miércoles, 26 de septiembre de 2018

CAPITULO 9




¡Aún no me podía creer que mi primer beso me hubiera sido arrebatado por ese impresentable! 


Y encima, en vez de saber tan dulce como la miel, como relataban continuamente mis amigas, me había resultado tan amargo como el pecado. 


Sólo fue un leve roce de labios, pero lo suficiente como para que mi boca supiera a nicotina. Como resultado de mi encuentro con ese idiota, tuve que frotarme los labios hasta volverlos rojos para eliminar ese desagradable sabor.


Y, para más irritación, me veía obligada a compartir la plácida habitación que solía ocupar yo sola cuando íbamos a la casa del lago de los Alfonso, con la señorita virtuosa, cuyos padres sin duda codiciaban lo mismo que los míos: a
Santiago Alfonso.


Barbara era tan artificial como yo: la misma falsa sonrisa, los mismos gestos aprendidos, los mismos vestidos y la misma estúpida personalidad. Ambas seguíamos al pie de la letra las indicaciones de nuestros padres en busca del mismo objetivo. La única diferencia entre nosotras era que ella encajaba perfectamente en el papel que le habían adjudicado, mientras que yo nunca me adaptaría a él.


Como las respetables señoritas que se suponía que éramos, leímos las insulsas revistas de moda y hablamos un poco de nuestros futuros, simulando que ninguno de ellos había sido planificado por otros.


—Éste es el primer verano que los Alfonso nos invitan a su casa del lago, mi padre no pudo evitar aceptar el ofrecimiento que el señor Alfonso le hizo tan amablemente.


—Yo vengo aquí desde que era niña. Este lugar es muy pacífico y acogedor, y Santiago siempre es muy agradable conmigo —revelé, intentando mostrarle que, por muy perfecta que ella fuera, yo siempre tendría ventaja.


—¡Ah! Entonces serás como una hermana pequeña para él, ¿no? —apuntó Barbara con dulzura, tan falsa como yo, mientras intentaba romper mis sueños en pedazos. Algo que seguramente ya habría hecho por ella mi horrendo vestido y aquel horrible hombre, que, para mi desgracia, también se había hecho un hueco en ese hogar.


—Más bien como una preciada amiga de la infancia a la que no puede perder —mentí descaradamente, ya que la verdad era que Santiago apenas me prestaba atención los veranos que nuestras familias decidían reunirse.


—Pues en la cena no parecía eso —manifestó Barbara, alzando despectiva una de sus cejas.


—Es que… es que hace mucho tiempo que no nos vemos.


—Ya, por eso teníais tanto que contaros… —ironizó la mala pécora, mientras sonreía cada vez que recordaba mi vergonzosa actuación ante Santiago.


—Sí, no te preocupes por nosotros: tendremos todo el verano para ponernos al día de nuestras vidas. Además, mi padre está pensando en aceptar un nuevo trabajo en este lugar… ¡y quién sabe! Incluso podríamos acabar siendo vecinos, o algo más... —dejé caer, mostrando que a mí nadie me amedrentaba. Y menos aún una muñequita como ella, por muy perfecta que fuera.


—¡Oh, querida! ¿Te gusta Santiago? Pero yo creía que te decantabas más bien por un hombre como su primo, ese tal Pedro. Después de todo, parecíais íntimos en la cena, ya que no parabais de cuchichearos secretitos. O por lo menos eso es lo que Santiago me comentó...


Ante las palabras de esa víbora lo único que capté fue el nombre del despreciable sujeto que tanto me había fastidiado esa noche, grabándolo en mi mente para poder maldecirlo en condiciones. Luego me percaté de que Barbara
esperaba una nueva contestación ante alguno de sus sutiles insultos, pero como no sabía qué narices me había dicho, simplemente le di la espalda y le mostré mi trasero a ver si tenía ganas de conversar con él mientras yo simulaba dormir.


A pesar del nefasto día que había pasado, me dormí luciendo una sonrisa en mi rostro, tal vez algo malvada, al tiempo que planeaba cómo torturar lentamente a ese individuo al que desde ese momento sólo tenía que ignorar y fingir que nunca nos habíamos encontrado para que él dejara de prestarme atención. Una tarea que pensé que sería fácil. Pero estaba visto que todavía no conocía a Pedro Alfonso ni su persistente forma de ser a la hora de fastidiarme.




CAPITULO 8



Había pensado que en ese pueblo dejado de la mano de Dios solamente encontraría el tedio y el aburrimiento con los que mi padre me había amenazado, para enderezarme y llevarme por lo que para él era «el camino correcto». Pero al parecer no me aburriría ni un segundo en ese lugar: el animado local clandestino que había encontrado, sin duda me permitiría huir de la monotonía, mientras que aquella chica que aparentaba ser tan anodina como las demás niñitas de papá que perseguían a mi primo había llamado mi atención.


Aunque sus atrevidas palabras sólo habían salido a relucir conmigo, no pude evitar percatarme de la rebeldía que se encontraba oculta en esa chica que quería fingir ante todos ser una más de esas mujeres en serie que la sociedad preparaba para el matrimonio.


La verdad era que su hermoso rostro, enmarcado por sus rubios cabellos, me había atraído desde el principio. Y más aún cuando percibí que iba acompañado por unas sugerentes y sinuosas curvas que ella intentaba ocultar, seguramente porque su trasero no cumplía con los estándares establecidos por la moda, algo que a los hombres no nos preocupaba demasiado.


Pero lo que finalmente la había hecho irresistible para mí, a pesar de que me había prometido que durante mi estancia en Whiterlande no me metería en ningún lío con ninguna niña buena como ella, eran sus impertinentes ojos azules, que no habían dudado en reprenderme, señalándome como inapropiado para estar a su lado.


Yo sabía que esa pequeña rubita nunca se fijaría en mí, porque sus miras estaban puestas en mi primo, pero no pude evitar sentirme atraído por esa desafiante mirada, y me reté a mí mismo a sacar a la luz a la rebelde que llevaba dentro y a mostrarle que el hombre más adecuado para ella, sin ninguna duda, era yo.


Dispuesto a quedar bien con mis tíos y sus invitados, fui a buscarla con la intención de establecer una tregua entre esa chica y yo. 


Aunque al parecer ella estaba ocupada con otros menesteres, como constaté cuando, tras llamar sutilmente a la entreabierta puerta del cuarto de baño, me la encontré saltando descalza como una loca sobre el vestido que no adoraba tanto como pretendía aparentar.


—No sé yo si será muy efectivo ese original método tuyo para acabar con las manchas —comenté, mostrando una sonrisa ante su inusual comportamiento.


—¡Tú! —exclamó ella, mientras se dirigía hacia mí esgrimiendo uno de sus amenazantes dedos—. ¡Todo esto es por tu culpa! ¡No vuelvas a cruzarte en mi camino nunca más!


—¡Vaya! Y yo que venía dispuesto a pedirte disculpas y a proponerte un cese en las hostilidades entre nosotros… —respondí, alzando las manos para demostrar que mis intenciones eran de lo más inocentes, aunque tal vez la pícara sonrisa que exhibía mi rostro cada vez que veía su enfado me delataba, señalando que, por más que intentara ocultarlo, siempre sería un sinvergüenza.


—¡Si tú no hubieras llegado tarde, mi vestido no habría estallado y yo tendría la atención de todos esta noche!


—Cariño, esa atención ya la tienes. Sobre todo la de mi primo Santiago, al que has dejado sin respiración con tus… encantos —anuncié, sin poder evitar recordarle el incidente del botón de su vestido. Algo que me haría reír durante mucho mucho tiempo.


—¡Eres un… un…! —comenzó Paula, apuñalándome con su dedo sin saber cómo terminar su frase, ya que su perfecta educación no le permitía recordar un buen insulto con el que injuriarme.


Para molestarla un poco más, cogí ese impertinente dedo y, atrayéndola hacia mí, le susurré al oído unos cuantos calificativos malsonantes que alguna vez me habían dedicado algunas de mis amistades menos respetables.


Tras sacarle los colores con cada uno de ellos, la solté para observar perversamente su reacción, que no tardó nada en pasar de un avergonzado sonrojo a una airada furia con la que se enfrentó de nuevo a mí con sus hermosos ojos azules que siempre llamarían mi atención.


—Sí, eres todo eso y mucho más… Espero sinceramente no tener la desgracia de volver a cruzarme contigo nunca más.


—Encontrarte con una persona como yo no entraba en tus planes, ¿verdad, preciosa? —le pregunté, pensando en que el que ella se cruzara en mi camino tampoco había formado parte de los míos—. Tan sólo tienes que ignorarme y seguir el rumbo que tus papás te han señalado —le dije, mientras encendía impertinentemente un cigarrillo frente a ella, para escandalizarla un poco más.


—¡Sin duda eso es lo que haré! —respondió decidida, adoptando una recta postura de niña buena con la que me pretendía alejar.


Una rígida y falsa fachada que me sentí tentado de deshacer. De modo que, acercándome provocadoramente a ella, le di un impulsivo beso en los labios, tan sólo un leve roce antes de huir de la sonora bofetada que sin duda me daría si me quedaba demasiado cerca.


—El único problema, Paula, es que yo no soy fácil de ignorar —afirmé impertinente antes de irme, mientras le guiñaba burlón un ojo.


—Sí lo serás, porque ni siquiera sé tu nombre —replicó ella, decidida, mientras daba un indignado portazo delante de mis narices, negándome que tuviera lugar alguno en su vida.


—Eso tiene fácil solución —manifesté, sonriéndole maliciosamente a la puerta que nos separaba, resuelto a lograr que Paula no pudiera olvidarse jamás de mi nombre si nuestros caminos volvían a cruzarse.




CAPITULO 7



—Gracias por haberte fijado en mi vestido, es nuevo. Lo estoy estrenando en esta ocasión —declaró dulcemente Barbara, mientras yo rogaba para que nadie se fijara en mi vestido. 


Desgraciadamente, ése no era mi día.


—Mi hija también estrena vestido, ¿verdad, Paula? —intervino mi madre, extrañándose de yo no contestara a sus palabras y aprovechase la oportunidad para formar parte de la conversación.


Yo me limité a asentir tímidamente con la cabeza, cuando la verdad era que estaba maldiciendo la decisión de mi madre de eliminar esos centímetros de anchura extra que la modista nos había recomendado, mientras intentaba respirar.


Pero al que de verdad maldije con ganas fue al individuo que llegaba una hora tarde, porque como se retrasara un segundo más, iba a hacer el mayor ridículo desmayándome en aquella casa, o, peor aún, haciendo que mi vestido reventara.


Finalmente, viendo lo tarde que era, los Alfonso decidieron empezar la cena sin su invitado de honor, así que nos dirigimos al impecable comedor, en donde una larga mesa adornada con espléndidos manteles blancos con bordados de flores nos recibió con unos deliciosos canapés.


La señora Alfonso nos mostró amablemente nuestros respectivos lugares, y justo en el instante en el que pensé que todo sería más fácil cuando permaneciéramos sentados, ya que al fin podría conversar con el hombre de mis sueños, deslumbrándolo con mi inteligencia, descubrí, al percatarme de que una de las sillas que había junto a mí permanecía vacía, que yo había sido invitada únicamente para entretener al sujeto que se retrasaba. Al menos tenía a Santiago frente a mí, aunque fuese acompañado por aquella perfecta mujer que me recordaba a las detestables muñecas que coleccionaba mi madre.


—Bueno, Paula, me han dicho que te encanta leer… ¿Cuáles son tus autores favoritos? Yo, sin duda, prefiero a los clásicos, aunque hay algunos contemporáneos que comienzan a llamar mi atención y…


Y justo cuando comencé a sonreír para responderle a Santiago y dejarlo sin habla con mi intelecto, el inesperado invitado apareció, poniendo fin a la única pizca de conversación que habíamos mantenido en toda la velada.


—Siento llegar tarde, pero es que me he perdido —declaró despreocupadamente un joven alto, de alrededor de metro ochenta y cinco, revueltos cabellos rubios y desaliñado aspecto, mientras tomaba asiento a mi lado sin preocuparse de arreglarse un poco antes de sentarse a la mesa.


Ante su justificación, todos comenzaron a darle indicaciones, excusando su demora. El desconocido dedicó a todos falsas sonrisas y encantadores halagos, pero yo pude percibir un malicioso brillo en sus intensos ojos azules, que expresaban que en realidad su retraso se había debido simple y llanamente a que le había dado la gana llegar tarde.


—Los retrasos como ése no tienen excusa alguna... —murmuré furiosa entre dientes, recordando todo lo que había arruinado ese hombre con su presencia ese día.


—Los vestidos tan horrendos como ése tampoco —replicó desvergonzadamente en voz baja, mostrando una amable sonrisa, por lo que los presentes creyeron que me estaba halagando—. ¿Puedes respirar, rubita?


—¡Me llamo Paula, y eso no es de tu incumbencia! —contesté tan impertinente como él, devolviéndole la más falsa de mis sonrisas, por lo que todos pensaron que estábamos siendo enormemente educados el uno con el otro.


—No es por nada, pero creo que eso está a punto de reventar… y yo, la verdad, no quiero estar cerca cuando explotes. Los botones son proyectiles muy peligrosos.


—¡Mi vestido no va a reventar ni a dañar a nadie! —murmuré furiosa. Pero para mi desgracia, ante mis violentos movimientos por las palabras de ese insultante invitado, uno de mis botones saltó por los aires, rebotó contra la pared de mi espalda y cayó directamente en la boca del hombre de mis sueños, dejándolo sin aliento, aunque de una manera que yo nunca habría podido llegar a imaginarme.


—¿Decías? —me preguntó el insultante joven que estaba sentado a mi lado, para, a continuación, levantarse rápidamente para acudir en ayuda de Santiago.


Fue el primero en reaccionar y, haciéndole la maniobra de Heimlich, consiguió que Santiago expulsara el botón en cuestión de segundos.


—¿Con qué te has atragantado, Santiago? —preguntó el señor Alfonso, preocupado por su hijo, mientras yo veía avergonzada el botón de mi vestido junto al pie del individuo que me había estado molestando unos momentos antes.


Al percatarme de mi humillante situación, maldije mi suerte ocultando entre las manos mi rostro lleno de vergüenza, ya que dentro de poco sería puesta en evidencia delante de todos.


—Creo que ha sido un bicho —declaró en ese instante el invitado, pisando el botón con su pie, ocultando así mi bochornoso momento al resto de comensales.


Le sonreí agradecida, y ya pensaba en dirigirle algunas amables palabras a mi salvador, cuando el muy idiota derramó una copa de vino sobre mi vestido nuevo, arruinándolo por completo, mientras pasaba junto a mí para recuperar su lugar.


—¡Oh, perdona! ¡Qué torpeza la mía! —exclamó, tendiéndome una servilleta con la que limpiarme, para luego añadir, en voz lo suficientemente baja como para que sólo yo lo oyera—: Eres un peligro. Tanto tú como tu vestido. Créeme: esto es lo mejor, ya que no queremos herir a más invitados, ¿verdad?


Mientras yo fulminaba a ese hombre con mi mirada llena de odio, sin dejar de sonreírle para que nadie sospechara, la amable anfitriona no tardó en hacerse cargo de mi accidente, evitando así que siguiera pensando en las decenas de formas en las que deseaba acabar con ese sujeto.


—¡Oh, Paula, querida! ¡Lo siento mucho! Será mejor que te quitemos cuanto antes esas manchas de vino —manifestó con sincera preocupación la señora Alfonso, conduciéndome hacia el baño para alejarme de esa lamentable reunión en la que yo solamente había hecho el ridículo desde el principio.


En cuanto llegué al baño, metí barriga y aguanté el aire, mientras la madre de Santiago me ayudaba a desabrochármelo. Luego me tendió con amabilidad un albornoz para taparme y se puso a mirar qué hacer con el desastroso vestido.


—Espérame aquí, en el baño. Voy a buscar un poco de soda. Con ella quitaremos la mancha para que este hermoso vestido no quede arruinado — anunció alegremente la perfecta ama de casa, dejando entre mis manos mi odiada prenda.


Yo, por mi parte, la despedí con una estúpida sonrisa, decidida a darle el tratamiento adecuado al vestido en cuanto ella saliera por la puerta.