy largo —suspiró frustrada Barbara, mientras se masajeaba las doloridas sienes.


Y yo no pude evitar reírme alegremente de esos dos, deseando por una vez haber sido ignorada… «O tal vez no», pensé, cuando mi nombre volvió a salir a relucir en una nueva canción.




CAPITULO 31




—¡Mario! —exclamó Billy, un habitual del Sullivan’s, entrando apresurado en el establecimiento—. ¡No te vas a creer lo que acaba de hacer el desvergonzado de Pedro Alfonso en la farmacia!


—No creo que en un local tan respetable como ése pueda cometer muchas locuras —respondió despreocupadamente el aludido, mientras limpiaba los vasos.


—¡Se ha llevado una caja de condones!


—Bueno, eso es algo normal en un joven de su edad. Aunque haya sido algo desafortunado que la comprara justo a la hora en que se suelen encontrar reunidas todas las cotillas del pueblo —dijo Mario, reprobando al curioso que no tenía otra cosa que hacer que ir con ese tipo de chismes a su bar.


—No una caja… ¡sino una caja! —anunció Billy, mostrando con sus manos el tamaño de la gran caja que el joven se había atrevido a llevar consigo, haciendo que más de uno se atragantara con su bebida.


—¡Mierda! Y yo sin mi pizarra... —masculló Zoe, mientras todos los jóvenes impacientes dirigían sus miradas hacia ella con ganas de realizar más de una apuesta sobre los Alfonso.


—No sé cómo ha salido vivo ese chaval de ese nido de arpías sin que alguna de ellas la emprendiera a golpes con él por su descarado comportamiento.


—¡Eso es lo mejor! Después de dejar atrás a todo ese manojo de alteradas, ha salido por la puerta la mar de tranquilo, mientras echaba a su primo a los lobos. Las mujeres han reprendido a Santiago durante horas con discursos sobre la moral y la castidad.


—No creo que Santiago Alfonso deba recibir más discursos sobre la rectitud. Ya es bastante estirado por sí mismo —se rio Mario del joven que en ocasiones era demasiado educado para su bien.


—No te creas... —volvió a susurrar Zoe desde lejos, recordando cómo había perdido Santiago su fachada de niño bueno en su bar.


—Si yo fuera tú, Mario, comenzaría a hacer apuestas sobre esos dos chavales para ganar algo de dinero extra —propuso uno de los comensales, mientras alzaba su cerveza.


—Harry tiene razón, desde que Pedro Alfonso llegó, las cosas se han vuelto cada vez más interesantes en este pueblo. Y no sé por qué, a esos primos ahora les ha dado por fastidiarse mutuamente —intervino otro de los viejos amigos de Mario.


—Paula… —murmuró Zoe con una irónica sonrisa en su rostro, orgullosa de saber más que su padre, un hombre que siempre presumía de estar al tanto de todo lo que sucedía en el pueblo.


—No es mala idea, pero no creo que sirviera de mucho. Además, no encuentro esa vieja pizarra que tenía en el trastero.


—Ni lo harás —susurró Zoe, acercándose disimuladamente a cada uno de los jóvenes que se encontraban en el bar, para que comenzaran a apostar a hurtadillas.


—Si tuviera un chico, tal vez pudiera llevar a cabo alguno de esos entretenidos juegos, pero con una chica todo es distinto, ya que debo dar un buen ejemplo —suspiró Mario, mientras seguía sirviendo a sus clientes—. ¿Verdad, Zoe? —preguntó, a la espera de la debida respuesta.


—Sí, papá. Lo que tú digas —declaró Zoe con una falsa sonrisa, como había aprendido desde hacía tiempo, para luego simplemente hacer lo que le diera la gana en su bar y con su pizarra.