sábado, 6 de octubre de 2018
CAPITULO 43
—¡Ese chico es el mismísimo diablo! ¡Lo quiero fuera de mis clases, pero ya! —se quejó una vez más Gilbert, el profesor de matemáticas, a Jenkins, el tutor de Pedro Alfonso, que, lo quisiera él o no, siempre estaba metido en algún lío. Sobre todo, debido a su insolencia.
—¿Ha hecho algo inadecuado en tus clases por lo que deba amonestarle, Gilbert?
—¡Sí! ¡Me ha dejado en ridículo una vez más, corrigiendo uno de mis problemas! ¡Y de paso ha hecho que todos mis alumnos se rían de mí!
El profesor Jenkins suspiró. Ya estaba acostumbrado a los aires que se daba ese muchacho, dejando a más de un maestro como idiota, incluido él. Lo malo del asunto era que ese joven siempre tenía razón.
—¿Y ese problema estaba equivocado antes de que él lo corrigiera, Gilbert? —preguntó Jenkins, intuyendo la respuesta.
—¡Ésa no es la cuestión! ¡Lo preocupante es que si sigue dejándonos en evidencia delante de los demás alumnos anulará nuestra autoridad!
—No te preocupes, no eres el primero que se me queja hoy por este mismo motivo. Ya he castigado su insolencia haciéndole escribir un mensaje de disculpa apropiado en las pizarras del aula de castigo, o, si lo prefieres, haremos que dé alguna que otra vuelta de más en clase de gimnasia. Pero Gilbert, óyeme bien: por nada del mundo pienso expulsar a ese muchacho que tanto trabajo me ha costado que asistiera a clase —declaró con rotundidad Jenkins, mientras abandonaba la sala de profesores para asegurarse de que su rebelde alumno hubiera cumplido adecuadamente con su último escarmiento antes de marcharse a casa.
—Sin duda, mi vida sería mucho más fácil si no estuvieras aquí, Pedro Alfonso —gruñó Jenkins, dirigiéndose, borrador en mano, hacia la enorme pizarra del aula de castigo que su alumno había rellenado en su totalidad, tal como él le había indicado. Para su desgracia, las palabras que estaban escritas en ella no eran las más adecuadas para calmar los ánimos de más de un docente.
—«No corregiré a ninguno de mis profesores… —comenzó a leer el profesor Jenkins, las palabras que él había exigido a Pedro Alfonso que escribiera un centenar de veces—, para no señalar su incompetencia» —finalizó Jenkins con una sonrisa resignada en los labios, mientras borraba el añadido de Pedro, con el
que se rebelaba en contra de su injusta reprimenda.
CAPITULO 42
Isaac Jenkins entró una vez más en su aula un tanto apenado, pensando que, a pesar de querer guiar a sus alumnos en el arduo camino hacia su futuro, poco podía hacer por aquellos que no se decidían a asistir a sus clases, por más inteligentes que éstos fueran. Cabizbajo, colocó sus libros sobre la mesa y, tras ignorar el ruido que los chicos hacían, intentando perder un poco más del tiempo dedicado a sus lecciones, carraspeó una y otra vez para llamar su atención, algo que prácticamente nunca funcionaba hasta que comenzaba con sus berridos. Pero en esta ocasión, antes de que alzara la voz, un molesto y potente silbido se hizo notar, logrando que guardaran silencio.
—El maestro ya ha llegado —declaró una desconocida y profunda voz, que hizo que Jenkins mirara con más atención a su nuevo alumno.
Con un aire despreocupado y una vestimenta bastante inapropiada consistente en unos vaqueros rajados, una camiseta desgastada y unas pesadas botas, un chico de unos dieciocho años se sentaba en primera fila. Por los rubios y rebeldes cabellos que llevaba engominados hacia atrás y por sus retadores ojos azules, tan característicos de los Alfonso, el profesor no tuvo dificultad en reconocer que se trataba del esquivo alumno que había evitado asistir a sus clases hasta ese momento.
Jenkins sonrió, satisfecho de que aquella chica hubiera conseguido traer a ese rebelde de vuelta a sus clases. Y, aunque pudiera ser algo complicado, se prometió ser fiel a sus preceptos como profesor y conducir a sus estudiantes por un buen camino en la vida. «Después de todo, no puede ser tan difícil enseñar a ese chaval», pensó Jenkins, mientras veía cómo Pedro intentaba imitar la perfecta postura de buen alumno que otros mostraban y prestaba suma atención a cada una de sus palabras como si estuviera decidido a ser un estudiante ejemplar a partir de entonces…
CAPITULO 41
Una vez más, esa mañana había recibido una llamada telefónica de mi padre en la que me explicaba lo que esperaba de mí, lo que debía hacer ese año mientras me encontrase lejos de casa y, cómo no, me recordó el planificado futuro que me aguardaba una vez que regresara a mi hogar.
Esa conversación me había animado a huir otra vez de mis responsabilidades y a esconderme detrás de mi rebelde comportamiento, que no me llevaba a nada.
Tras salir de casa de mis tíos, me dirigí nuevamente a un garito de apuestas, donde le saqué el mejor partido posible a la mesa de billar.
Aunque ese día no fue todo lo bueno que podía haber sido, ya que mi mente divagaba sobre lo que quería hacer con mi vida, algo que no tenía para nada claro. Pero sí que estaba muy seguro, sin embargo, de lo que no deseaba: por nada del mundo quería seguir los pasos de mi padre y llegar a ser como él. Yo no ambicionaba una vida monótona, con un trabajo en el que no llegaría a nada y casado con una mujer adecuada y perfecta a la que no podría evitar serle infiel, simplemente porque no la deseaba.
Esa pasión que mi padre siempre buscaba fuera, yo anhelaba tenerla también, pero dentro de mi hogar. Y algo que me preguntaba con gran frecuencia era por qué motivo los que me rodeaban no podían dejar que viviera mi vida como me diera la gana, que mis equivocaciones fueran mías y no de otros y que, como cualquier persona, aprendiera de mis errores por mí mismo y no por las advertencias que me hacían los demás.
Sin proponérmelo, conduje mi motocicleta hasta la orilla del embarcadero donde había conseguido lo que más ansiaba en este mundo, aunque sólo fuera por unos momentos. Y, tras tumbarme en el césped, recordé cada una de las caricias de Paula sin poder evitar querer más, algo que me sería muy difícil conseguir cuando mi rebelde rubita se enterara de que yo aún seguía en Whiterlande.
Mientras rememoraba todo lo que había hecho en ese lugar y añadía alguna que otra indecente fantasía en mi imaginación, el sonido de un coche interrumpió mi momento de relax. Al alzar la vista, vi acercarse hacia mí el vehículo de mi persistente primo, un Mercury Cougan, un gran deportivo de cinco puertas y de marcadas líneas europeas, que, junto con el monótono tono
marrón oscuro de la carrocería, lo convertían en un coche bastante aburrido, a imagen y semejanza de su propietario. Ese irritante vehículo no había dejado de perseguirme durante todo el verano y, cuando daba conmigo, su dueño no dudaba en reprenderme una y otra vez por mi inadecuado comportamiento.
Me sentí tentado de alejarme de él en mi moto, mientras le mostraba mi trasero, pero cambié de opinión cuando una airada rubita bajó de ese coche y se dirigió furiosa hacia mí.
No tardé en abandonar mi relajada posición y levantarme del suelo. Sobre todo, por si a Paula se le ocurría darme alguna patada o saltar sobre mí, como hizo en una ocasión encima de uno de sus odiosos vestidos.
—¿Tú también has venido a regañarme? —pregunté molesto, cuando vi más apuntes de ese insistente profesor en sus manos.
—No, yo he venido a llevarte a tu clase. Y, créeme, ¡estaré encantada de hacerlo a patadas! —amenazó Paula, soltando violentamente los apuntes sobre mi pecho y confirmándome con su afirmación que había hecho bien en levantarme y alejarme de sus furiosos piececillos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué armas vas a utilizar para conseguir semejante propósito? —me burlé, mientras alzaba una ceja para provocarla.
—No lo sé, yo no soy como tú: yo no miento, engaño o chantajeo para conseguir lo que quiero.
—¿Estás segura de eso? —repliqué, señalándole a mi primo, que permanecía
alejado de nosotros, admirando nuestra disputa mientras se apoyaba despreocupadamente en su coche con una sonrisa llena de satisfacción.
A pesar de que su presencia me molestaba, en ese momento me venía de perlas para recordarle a Paula las veces que ella había mentido pretendiendo ser otra persona, únicamente para llamar la atención de un hombre bastante idiota.
Pero mi perfecta argumentación se derrumbó cuando la escuché susurrar apenada:
—Yo nunca le he hecho daño a nadie con mis mentiras.
Tras oír estas palabras, no pude evitar cerrar los ojos y, frustrado ante lo que ella tal vez nunca comprendería y yo no sabía cómo explicar, intenté abrirle mi corazón. Qué pena que Paula sólo quisiera pisotearlo...
—Te deseaba, te quería demasiado como para estropear ese hermoso momento en que te rendiste a mis brazos. Algo que únicamente hiciste, por cierto, porque creías que no me volverías a ver jamás —señalé acusador, molesto con ella—. Pero pensaba decirte que no me marcharía de Whiterlande.
—Si no te hubiera vuelto a ver, habrías quedado en mis recuerdos como ese hombre al que nunca podría olvidar. Pero ¿sabes una cosa? Me alegro de que no sea así, ¡ya que a partir de ahora estoy dispuesta a olvidar que alguna vez te cruzaste en mi camino!
—Entonces, ¿qué haces aquí? —exigí, molesto por haber perdido en un instante lo que me había costado todo el verano conseguir.
—¡Reprenderte para que dejes de hacer el idiota y tomes las riendas de tu vida de una maldita vez!
—¡Ah, fabuloso! Y eso me lo dice una mujer que esconde frente a todos su verdadera personalidad y que sólo sigue el camino que sus padres le han dictado.
—Puede que en ocasiones yo me oculte de mis padres y de otros, pero tengo muy claro que no pienso destruir mi vida por ellos, ¡algo que estás haciendo tú al huir de tus estudios! —replicó airada, tras lo que se alejó de mí en dirección
hacia donde se encontraba mi perfecto primo.
—Dime una cosa que hayas hecho sin que tus padres te lo hayan dicho... — le exigí, dispuesto a no dar mi brazo a torcer en esa disputa.
—Acostarme contigo —susurró, tan temerosa como siempre de que otros descubrieran lo atrevida que podía llegar a ser.
Sin poder evitarlo, corrí hacia Paula y, acorralándola entre mis brazos antes de que se alejara para siempre de mí hacia esa perfecta vida en la que yo no tenía lugar alguno, le hice una nueva y atrevida proposición que sabía que nunca podría aceptar, y menos aún cuando los ojos de mi primo no se apartaban de ella.
—Iré a ese maldito instituto, haré esas estúpidas tareas, incluso entraré en el puñetero cuadro de honor si quieres… pero sólo si me besas ahora —propuse, decidido a hacerle ver que no éramos tan distintos como parecía creer y que ella se escondía tanto como yo, e incluso más.
Sus ojos me miraron escandalizados ante mi atrevimiento, y más cuando la acerqué a mi cuerpo cogiéndola del trasero y le mostré el deseo que despertaba en mí. Ella esquivó mi mirada y examinó los alrededores para ver si mi primo miraba, tras lo que me dio un rápido beso en los labios que apenas fue una caricia, para apartarse rápidamente de mí antes de que Santiago se diera cuenta de lo que estábamos haciendo.
—No hay trato —declaré enfadado cuando se alejaba de mí.
—¡Eres un tramposo! —respondió enojada, muy decidida a ganarme en mi juego.
—Eso no ha sido un beso, aunque tal vez sí un bonito recuerdo —dije, recordándole que lo que ella había pretendido que yo fuera en su vida nunca sería posible, y que, una vez más, había conseguido una de sus caricias, aunque fuera con engaños.
Dándole la espalda, me dirigí nuevamente hacia mi apacible lugar de descanso, cuando, de repente, la mano de Paula en mi brazo retuvo mis pasos. Y en el instante en que me volví hacia ella para reclamarle que me dejara marchar, mis palabras quedaron silenciadas en mis labios, ya que ella, atrevida, cogiéndome de la camiseta, me dirigió hacia ella y me besó tan perversamente como yo le había enseñado. Su lengua buscó la mía en la danza del deseo, sus
dientes mordisquearon tentadores mis labios y sus manos pasaron de agarrar mi ropa a acariciar mi pecho.
Me hizo gemir de deseo cuando su cuerpo se acercó más al mío y yo quise rendirme a ella, pero en cuanto mis manos acariciaron su trasero, Paula pareció volver a entrar en razón y, alejándose de mí y de esa parte tan activa de mi persona que reclamaba sus caricias, se declaró vencedora de ese encuentro.
—Ahora no tienes excusa —me susurró, apuntándome amenazadora con un dedo para después pasar dignamente por delante de mi sorprendido primo y subirse como si nada en su coche, como si ese beso nunca hubiera ocurrido.
—Definitivamente, Paula, tienes que ser mía… —declaré una vez más, mientras grababa en mi recuerdo la imagen de mi boquiabierto primo Santiago, asombrado por el atrevimiento de esa chica.
Viendo cómo se alejaba de mí la única mujer que siempre haría frente a mis juegos y a mis atrevidas apuestas, dejándonos a mi primo y a mí como unos idiotas, no pude evitar rendirme ante sus encantos y pensar que Paula era la
única que había conseguido que yo me decidiera por algo en mi desordenada vida: estar junto a ella.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)