lunes, 8 de octubre de 2018

CAPITULO 49





Los días transcurrían rápidamente en el instituto. 


El momento en que los jóvenes dejarían de ser meros adolescentes para convertirse en adultos cada vez se acercaba más, pero mientras tanto, disfrutaban de una despreocupada vida en la que apenas tenían inquietudes. O al menos eso era lo que siempre pensaban los mayores que los observaban desde lejos.


A escondidas de sus padres, los rebeldes que acudían cada noche al bar de Zoe llenaban con las locuras de los Alfonso las apuestas de aquella pizarra que se estaba haciendo famosa, especialmente las apuestas relacionadas con la extraña pareja que formaban Paula Chaves y Pedro Alfonso.


Pedro no dejaba de perseguir a Paula, atribuyéndose ante cualquiera que quisiera escucharlo el papel de novio de la muchacha, mientras que Paula, por su parte, intentaba ignorarlo, al tiempo que fijaba sus ojos en el tranquilo y pacífico Santiago, aunque no podía dejar de alterarse cada vez que Pedro se acercaba a ella.


A pesar de que casi todos apostaron que el agitador de Pedro Alfonso no tardaría en abandonar nuevamente los estudios, él seguía manteniendo la promesa que Paula le había arrancado a cambio de un beso, y en lugar de huir de las dificultades que encontraba en su camino, Pedro se enfrentaba a ellas, porque sabía que el premio final de su apuesta valdría la pena.


—¿Qué piensas hacer el día de mañana, Pedro? —le preguntó con
preocupación Isaac Jenkins a su más prometedor alumno, cuando vio el cuestionario de sus aspiraciones en blanco.


—No lo sé, tal vez me haga docente —respondió Pedro maliciosamente, sólo para torturarlo.


—¡No, por Dios! La última vez que te propuse que ayudaras a varios de tus compañeros siendo su tutor en clases complementarias, todos vinieron llorando para que los examinara lo antes posible, únicamente para librarse de ti.


—Pero aprobaron, ¿no? —preguntó Pedro orgulloso, sin desvelar los cuestionables métodos que había utilizado para enseñar a sus compañeros.


—Dejemos de lado la posibilidad de ser maestro por el momento. ¿Qué más has pensado sobre tu futuro?


—No lo sé.


—¿Vas a ir a la universidad?


—No lo sé.


—¿Qué profesión te interesa?


—No lo sé.


—¿Tienes algo claro sobre lo que quieres hacer en la vida? —preguntó el abnegado profesor entre suspiros, mientras intentaba ayudar a ese rebelde muchacho que, aunque en ocasiones parecía muy seguro de sí mismo, en realidad estaba tan perdido como todos los demás.


—Sólo sé que no quiero trabajar en una fábrica —contestó Pedro seriamente, dejando a un lado las bromas, mientras se mesaba los cabellos con frustración, al recordar los últimos gritos que le había dedicado su padre acerca de lo que debía hacer con su futuro.


—Bueno, por lo menos sabes lo que no quieres hacer —declaró Isaac, mostrándole una sonrisa de ánimo a su alumno—. Piensa en algo que te apasione… a excepción de las chicas y las apuestas —añadió el señor Jenkins cuando vio como Pedro estaba a punto de interrumpirlo con alguno de sus mordaces comentarios que no llevaban a nada—. En el instante en que encuentres esa pasión que mueve tu mundo, búscame y seguiremos hablando —
concluyó Jenkins poco antes de dejar que su alumno se marchara.


Cuando volvió a encontrarlo más tarde por los pasillos, mirando con decisión a Paula, Jenkins pensó que el amor era lo único que podía convencer a ese chaval de moverse hacia el futuro para buscar su camino.




CAPITULO 48




«Definitivamente, Pedro ha conseguido que Paula se ponga esas bragas», pensaba Zoe, mientras ayudaba a su padre en el restaurante familiar, al observar cómo, desde las lejanas mesas que separaban a sus familias, el desvergonzado Pedro Alfonso mostraba en su rostro una radiante sonrisa y la avergonzada Paula dedicaba más de una furiosa mirada hacia donde él se encontraba.


Perdida en sus pensamientos acerca de las ganancias que las apuestas sobre ese escandaloso muchacho le estaban haciendo ganar, apenas prestó atención a las quejas de su padre, que ese día estaba más gruñón que nunca.


—¡Zoe! ¡Date prisa con tu trabajo, que los clientes esperan!


—Sí, papá —contestó ella ante otro más de los reclamos de su padre, que no había dejado de atosigarla durante toda la mañana.


Sin tomarse ni un minuto de descanso, hizo su trabajo y no se permitió plantear ante su padre las quejas que tal vez solamente la llevarían a una discusión. Porque Mario Norton, ese hombre de cincuenta años, con su metro noventa de estatura, su rudo aspecto, su barba pelirroja, de basto comportamiento y pensamiento cerrado, siempre tenía razón. O al menos eso era lo que Mario aseguraba delante de su hija.


Impaciente por comenzar con el negocio que verdaderamente les dejaba el dinero que su familia necesitaba, Zoe terminó de recogerlo todo y se preparó para cerrar el local con la intención de volver a abrir por la noche. Para su desgracia, su padre en esta ocasión no parecía tener ganas de marcharse y, tras desplomarse tras la barra con la única compañía de una consoladora cerveza, comenzó a quejarse de todos los males que asolaban su vida.


—Si hubieras sido un hombre… —suspiró, mirando con desánimo a su hija.


—¡Estoy harta de que siempre me digas lo mismo, papá! ¡Habérselo comentado a tus espermatozoides antes de traerme a este mundo! —declaró Zoe, molesta por cada uno de sus lamentos, que siempre la infravaloraban simplemente por ser mujer.


—¡Zoe, ¿quién te ha enseñado semejante vocabulario?! —exclamó Mario, mientras se levantaba, ofendido por la brusquedad de las palabras de su hija.


—Tú mismo —señaló despreocupadamente Zoe, haciendo que su padre volviera a sentarse al reconocer la veracidad de sus palabras.


Abriendo una fría cerveza, Zoe no tardó en tomar asiento a su lado y esperar con paciencia a que él le confiara el motivo de sus lamentos.


—No creo que podamos seguir con este negocio, no tenemos demasiadas ganancias y los bancos me cobran intereses cada vez más altos —comenzó Mario con frustración, mesándose el pelo preocupado.


—¿Y crees que si yo tuviera un pene se solucionarían nuestros problemas de la noche a la mañana, padre? —preguntó Zoe, alzando inquisitivamente una ceja.


—Creo que pasas demasiado tiempo en el bar —indicó Mario, intentando dejar de escandalizarse por las descaradas palabras de su hija—. Y no, Zoe, pero los bancos tienen más confianza en los hombres, y cuando les digo que la persona que me ayuda a dirigir este negocio es mi hija, siempre se echan para atrás.


—Entonces tal vez debas conseguir ese dinero de otra manera. Si quieres, puedes poner en práctica alguna de esas ideas mías que siempre descartas con tanta celeridad.


—Zoe, ¿acaso piensas que todo será tan fácil? ¿Que el dinero caerá de los árboles en cuanto lleves a cabo alguno de tus alocados planes? Sería mejor que dedicaras tu tiempo a cosas un poco más femeninas, como la jardinería, la repostería o…


—No me gustan las flores, papá, y eso de hacer dulces no es lo mío. Por eso he decidido utilizar mi tiempo libre en otras cosas —dijo Zoe, mientras depositaba ante su atónito padre un enorme bote de cristal lleno del dinero que había estado ganando todas las noches que había abierto su bar.


—¿Cómo? ¿Qué? En serio, Zoe, ¿cómo has podido desobedecerme y…? — declaró Mario, sin querer dar su brazo a torcer, mirando esperanzado el dinero que podía salvar su negocio—. Bueno, que pase por esta vez, hija. Pero… todo este dinero… ¿lo has conseguido de una forma legal? —preguntó un tanto escéptico Mario, recordando la pizarra de apuestas que había desaparecido de su almacén y el nuevo personaje que había llegado a Whiterlande para escandalizar a sus vecinos.


—¿Estás seguro de que quieres saberlo? —preguntó Zoe, alzando impertinente una ceja.


—No, definitivamente yo no sé nada de lo que estás haciendo aquí. Y creo que, en efecto, no quiero saberlo —dijo Mario, arrojándole
despreocupadamente las llaves a su hija, concediéndole permiso para llevar a cabo cada una de sus locuras, mientras él simulaba no saber nada de lo que estaba ocurriendo en su bar. O tal vez debería comenzar a decir en el bar de Zoe…




CAPITULO 47




Maldije a mi necio corazón cuando se aceleró de nuevo ante las palabras de ese mentiroso para el que yo seguramente sólo había sido una aventura de verano. Por más que Pedro me dijera lo contrario, yo estaba más que decidida a
no volver a confiar en él. Era un hombre engañoso, taimado y un jugador que nunca estaría contento con una sola apuesta como podía ser yo.


¿Por qué tenía que creer que yo era su elección definitiva, que había puesto su corazón en juego yendo detrás de mí y que no pensaba perder?


Airada por sentirme tentada a creer en él, pateé varias veces la maldita caja.


Pero cuando la cogí del suelo para tirarla por la ventana, decidí echar otra mirada al llamativo regalo de Pedro.


Aunque esa ropa interior era un poco atrevida, también parecía más cómoda que la que yo solía llevar. El tejido era más liviano, el sujetador parecía alzar los pechos en vez de aplastarlos, y las trasparencias eran simples adornos tras un forro de suave seda. Las braguitas no parecían llegar hasta la cintura, pero tapaban lo suficiente como para no enseñar demasiado. 


Además, tenían unos lazos rosa muy monos que me gustaron.


Observando el conjunto más detenidamente me di cuenta de que era de mi talla. Me pregunté cómo había conseguido Pedro conocer las medidas exactas de mi cuerpo. Tal vez sus palabras eran ciertas y se había fijado en mí con bastante atención.


Ese escandaloso regalo, al igual que su dueño, me tentaba demasiado, así que decidí probármelo para ver qué tal me veía tan pecaminosamente como Pedro me había imaginado, antes de lanzarlo por la ventana.


Tras tardar un millón de años en deshacerme de mi apretado vestido, la horrible faja que cada vez estaba más decidida a quemar y el apretado sujetador que me asfixiaba, me sentí ligera y aliviada con ese conjunto. Era como si no llevara nada puesto y eso me liberaba. No pude evitar encender la radio que había llevado a mi cuarto y bailar en ropa interior alrededor de mi habitación.


Mis pasos se detuvieron cuando un pervertido, del que parecía que nunca podría deshacerme, asomó la cabeza por mi ventana, demostrándome que había caído otra vez en uno de sus trucos al dejarme tentar por su regalo. Pero definitivamente, nunca cometería el error de volver a dejarme engañar por él.


—¡Ya sabía yo que ese modelito estaba hecho para ti!


—¡Sal de mi casa, mirón pervertido! —exclamé, tapándome con uno de los cojines que adornaban mi cama.


—Cariño, no me has enseñado nada que no haya visto ya —repuso Pedrorecordándome nuestra noche de pasión y provocándome para que le arrojara el cojín a la cara. Pero si hacía eso quedaría nuevamente demasiado expuesta ante él, así que le señalé la ventana para que se alejara de mi vida arrojándose por ella.


—¡Vete de aquí, pero ya! —ordené airada, mientras lo fulminaba con la mirada.


—Vale, vale… ya me voy —se rindió Pedro, alzando las manos.


Para mi desgracia, cuando se disponía a marcharse oí el coche de mis padres, e importándome muy poco mi desnudez, tiré de Pedro hacia el interior de mi habitación para que no descubrieran su presencia cuando él bajara despreocupadamente por el árbol que había junto a mi ventana.


—¡Ayúdame a ponerme esto! —le grité, mientras trataba de volver a vestir la estricta ropa que debía llevar, algo que no podría conseguir sin ayuda.


Pedro y yo lo intentamos todo para introducirme en la espantosa faja, cogí aire hasta quedarme sin respiración, él tiró de ella hasta casi romperla, incluso di ridículos saltitos por toda la habitación… pero nada, la maldita prenda no pasaba de mi trasero, porque yo me negaba a desnudarme delante de Pedro.


Las carcajadas que éste intentaba aguantar al verme en esa ridícula situación podían llegar a descubrirnos, por lo que decidí esconder con rapidez mi ropa en el armario y ocultarme bajo las sábanas de mi cama con el grueso edredón que mi madre se empeñaba en que usara, hiciera frío o no.


—¡Mierda! ¡Mi madre! —maldije desesperada cuando oí que los pasos de mi progenitora se acercaban—. ¿Qué demonios haces? —exclamé sorprendida, cuando vi a Pedro metiéndose debajo de mi cama.


—¿Tú qué crees? Esconderme del peligro.


—¿Sabes?, en una ocasión tuve un sueño en el que tu primo y tú os escondíais debajo de mi cama —dije en ese momento, extrañada con que los actos de ese sujeto fueran igual de atrevidos en la vida real como en mis sueños.


—No fue un sueño —replicó Pedro, confirmándome la verdad: que yo nunca
tendría unos pensamientos tan atrevidos como sus acciones.


—Bueno, pues tu plan no funcionará; desde entonces, mi madre mira todos los días debajo de la cama.


—¡Mierda! ¿Y ahora qué hacemos?


Y sin saber cómo salir de esa situación y con los pasos de mi madre cada vez más cerca de mi cuarto, lo arrojé a la cama y, subiéndome atrevidamente encima de él, nos tapé a ambos con el caluroso edredón, simulando que lo que tenía abrazado debajo de mí no era el cálido y duro cuerpo de un hombre, sino la blanda almohada que solía abrazar para dormir.


Lo malo de mi precipitada decisión era que las almohadas no se movían, pero Pedro sí, pensé mientras veía a mi madre entrar en mi habitación, a la vez que una parte de ese hombre comenzaba a reaccionar demasiado ante mi proximidad y la de ese conjunto que finalmente estaba consiguiendo ver muy de cerca.


—¿Qué te pasa, Paula? ¿No te encuentras bien? —preguntó mi madre cuando me vio arropada con el edredón.


—No, mamá, me siento un poco enferma. Creo que tengo algo de fiebre ya que estoy acalorada —contesté, simulando una voz afectada, que no tardó en tornarse así de verdad cuando Pedro, que escondía la cabeza entre mis pechos, comenzó a usar atrevidamente la lengua y apartó aquel llamativo sujetador con los dientes, mientras yo no podía hacer nada.


—Parece que es verdad que te encuentras mal. Tal vez sea un virus —apuntó mi madre con preocupación, mientras yo escondía mi rostro sonrojado de su mirada cuando ese hombre introdujo uno de mis excitados pezones en su boca y comenzó a torturarlo con sus pecaminosos dientes.


—¿Crees que debería llamar a un médico? —me preguntó mi madre a continuación, haciendo que mi cuerpo se tensara ante la posibilidad de que el médico viniera y se encontrase con lo que había debajo de mis sábanas.


—¡No! —grité hacia mi madre, pero también hacia Pedro, que comenzaba a introducir atrevidamente sus dedos dentro de mis nuevas braguitas, provocando que, a pesar de la situación, me excitara ante sus expertas caricias.


—Bueno, no te preocupes. Sé que siempre has tenido miedo al médico, sobre todo a sus inyecciones —manifestó mi madre, haciendo que el perverso individuo que se ocultaba debajo de mí se lo tomara como una invitación para
introducir uno de sus dedos en mi interior, mostrándome el tipo de inyecciones quería darme.


—No… de verdad, mamá… Estoy segura de que sólo es un simple resfriado del que me desharé muy pronto —dije entrecortadamente, mientras Pedro introducía otro de sus dedos en mi interior y comenzaba a penetrarme con ellos,
a la vez que acariciaba el lugar más sensible de mi cuerpo. Sin duda se molestó con mi comentario, ya que mi pecho recibió uno de sus aleccionadores mordiscos, mientras seguía torturándome con su lengua.


—Aaaah —gemí, sin poder evitarlo.


—No te preocupes, cariño. Ahora mismo voy a llamar al señor Shaw y no voy a parar de atosigarlo hasta que venga esta misma noche a casa para verte —declaró mi madre, decidida, saliendo de mi habitación.


En cuanto ella desapareció, ese desvergonzado estableció un ritmo más acelerado con sus atrevidos dedos entrando y saliendo de mi cuerpo, mientras no dejaba de acariciar mi clítoris. Ante el placer que comenzaba a subyugarme, quise apartarme de él, pero Pedro me lo impidió agarrando con fuerza mi trasero, mientras guiaba mis movimientos a la vez que su boca no dejaba de devorar mis senos haciéndome temblar de deleite.


Me estremecí entre sus brazos en busca del goce y el éxtasis que sabía que Pedro podía hacerme experimentar, y al fin me rendí a él una vez más. Mientras mordía la almohada para amortiguar mis gemidos, moví las caderas
descontroladamente sobre su mano, abandonándome al orgasmo al que él me
llevaba. Extasiada y saciada, caí sobre su cuerpo a la espera de un cariñoso abrazo o de más de sus fervorosas caricias, pero Pedro se apartó de mí y, despojándonos de las calurosas sábanas que nos habían ocultado hasta entonces, se alejó de la cama.


Cuando se marchaba, noté en su rostro una de sus maliciosas sonrisas.


Después de asomarse por la ventana para asegurarse de que mi padre ya había terminado de disfrutar de su cigarrillo en el jardín, se dispuso a separarse de mí para que nadie descubriera lo atrevida que podía ser cuando estaba a su lado.


—Descansa mucho, Paula. Estás muy malita, aunque ambos sabemos que el tipo de inyección que requieres no te la puede dar ese médico —murmuró jocosamente, ante lo que le arrojé mi almohada.


Por suerte, mi impetuosa madre no consiguió que el médico cediera ante sus inoportunas peticiones y a mí me dio tiempo de esconder mi llamativa lencería debajo de un viejo camisón. 


Mis padres pronto consideraron mi supuesto
malestar como una falsa alarma al verme milagrosamente recuperada, pero para mí ese día quedó claro que en realidad sufría de una enfermedad de la que nunca podría deshacerme y que de nuevo alteraba mi corazón, haciéndolo palpitar por el hombre inadecuado.