miércoles, 17 de octubre de 2018

CAPITULO 80




Quedaba sólo un mes para que terminara el instituto y, gracias a las clases que había recibido de Pedro y de Santiago, habían mejorado tanto mis notas que hacer el examen que me llevaría hasta la universidad ya no era un problema. Las respuestas a mis expectativas de futuro comenzarían a llegar muy pronto y yo conseguiría todo aquello que en alguna ocasión creí ver desde lejos como una quimera inalcanzable.


Lo único que aún me molestaba de seguir adelante con mis sueños era que Pedro parecía alejarse cada vez más de ellos. Las visitas que mi padre traía a casa cada vez eran más inoportunas y agobiantes, como mi madre y sus cada vez más insistentes charlas, apremiándome a que mis ojos se fijaran en otro que no fuera Pedro.


—Cariño, ¡pruébate esto! —pidió mi madre, emocionada.


Y yo, creyendo inocentemente que sería un nuevo modelito adaptado a mis nuevas curvas, respondí despreocupadamente, mientras le hacía un gesto de espera con la mano y seguía prestando toda mi atención a mi lectura:
—Sí, mamá. Ahora voy.


Ella, aprovechando mi vana excusa, me cogió una mano y, sin darme tiempo a reaccionar, me colocó un anillo en el dedo anular.


—¡Qué coñ…! ¿Qué es esto, mamá? —pregunté confusa, deteniéndome justo a tiempo, antes de pronunciar una palabrota típica de Pedro, mientras intentaba desesperadamente quitarme aquel anillo del dedo.


—¿No es bonito? ¡El chico de los Carter te lo ha comprado! ¿A que es un amor?


—¡Quítame esto pero ya, mamá! —exclamé ofuscada, intentando deshacerme del anillo.


—Pero creía que habías aceptado su propuesta… después de todo, me he pasado horas hablándote de él y de todas sus cualidades, ¿o es que no me estabas escuchando? —preguntó maliciosamente mi madre, dándome a entender que el hecho de que ese anillo estuviera en mi dedo no era ningún error para ella.


—¡No he aceptado ninguna propuesta de nadie, mamá, y mucho menos de un hombre que ni siquiera se atreve a acercarse a mí para entregarme esto! —grité histérica, mordiendo el anillo a ver si salía.


—¡Oh, querida! Arthur es muy tímido y creímos que sería mejor así. Pero cariño, si el anillo no sale, ¿qué le diremos a ese muchacho cuando ya se creía prometido contigo? Antes de rechazarlo, deberías poder devolvérselo, y sin daño alguno —indicó mi madre, cuando me vio morder una vez más aquella maldita alhaja con la que ella me había atrapado en otro más de sus maliciosos planes de matrimonio.


—¡Tú déjale claro a ese tal Arthur que por nada del mundo pienso casarme con él, que ya me encargaré yo de que este anillo salga de una manera u otra! — afirmé con determinación, mirando a mi madre fijamente, para hacerle entender que no me dejaría manejar como ella querría.


—Bueno, hija, haré lo que pueda para desalentar a ese muchacho. Y tú procura sacarte ese anillo cuanto antes, porque sería una desgracia que alguien te lo viera en el dedo y pensara que estás verdaderamente prometida. Eso, sin duda, espantaría a cualquier otro hombre —comentó con sorna, antes de salir de mi habitación, haciéndome reflexionar sobre lo que podría pensar Pedro acerca de que, mientras él hacía lo imposible para intentar acercarse a mí, con todos sus esfuerzos y sacrificios, otro consiguiera con facilidad una promesa que a él nunca le había hecho.


Para mi desgracia, no pude sacarme ese maldito anillo y, a pesar de que intenté ocultarlo, cuando alguna de las cotillas del pueblo me lo vio, no tardó en comenzar con los chismes sobre un compromiso que en realidad yo no había aceptado y que nunca aceptaría.


Mis temores empezaron a hacerse realidad cuando, en las pocas ocasiones en que me cruzaba con Pedro en el instituto, él me ignoraba. Y a pesar de que gritara su nombre más de una vez por los pasillos, nunca me esperaba para escuchar mis palabras.


De modo que, harta de su esquivo comportamiento, y más cuando faltaban un par de semanas para que el curso se acabara y tuviera que volverme a la ciudad con mi familia, una noche decidí recorrer todo el pueblo buscándolo, para enfrentarme a él, para obligarlo a oír cada una de mis palabras y para convencerlo de que, como ya hizo una vez, valía la pena que volviera a apostar por mí, ignorando todo lo demás que se cruzara en su camino.


Más cansada que nunca, después de buscarlo por innumerables lugares, llegué a la casa del lago, el lugar donde pasamos nuestra última noche juntos y donde nos conocimos por primera vez. El lugar en el que se rio de mí a causa de mi ridículo vestido, y donde yo lo insulté, sacando a relucir mi carácter. El lugar donde nos retamos continuamente, dando comienzo a nuestro juego; donde empezamos a amarnos y nos dimos cuenta de que lo que nosotros sólo creíamos un simple amor de verano, se había convertido en algo más profundo, que nunca podríamos olvidar.


Tras divisar las tenues luces de unas velas, me decidí a entrar para explicárselo todo, pero frente a mí, sentado en el suelo, no hallé al risueño hombre que siempre bromeaba, sino a un chico totalmente abatido, que me miraba con resentimiento, como si yo hubiera sido la responsable de que su mundo se hubiera derrumbado.


Demasiado borracho para su bien, ni siquiera se levantó de donde estaba sentado. Pero mientras alzaba descuidadamente la botella de cerveza hacia su boca, recorrió mi cuerpo con una mirada llena de un ávido deseo que por primera vez llegó a asustarme.


—Quiero cada una de las prendas que llevas en este instante, incluido ese anillo —exigió duramente, lanzándome los pagarés que yo había olvidado que llevaban mi nombre.


—No puedo, no sale ni usando agua con jabón… —declaré tímidamente, mientras intentaba sacarme el anillo para explicárselo todo y evitar así desnudarme delante de aquel frío hombre que en esos momentos era como un desconocido para mí.


—No te preocupes, ése es un problema que pienso solucionar ahora mismo —dijo Pedro, levantándose repentinamente del suelo y dirigiéndose hacia mí, tras coger un trocito de hielo del cubo que tenía junto a él, donde mantenía frescas varias cervezas, y se lo introducía en la boca.


Podría haber corrido hacia la salida y haber huido, podría haber dejado de lado el pago de esa apuesta que él realmente nunca me reclamaría en otro momento, pero la verdad era que no deseaba alejarme de Pedro. Quería conocerlo todo de él, tanto ese lado bromista que mostraba continuamente a todos, ocultando siempre sus verdaderas intenciones, como ese otro lado, el peligroso, con el que reclamaba un castigo para mí sólo porque creía que lo había olvidado y sustituido con otro.


Así que, aceptando el reto que suponían sus palabras, esperé temerosa a que llegara junto a mí. Bajo la tenue iluminación de las pequeñas velas, apenas podía ver su rostro mientras se acercaba. Tan sólo sentí cómo cogía mi mano entre las suyas para luego introducir atrevidamente mi dedo en su boca. Luego utilizó su lengua para deslizar el frío cubito de hielo sobre mi dedo durante unos segundos y, de algún modo, logró despojarme finalmente del detestable anillo.


Mientras apartaba la mano de él, no pude evitar acariciar su rostro, en el que descubrí lágrimas que sin duda intentó ocultarme al alejarse. 


Cuando quise explicarme, él no me lo permitió y, arrojando con furia el anillo que ahora tenía entre sus manos al suelo, me preguntó:
—¿Por qué nunca me eliges?


Después de esto, Pedro se apoderó de mis labios y, con la pasión de sus besos, hizo que me olvidara de cualquier cosa que no fuera él y lo que yo sentía cuando estaba entre sus brazos.




CAPITULO 79




Decidido a mostrarle a Paula alguno de mis avances y a confesarle el motivo por el que no había ido a verla en todo ese tiempo, así como también para refregarle por las narices a Tomas Chaves algunos de mis logros, me dirigí hacia
su casa. Antes de llegar, aparqué mi ruidosa motocicleta en las proximidades,
para que no me delatara su estruendo, que provocaría que me impidieran ver a la
única chica por la que siempre lo arriesgaría todo.


Suponiendo que a esas horas Paula se encontraría en su cuarto, me dirigí hacia el árbol próximo a su ventana, pero antes de llegar hasta él, observé a una pareja paseando por el jardín. 


Me escondí entre las sombras y permanecí alejado de ellos hasta que presencié algo que me enfureció. Ante mí se desarrollaba la escena que había estado viendo durante todo el verano: Paula vestía unas perfectas ropas de niña buena y paseaba junto a un hombre de aspecto decente, muy parecido a Santiago.


Preguntándome una vez más por qué no podía ser yo ese hombre al que ella elegía para acompañarla por su jardín en un cordial paseo, apreté los puños con fuerza, mientras me cuestionaba si esa mujer se decidiría a elegirme alguna vez o si solamente me veía como un juego, cuando ya hacía mucho tiempo que ella había dejado de ser eso para mí.


Mirando los documentos que tenía entre mis manos, pensé que, aunque pudiera parecer que estaba más cerca de ganar la apuesta, en verdad cada vez me alejaba más de ello, porque, para mí, el requisito más importante de los apuntados en la pizarra de Zoe siempre sería que Paula me eligiera, y eso era algo que al parecer se me resistía.


Quise interrumpir a la bonita pareja y escandalizarlos un poco, pero detuve mis pasos cuando observé que Paula sólo le mostraba una de sus falsas sonrisas a su acompañante, lo que me revelaba sin ninguna duda que estaba mortalmente aburrida con ese sujeto.


Al ver que utilizaba una excusa absurda para abandonarlo cuando él se acercó demasiado, aplaudí su inventiva. Pero después no sonreí tanto al ser testigo del amable beso en la mejilla con el que Paula se despidió del joven, lo que permitió a ese apocado sujeto albergar alguna esperanza.


Deseando que ese individuo se marchara cuanto antes para subir a la habitación de Paula, permanecí escondido contemplando cómo él suspiraba tristemente por la mujer que no se atrevía a perseguir. Pero entre esos patéticos suspiros vi que ese tipo, del que yo pensaba que carecía de valor para ir detrás de la mujer que le interesaba, sacaba de su bolsillo un anillo de compromiso que admiró tan sólo para darse ánimos en su intento de conseguir a la mujer que amaba.


Molesto por el nuevo obstáculo que el señor Chaves había puesto en mi camino para dificultarme aún más ganar nuestra apuesta, me dirigí hacia ese hombre, dispuesto a espantarlo. 


Pero cuando apenas había comenzado a dar un
paso hacia el desprevenido individuo, una fuerte mano agarró mi hombro y me impidió avanzar.


—Sin trampas. Que sea Paula quien decida —indicó el señor Chaves, mientras lucía una complacida sonrisa en su rostro, sabiendo que con su jugada me estaba haciendo sudar como nunca lo había hecho antes.


—Ella nunca aceptará ese anillo —dije, totalmente convencido, apostando de nuevo por la única mujer en la que había depositado toda mi confianza.


—Entonces no tienes de qué preocuparte, ¿verdad? —preguntó el señor Chaves, mostrándome una maliciosa sonrisa con la que se burlaba de mí.


A continuación, el muy maldito permitió que su penoso invitado se alejase por el jardín, soñando con un prometedor futuro junto a Paula, que no le pertenecía, y se colocó junto al árbol que daba a la ventana de su hija sin añadir una palabra, desafiándome con la mirada a que intentara volver a acercarme a ella sin haber cumplido antes con todos sus requerimientos.


La pequeña victoria que podía haber conseguido ese día quedó sepultada por la imposibilidad de ver a Paula, así que decidí marcharme de ese lugar en el que no era bienvenido. Y, mientras lo hacía, no podía dejar de pensar qué ocurriría conmigo si Paula apostaba por otro hombre, a pesar de que yo lo hubiera dado todo por ella.



CAPITULO 78




Gael Bramson estaba desesperado por encontrar al gamberro que seguía torturándolo al hacerle imposible vender la casa del lago. Había intentado averiguar quién era el insolente que no cejaba en su empeño de que esa propiedad no se vendiera, pero cada vez que preguntaba por él, los amigables habitantes del pueblo cambiaban rápidamente de tema, haciéndole saber con ello que, aunque sabían quién era ese individuo, nunca revelarían su identidad.


De nada le sirvió asegurar que no pretendía hacerle nada malo a ese joven que se había atrevido a hacerse pasar por colaborador suyo, o que quería encontrarlo solamente por su bien, pues nadie le creía.


Tal vez al principio sí era cierto que había querido que ese sinvergüenza diera con sus huesos en prisión, especialmente cuando alguien sustrajo información de sus archivos, además de su irreemplazable agenda. Pero con el paso del tiempo, la idea de deshacerse de ese sinvergüenza quedó desterrada de su mente, ya que la nueva estrategia de ese individuo había consistido en vender todas y cada una de las casas del pueblo que la inmobiliaria tenía en cartera, excepto precisamente la del lago.


De este modo, y en un tiempo récord, Gael había conseguido triplicar sus ventas y comisiones, ya que todo potencial comprador que se acercaba a husmear por la casa del lago quedaba encandilado por un joven bastante convincente, que les hacía cambiar de opinión y fijar su interés en otras propiedades más adecuadas, más interesantes… y mucho más caras.


Cuando los compradores comenzaron a acudir a su oficina, felicitándolo por el joven ayudante que tenía a su cuidado, y firmaban sin dilación los contratos de compraventa, Gael supo que tenía que fichar a ese chico como fuera, ya que llevaba un tiempo pensando en montar su propia agencia inmobiliaria, lejos de las restricciones de su actual empresa, así como de las estrictas exigencias de su jefe. Y ese joven, sin duda, era la clave para que todo le saliera bien.


Para su desgracia, no conseguía que nadie le revelase su identidad, y él se las veía y se las deseaba para obtener algún tipo de información, ya que en todas las ocasiones utilizaba un nombre falso para realizar las transacciones y siempre cambiaba su apariencia.


«Pero esta vez no se me escapará», pensaba Gael, mientas repasaba los detalles de su plan para atraparlo: había dejado caer información falsa relativa a que tenía un nuevo comprador para la casa del lago en el bar de Zoe, lugar que Gael sabía que era el centro de cotilleos principal del pueblo. Luego se presentó en esa casa dos horas antes del momento en que debería llegar el supuesto comprador, para intentar pillar in fraganti a su falso vendedor.


Sonriendo con satisfacción al ver que alguien se movía en el interior de la casa, Gael se dirigió hacia ella lo más silenciosamente posible y, cuando la abrió, se quedó mudo de asombro al hallar ante sí a un rebelde muchacho de aspecto bastante desaliñado, estropeando las blancas paredes. En esta ocasión estaba dejando las rojas marcas de sus manos sobre las mismas, como si en esa casa se hubiera llevado a cabo algún espeluznante asesinato.


Por unos instantes, Gael pensó que se había equivocado de persona y estuvo punto de dejarlo escapar en su precipitada huida hacia la puerta trasera, hasta que se percató de que, en un lado de la estancia, pulcramente colgado, esperaba un impecable traje junto a unos impolutos zapatos. Sin duda, ese joven era su falso vendedor. Y, aunque su apariencia lo engañara por unos instantes, podía ser justo el embaucador que él necesitaba para su negocio. 


Así que, sin pararse a pensar que ya no era tan joven como antes, Gael corrió tras ese muchacho hasta alcanzarlo y hacerle un placaje que los llevó a los dos a rodar por el suelo. Antes de que el otro lograra zafarse de su agarre, Gael le hizo la proposición más loca que jamás le había hecho a nadie:
—¡Espera, muchacho! ¡Trabaja para mí! —exclamó, negándose a soltar la pierna del chico, que había logrado incorporarse y que, en su apresurada escapada, lo arrastraba hacia la salida.


—¿Se puede saber qué clase de trabajo me está proponiendo? Si se trata de algo indecente, le advierto que me estoy reformando, y que por lo menos debería haberme invitado a una copa antes de plantear nada… —repuso burlonamente el joven, que había detenido su huida.


Al ver que el chico no se fugaba, y percatándose de que parecía bastante interesado en su propuesta, Gael abandonó su vergonzosa postura y se incorporó para hablar de negocios.


—Quiero que vendas casas para mí.


—No estoy dispuesto a vender esta casa, por más que me chantajee o extorsione.


—¡Perfecto! ¡Pues no la vendas! Pero vende todas las demás como has estado haciendo hasta ahora. Chaval, tienes un don para convencer a las personas y llevarlas a donde tú quieres, que pocos poseen, y yo quiero aprovecharme de ello.


—¿Así sin más, en frío, sin invitarme siquiera a una cerveza? —se burló de nuevo Pedro, arrojándole una cerveza a Gael, dispuesto a escuchar lo que tuviera que decirle.


—Chico, ¿realmente eres quien ha conseguido vender todas esas casas o te estás quedando conmigo? —preguntó Gael, mientras se mesaba nerviosamente los cabellos al escuchar las molestas bromas de ese sujeto, que sólo lo exasperaban.


—Sí, fui yo… Espero que a los Houston les gustara la casa de dos plantas, con amplio jardín, orientación sur/sudeste y con un seto de más de dos metros de altura, que busqué para ellos y sus perros; así como que la señora Morrison disfrute de las vistas de ese pequeño estanque interior lleno de la paz y tranquilidad que ella requería para reponerse de sus ataques de ansiedad. En cuanto al señor Mills, que aún no se ha decidido por ninguna propiedad, creo que para él sería ideal la casa que está cerca del camino que da a la laguna, para que pueda disfrutar de esos días de pesca que tanto adora y, a la vez, pueda caminar por el sendero que la rodea, para poner en práctica su otra pasión: hacer fotografías de las aves del lugar.


—¿Cómo narices te has aprendido todos esos datos de memoria?


—Para mí es muy fácil: con leer algo una sola vez lo memorizo sin más. Es un don, o tal vez un defecto para alguien como yo, como dicen algunos de mis profesores del instituto.


—¿Aún estás en el instituto? —preguntó Gael, asombrado con la prodigiosa mente de ese muchacho.


—Sí, repetí un año.


—¿Y eso por qué? Porque con esa memoria que tienes no debería resultarte nada complicado aprobar las asignaturas.


—Unas pequeñas desavenencias con mis anteriores profesores. Ellos creían que me enseñaban algo de provecho y yo que perdía el tiempo recibiendo clases de personas que sabían menos que yo de alguna de esas materias.


—¿Crees que terminarás este año?


—Sí, sin ningún problema y con la máxima calificación posible.


—¿Y qué piensas hacer después? ¿Irás a la universidad? ¿Tienes en mente alguna carrera, algún sueño prometedor?


—Sólo uno —contestó el joven, mientras le sonreía tristemente a su cerveza —. Y para cumplirlo necesito un milagro…


—No sé qué clase de metas te has propuesto, muchacho, pero te puedo asegurar que, si alguna vez necesitas trabajo, te recibiré con los brazos abiertos. Por cierto, no me he presentado: soy Gael Bramson —dijo amigablemente Gael, mientras le tendía una mano al joven cuyo nombre aún desconocía.


—Yo soy Pedro Alfonso —se presentó Pedro, revelándole a Gael que era el individuo causante de casi todos los escándalos acontecidos en el pueblo durante el verano—. Tal vez ahora quiera retirar su propuesta —continuó, sin llegar a
estrechar la mano de Gael, más que acostumbrado a que nadie confiara en él.


—No, no, para nada. No quiero retirarla. ¡La mantengo! —declaró firmemente Gael, confiando en su instinto, que le decía que ese chico llegaría a ser un gran hombre algún día.


—Gracias, lo pensaré —contestó Pedro, estrechando con firmeza la mano del agente inmobiliario, mientras aceptaba su tarjeta, pensando que si accedía a esa propuesta ya le faltaría menos para llegar a cumplir su sueño.


—¡Oh! Una última cosa… —apuntó Gael antes de marcharse. Y, tras depositar unos papeles en sus manos, le comunicó a Pedro una inesperada y sorprendente noticia—: La casa del lago es tuya ahora, así que será mejor que no causes ningún destrozo más en ella. Es lo mínimo que puedo hacer para compensarte por todas las ventas que has hecho y de las que me he beneficiado yo con las comisiones, sin que tú recibas ninguna ganancia. Además, así mato dos pájaros de un tiro: me deshago de esta propiedad y tal vez logre convencerte para que aceptes trabajar para mí —declaró Gael, señalando las escrituras de la propiedad que ahora estaban en su poder.


Pedro miró todo lo que lo rodeaba, absolutamente atónito y en shock, sin creerse que, una vez más, la suerte le sonriera de la manera más inesperada y de que su sueño estuviera al fin a su alcance. Luego recordó que la casa del lago nunca le había pertenecido a él y que había alguien que la merecía mucho más.


—Cómo odio ser un chico decente... —murmuró, mientras guardaba los valiosísimos documentos en uno de los bolsillos de su cazadora, para cedérselos al verdadero dueño de aquella casa que tal vez jamás habría conocido si nunca hubiera llegado a ese pueblo.




CAPITULO 77




Desde que el padre de Paula me planteó su desafío, no tenía tiempo para nada: los estudios eran mi prioridad para conseguir un buen trabajo. Pero quién narices iba a contratar a un joven recién salido del instituto, y más aún cuando mis únicas referencias posibles eran tan lamentables como las que podían facilitarme unos profesores enfadados por mi impertinente comportamiento, que sólo señalaba su ineptitud.


En fin, el único profesor que no me ponía de vuelta y media era el señor Jenkins, algo que aproveché para atosigar a quien me había dado trabajo, aunque sólo fuera como parte de un castigo: Tony.


—Como ves, Tony, tengo las mejores referencias de mis profesores. En esta carta dice que soy responsable, muy capaz e inteligente, y que cuando emprendo una tarea no desisto hasta terminarla.


—¿En serio, chaval? ¿A quién has sobornado para conseguir esa carta de recomendación? —curioseó Tony, a la vez que alzaba con escepticismo una ceja, sin creerme ni a mí ni a mi recomendación, mientras lo perseguía por todo el taller.


—No he sobornado ni presionado a nadie. Esta referencia vino de la buena voluntad de mi profesor. Yo sólo tuve que pedírselo y él estuvo muy dispuesto a escribirla.


—Lo persiguió día y noche. Incluso tuvo el atrevimiento de ir a casa del señor Jenkins para conseguir esa dichosa carta de recomendación —declaró Santiago despreocupadamente, mientras salía de debajo de una furgoneta que
estaba arreglando, dando al traste con mi maravilloso plan con su inoportuna intervención, así que no dudé en propinar una patada a la camilla de mecánico donde se encontraba, para que volviera a desaparecer de mi vista.


—Lo importante aquí no es cómo he conseguido esta carta, sino que ella me hace apto para conseguir un trabajo donde me paguen —especifiqué, recordando que a cambio de las horas perdidas en ese taller no había recibido ni un céntimo.


—Por mí como si esa carta la hubiera escrito el Presidente. Tú no te acercas a mis coches ni en broma, Pedro, sólo sabes destrozarlos. Y no pienses ni por asomo que te voy a contratar en mi taller cuando todo lo que tocas tengo que
volver a repararlo —declaró Tony, mientras se limpiaba las grasientas manos en el sucio trapo que siempre colgaba de uno de los bolsillos de su mono de trabajo —. Mira, chaval, ¿por qué no buscas un trabajo que se adecue más a ti, a tus
aptitudes y capacidades, y te olvidas de intentar convencerme para que te contrate? Porque eso es algo que nunca ocurrirá. Después de todo, cuando termines el instituto tendrás todo el tiempo del mundo para hallarlo —dijo Tony,
golpeándome amigablemente la espalda, intentando darme ánimos para seguir adelante.


—No, no lo tengo —susurré, cuando Tony hubo desaparecido de mi vista y creía que nadie oiría mi lamento.


—¿Por qué dices que no tienes tiempo? —preguntó impertinentemente mi primo, volviendo a salir de debajo de la furgoneta.


—Por el puñetero señor Chaves y sus absurdas exigencias para que pueda acercarme a Paula.


—Pero si el señor Chaves es un hombre muy comprensivo y amable. No sé lo que te habrá pedido, pero seguro que sus exigencias entran dentro de lo razonable —opinó Santiago, volviendo a ser el chico de perfectos modales, que no cuestionaba a sus mayores, por lo que levanté la pierna para darle otra patada a la camilla con la idea de que desapareciera de mi vista otra vez. Pero Santiago fue más rápido, se levantó de su precaria posición y, mientras se limpiaba las manos, se interesó por mi problema—: Veamos, ¿qué te ha pedido el señor Chaves?


—Un trabajo estable, una casa propia y que Paula me elija por encima de su familia —mascullé furiosamente entre dientes, al recordar las exigencias de ese hombre—. Como ves, casi nada —finalicé con ironía, renegando de mi lamentable situación.


—¡Joder! Y yo creía que lo tenía difícil en esta vida... —manifestó Santiago, después de escuchar la desproporcionada propuesta de ese hombre—. ¿Qué hiciste para cabrearlo tanto?


—Acostarme con su hija.


—Bueno, creo que ése es un motivo bastante razonable para que quiera fastidiarte. ¿Por qué no utilizas tus apuestas para conseguir el dinero que necesitas?


—Tuve que prometer que no jugaría más, para que me deje aunque sólo sea respirar cerca de Paula.


—Creo que has cavado tu propia tumba al acceder a esa alocada propuesta, querido primo, y la pregunta que me viene ahora a la cabeza es: ¿por qué lo has hecho?


—¿No es obvio? Por Paula. Me metería en mil líos solamente para poder estar a su lado.


—¿Y cómo demonios piensas lograr todo eso en…? ¿Cuánto tiempo tienes para conseguirlo? ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres años…? —preguntó Santiago, sugiriendo unos períodos razonables para cumplir con las exigencias de Tomas Chaves.


—Tres meses —respondí, revelándole la difícil situación en la que me encontraba.


—¡No me jodas! Y cuando termine ese plazo, ¿qué pasará?


—Paula y su familia se trasladarán a la ciudad, a una dirección que, por supuesto, el señor Chaves no está dispuesto a facilitarme. Por cierto, enhorabuena: tu padre se irá a Londres con un nuevo empleo que creo que el señor Chaves le ha encontrado tan lejos sólo para fastidiarme.


—Así que tus opciones, si no has conseguido lo prometido para cuando acaben estos tres meses, son…


—Volver con mi padre para trabajar en su fábrica o, déjame pensar… ah, sí, volver con mi padre para trabajar en su fábrica —repliqué irónicamente, recordando el camino que siempre había querido evitar.


—También podrías quedarte en este pueblo. Después de todo, se ha acabado convirtiendo en un segundo hogar para ti. Tienes muchos amigos —me recordó Santiago, haciéndome sonreír ante el recuerdo de alguno de los personajes más inadecuados que había conocido allí. No obstante, a pesar de ello, no pude evitar contestarle a mi primo con sinceridad.


—Sin Paula no.


—Bueno, querido primo, en ese caso, ¿podrías decirme cómo piensas conseguir lo imposible?


—No tengo ni puñetera idea —respondí con desánimo, mientras me mesaba los cabellos y calculaba cuánto tiempo me quedaba para cumplir con una apuesta imposible, en la que había puesto en juego lo más importante para mí: a Paula.