jueves, 4 de octubre de 2018
CAPITULO 37
Decidida a no olvidarme jamás de ese hombre que me volvía loca, me arrojé a sus brazos y silencié sus labios intentando mostrarle la misma pasión que en una ocasión él me había enseñado. Mi mente había dejado atrás todas las excusas y razones por las que no debía ceder a estar con Pedro.
Debajo de la manta, él me atrajo hacia su cuerpo. Y cuando nuestras ropas mojadas se nos pegaron al cuerpo, noté cuán intenso era su deseo. Sus labios me exigieron más de lo que yo en mi inocencia le estaba ofreciendo con mis tímidos besos que apenas llegaban a igualar su pasión.
Su lengua arrolló mi boca y exigió a la mía una respuesta igual de intensa, y yo me dejé llevar mientras me abandonaba a la dulzura de sus besos. Cuando sus dientes mordieron juguetones mis labios, de mi boca escapó un gemido de goce.
En ese momento, Pedro sonrió maliciosamente antes de susurrarme al oído una de sus provocadoras proposiciones que hizo que todo mi cuerpo se estremeciera de placer y anticipación.
—Voy a ayudarte a entrar en calor secando tu mojado cuerpo, y para ello no tendré más remedio que lamer cada una de las gotas de agua que haya sobre tu piel.
Pedro no tardó en cumplir sus palabras y su lengua comenzó a lamer lentamente mi cuello, mientras sus hábiles manos comenzaban a deshacerse de mi ropa mojada. Yo no pude evitar caer en la tentación de tocarlo para recordar con el tacto de mis manos el cuerpo del hombre al que tal vez mañana ya no volvería a ver.
Recorriendo su fuerte pecho despacio con mis manos, alcé la empapada camiseta que me alejaba de su calor. Pedro, ofreciéndome una más de sus juguetonas sonrisas, no tardó en deshacerse de la mojada prenda para arrojarla despreocupadamente a un lado. La manta que nos envolvía cayó al suelo, pero ya nada me importaba, nada que no fuera rendirme al atrayente hombre que tanto me había perseguido durante todo el verano.
Cuando Pedro me miró con sus intensos ojos azules, mi corazón dio un vuelco entre extasiado por los momentos que estaban por venir, y dolorido, porque ésos fueran los únicos que el destino nos permitiría compartir, ya que muy pronto nuestros caminos se separarían.
Mientras se deshacía de los tirantes de mi vestido para dejarlo caer por mi cuerpo hasta el suelo, temblé llena de deseo e impaciencia. Él acarició lentamente mi rostro con la mano, haciendo que por primera vez viera al verdadero Pedro, al que escondía sus serias intenciones tras las bromas, los juegos y las desvergonzadas insinuaciones.
—No quiero que te olvides de mí después de esta noche, ni que me expulses de tu vida solamente porque todos digan que soy inapropiado, porque yo sé que en realidad soy el único hombre adecuado para ti.
Sus palabras me hicieron recordar todo lo que los demás me exigían ser, convirtiéndome en una mera espectadora de mi propia vida, y lo poco que él me había pedido desde que nos conocimos.
Con un poco de dificultad y algo de vergüenza, me desprendí de mi odiosa ropa interior, desnudándome por completo ante el único hombre que quería que me conociera totalmente.
Las palabras acerca de lo mucho que me gustaba o de lo mucho que le importaba a mi corazón se resistían a salir de mi boca. Y más aún sabiendo que muy pronto nos separaríamos. Y antes de que mis dubitativos labios se atrevieran a decir algo más, Pedro alzó mi rostro hacia él y, tras besarme como únicamente él sabía hacer, me hizo una promesa que yo estuve segura de que cumpliría.
—Ni una palabra más, esta noche es sólo nuestra. Voy a hacer que tu piel arda con cada una de mis caricias, para que nunca puedas olvidarte de mí en las frías noches en las que estemos separados.
Cogiéndome con sus fuertes brazos, me llevó hasta la manta extendida sobre el suelo. Y dejándome sobre ella, recorrió mi cuerpo con una ávida mirada.
Sonrió ante mi avergonzado intento de ocultar con los brazos mis desnudos senos de sus atrayentes ojos azules, y mientras se desvestía despreocupadamente, alzó una ceja retándome a que me atreviera a exponerme de nuevo a él.
Y al igual que con cada uno de los retos que me había lanzado ese verano, no dudé en aceptar.
Cuando nuestros cuerpos se hallaron al fin libres de las barreras de la ropa, él se acercó a mí para cumplir cada una de las maliciosas proposiciones que me había hecho en alguna ocasión cuando yo lo rechazaba.
Sin concederme tiempo siquiera para que pudiera considerar que lo que estábamos haciendo tal vez era una locura, Pedro besó mis labios de nuevo, haciendo que mi cuerpo se encendiera. Sus manos descendieron lentamente por mi espalda, mientras me animaba a tumbarme, acariciándome y despertando en mí un deseo que yo desconocía hasta entonces.
Con una mano mimó mis excitados pezones con leves caricias que me hicieron gemir. Su boca pronto abandonó mis labios para dejar un camino de besos que descendía por todo mi cuerpo y, tal como me susurró al oído, su lengua recorrió cada uno de mis rincones, calentando mi piel.
Pedro se dedicó a mis turgentes pechos, y las caricias de su lengua provocaron que me arqueara casi sin querer hacia él cuando sus dientes juguetearon cruelmente con mis pezones, mientras sus manos descendían hacia los lugares más íntimos de mi ser.
En el instante en que uno de sus dedos se hundió en mi interior, no pude evitar gritar su nombre. Sus manos comenzaron a marcar un apasionado ritmo sobre mi insatisfecho cuerpo, que buscaba el deleite de la pasión. Mis caderas se movieron por sí solas cuando otro de sus exigentes dedos se introdujo en mí, mientras no dejaba de acariciar mi clítoris. Pero Pedro estaba dispuesto a torturarme y a cumplir cada una de sus palabras, así que, cesando sus caricias, descendió lentamente por mi cuerpo, haciéndome arder con su boca.
Cuando llegó a la zona que más reclamaba su atención, yo cerré las piernas, avergonzada, pero él separó mis muslos con delicadeza y, sonriéndome ladinamente, comenzó a utilizar su lengua, haciéndome gritar y gemir desesperada con cada uno de los roces que le dedicaba a mi clítoris. En el momento en que uno de sus atrevidos dedos volvió a hundirse en mi interior, alcé las caderas hacia él y me agarré con fuerza a sus cabellos, mientras cedía al éxtasis.
Pedro se apartó de mí con una sonrisa de satisfacción y, desnudo, corrió hacia la abandonada caja, de donde sacó un preservativo que colocó apresuradamente en su erecto miembro con alguna que otra maldición llena de impaciencia que me hizo sonreír. En el momento en que volvió a mi lado, besó otra vez mis labios, haciendo que dejara a un lado mis miedos y mis dudas, y sólo cuando me retorcía de nuevo de deseo entre sus brazos, él se introdujo en mí, haciéndome gritar ante el dolor de la primera vez y el placer que sólo él podía regalarme.
Al principio, Pedro se movió despacio y con cautela, pero muy pronto mis caderas se alzaron reclamando más y mis uñas se clavaron en sus hombros exigiendo el placer que podía darme. El ritmo de sus embestidas aumentó, igual que la ferocidad de éstas cuando le susurré al oído cuán pecaminosa quería ser con él.
Finalmente, ambos nos rendimos al éxtasis, llegando a la vez a la cumbre del placer mientras gritábamos nuestros nombres, dispuestos a no olvidarnos jamás del final de ese verano y tal vez de nuestra historia de amor
CAPITULO 36
—En serio, tu forma de remar es pésima, ¡estamos totalmente empapados! —se quejó Paula, despegando las mojadas ropas de su cuerpo, cuando llegaron a un viejo embarcadero donde nadie los buscaría—. Y, además, no creo que ésta fuera la dirección que te estaba indicando el hombre que tomaras cuando has pagado para alquilar esta embarcación, ya que lo he oído maldecirte mientras nos alejábamos.
—Perdona, rubita, pero no me he parado a pensar demasiado. Cuando esa multitud furiosa ha empezado a perseguirnos, simplemente he decidido correr hacia un lugar más seguro.
—Multitud que no habría comenzado a seguirnos si no fuera por ti. ¿Y se puede saber por qué has tirado al agua todos los peluches que me ha regalado tu primo?
—Teníamos que deshacernos de algo de peso para ir más rápido —respondió Pedro, con una maliciosa sonrisa al recordar lo placentero que había sido librarse de los presentes con los que Santiago había pretendido agasajar a Paula.
Qué pena que no fuera igual de fácil deshacerse de su molesto familiar.
—¿En serio? —preguntó con escepticismo Paula, mientras dirigía a Pedro una de sus reprobadoras miradas.
—Bueno, rubita, ahora lo importante es secarnos la ropa y marcharnos de aquí antes de que finalice el severo toque de queda de tu padre y éste decida salir a buscarnos para reclamar mi pellejo —indicó Pedro, adentrándose en el terreno y comenzando a preparar una pequeña fogata.
—¿Y por qué no el de Santiago? —preguntó Paula, alzando impertinentemente una ceja mientras se acercaba al calor de la pequeña llama que apenas era suficiente para hacerla entrar en calor.
—Porque Santiago nunca haría cosas divertidas contigo —bromeó Pedro, para no tardar en musitar en voz baja—, aunque el muy condenado está aprendiendo…
—Entonces, tal vez lo mejor sería volver a la feria y… —propuso Paula, caminando hacia la embarcación.
—No te preocupes, ¡soy un hombre de recursos! —manifestó Pedro, perdiéndose un instante entre los arbustos, para sacar de entre ellos su motocicleta.
Tras abrir una enorme caja que llevaba atada a la parte trasera, sacó una manta. Cobijándose bajo ella, extendió sus brazos hacia Paula, tentándola a acudir junto a él. Paula supo que, como siempre, podía alejarse y poner distancia
entre ellos. Que Pedro, a pesar de ser sincero en sus deshonestas intenciones, solamente bromearía para luego dejarla marchar cuando ella tuviera demasiado miedo de dar ese paso hacia él, un paso que haría que su corazón terminara de decidirse.
Paula tenía muy bien aprendido lo que debía hacer, lo que era más adecuado para llevar esa vida decente con la que sus padres siempre la atosigaban. Pero la tentación de los brazos de Pedro y el miedo a olvidarlo, ya que muy pronto sus caminos se separarían, le impidieron alejarse nuevamente. Y, ante el asombro de ese sinvergüenza, Paula corrió hacia él, reclamando no sólo un lugar debajo de la manta, sino también en el corazón de ese hombre, para que nunca la olvidara.
—¿Sabes lo que estás haciendo, rubita? —preguntó seriamente Pedro, mirando con sus profundos ojos azules a la mujer a la que nunca podría dejar marchar. Y menos a partir de entonces, que sus brazos habían elegido el calor de su cuerpo.
—No, pero no me importa. Lo único que sé es que dentro de unas semanas finalizará el verano, que tú te alejarás de este pueblo dejándome en él, y que por nada del mundo quiero olvidar al único hombre capaz de valorar a la verdadera Paula. Y ya que tal vez nuestros caminos no vuelvan a cruzarse nunca, no quiero preguntarme mañana cómo habría sido estar entre los pecaminosos brazos del único hombre que me conoce de verdad.
Tras estas palabras, Pedro intentó hablar, sacar a Paula de ese error en el que había caído al pensar que su historia duraría apenas un simple verano, pero los cálidos y seductores brazos que lo atrajeron hacia ella, y los labios que buscaron su boca, fueron demasiado tentadores como para comportarse como el chico bueno que nunca había aprendido a ser, y finalmente se olvidó de todo lo que no fuera grabar su nombre en el cuerpo de la mujer que amaba, para que cuando Paula descubriera su engaño, éste ya no importara demasiado.
CAPITULO 35
Santiago intentaba seguir a su primo, algo que le resultaba imposible, porque tenía que abrirse paso entre una multitud que reclamaba su cabeza.
Definitivamente, después de ese día, la feria se había acabado para los Alfonso y cualquiera de sus acompañantes.
Mientras perseguía a Pedro, Santiago se dio cuenta del rumbo que tomaban sus pasos y, tirando una vez más de la reticente Barbara, alquiló una de las barcas de paseo para no perder de vista las impúdicas acciones que pudiera llevar a cabo Pedro.
—Tomaría esto como un gesto romántico, si no supiera que sólo te has subido a este trasto para perseguir a esos dos —señaló Barbara, hastiada, mientras intentaba espantar a los mosquitos que se encontraban a su alrededor, a la vez que observaba cómo Santiago remaba desesperadamente para alcanzar a su primo y a esa chica que, a pesar de no tener demasiadas cualidades, había acabado llamando su atención.
—Si ayudaras un poco, tal vez podríamos alcanzarlos —se quejó Santiago, pasándole el par de remos de más que había en la barca.
—¿En serio me estás proponiendo que te ayude a alcanzarlos? Pero ¡¿qué te pasa?! ¡Eres idiota! —gritó finalmente Barbara, perdiendo su fachada de correcta damisela cuando ese Alfonso en concreto acabó con su paciencia y ella decidió que ya no valía la pena ir detrás de un hombre tan ciego como él.
Santiago, asombrado ante el comportamiento de esa chica que únicamente había tenido amables palabras hasta entonces, se quedó boquiabierto y dejó de remar, mientras escuchaba atentamente cada una de sus palabras, que le hicieron abrir los ojos a lo idiota que había sido siempre.
—¡Sinceramente, me alegro de que Paula haya elegido al otro Alfonso! Y no
porque sea competencia para mí, ¡sino porque ninguna chica se merece estar al lado de un hombre tan imbécil que no se da cuenta de cuánto vale hasta que otro pone sus ojos en ella! ¿Es que acaso crees que las mujeres no tenemos otra cosa mejor que hacer que perseguirte hasta que tú decidas fijarte en nosotras? Créeme cuando te digo que yo no lo haría si no fuera por la continua insistencia de mis padres. No me explico cómo ha tenido Paula la bendita paciencia de seguirte todos los veranos, si a mí únicamente con uno me ha bastado para averiguar lo idiota que eres. ¡Así que haznos un favor a todos y desiste de perseguir a tu primo! ¡Él se la ha ganado! —concluyó Barbara, mientras señalaba la barca con la que Pedro y Paula se alejaban. A continuación, para dar mayor énfasis sus palabras, arrojó todos los remos de su barca al agua, imposibilitándole a Santiago seguir a la pareja.
—¡Vaya! ¿Desde cuándo eres así, Barbara? —preguntó él, asombrado con la otra cara de la siempre sonriente Barbara, que lo había aburrido con sus insulsas charlas durante todo el verano.
—¡Desde siempre, idiota! Solamente que sé ocultarlo muy bien. Como tú — declaró Barbara, señalándolo como uno de esos necios que siempre trataban de aparentar ser lo que no eran.
—Yo… ¡yo no soy así! Mi primo... —respondió nerviosamente Santiago, mesándose frustrado los cabellos con la mano.
—El rebelde de tu primo siempre será una buena excusa para esconder la verdad. Para Paula, para ti, para todos… pero él no habría conseguido que asomara esa parte rebelde de nosotros si ésta no hubiera existido previamente. Él sólo es un provocador.
—¿Piensas que irá en serio con Paula? —preguntó Santiago, renunciando a la mujer que había perdido por no percatarse antes de su presencia, a pesar de que ella siempre había estado a su lado.
—No concibo que un hombre como Pedro persiga a una chica como Paula si sus intenciones no fueran serias.
—Yo creo que comenzaba a sentir algo por Paula cuando él me la arrebató —confesó Santiago, intentando desnudar sus confusos sentimientos ante la mujer que lo enfrentaba a la realidad.
—No te engañes, Santiago, tú no amas a Paula. Solamente la deseas porque tu primo va detrás de ella.
—¿Y por qué dices algo así? ¡¿Por qué crees conocerme tan bien?! —gritó frustrado Santiago, lleno de una confusión y unas dudas que hasta entonces no habían formado parte de su organizada vida.
—¿No te parece obvio? Porque si Paula fuera la persona que tú quieres, nada te detendría en tu afán por alcanzarla —respondió Barbara, mientras señalaba el agua, a la vez que se ponía de pie en aquella inestable embarcación.
—¡Barbara, siéntate o… —dijo Santiago, alarmado por la precaria posición en la que se encontraba su acompañante—… te caerás! —apuntó, justo antes de ver que los infructuosos intentos de Barbara para espantar a uno de aquellos condenados mosquitos acababan con ella en el agua.
No fue para hacerse pasar por el típico niño bueno de siempre, ni tampoco para aparentar, ya que nadie los observaba. Sin tiempo para pensar en nada, Santiago acabó lanzándose también junto a Barbara, que, con su corrido
maquillaje, su estropeado peinado y escupiendo agua, lo miraba declarándolo culpable de todas sus desgracias por haberla subido a esa embarcación.
Santiago halló ante él a una mujer alejada de su acostumbrada apariencia perfecta y no pudo evitar observarla con más atención. Así que, evitando cometer dos veces el mismo error y ser igual de necio en esta ocasión, nadó hacia ella para apresarla entre sus brazos.
—¿Se puede saber qué narices estás haciendo? —gritó Barbara con voz chillona, mientras su rostro se sonrojaba por la proximidad de sus cuerpos, mostrando que no era tan indiferente a él como aseguraba.
—¿A ti qué te parece? Fijarme bien en lo que tengo delante —dijo Santiago, a la vez que le dedicaba una de las lascivas miradas que su primo solía usar—. Creo que he aprendido la lección que todos queríais darme y ahora no pienso dejar escapar tan fácilmente a la mujer que he comenzado a ver de verdad — declaró, antes de arrebatarle un beso a esa chica que, a pesar de derretirse entre sus brazos, no tardó demasiado en separarse furiosamente de él.
—¡Yo nunca seré el segundo plato de nadie! —exclamó Barbara airada mientras intentaba alejarse de él lo más digna y rápidamente posible.
Para su desgracia, no era demasiado buena en natación y acabó utilizando un espantoso estilo perrito, lo que hizo a Santiago sonreír mientras nadaba despacio tras ella y pensaba que ya comprendía por qué le gustaba tanto a su primo jugar: definitivamente, con algunas mujeres era algo digno de probar.
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