martes, 16 de octubre de 2018

CAPITULO 75




Tras pasarme toda la noche jugando en uno de los tugurios más peligrosos que conocía, en el que estaban permitidas apuestas muy elevadas, conseguí el dinero que se necesitaba para salvar el bar de Zoe y de su padre. Me faltó poco y casi no llegué a tiempo a causa de una precipitada pelea con algunos hombres que no sabían perder, pero finalmente me presenté dispuesto a detenerlo todo, sin saber que la rebelde chica que había conocido tenía más agallas que yo y había conseguido lo que yo aún no había logrado con mi rebeldía: que sus padres la escucharan al fin.


Me asombré mucho al ver que el hombre que había tratado tan rígidamente a Paula en más de una ocasión, esta vez la acogía entre sus brazos dándole su apoyo. Tal vez desde su privilegiada posición dentro del bar, el padre de Paula había oído alguna de las palabras que me contaron que había gritado ella, desvelando su carácter y personalidad, con lo que el señor Chaves por fin había comenzado a comprender a su hija.


Aunque eso no significaba que estuvieran de acuerdo en todo, ya que mientras que para Paula solamente tenía bonitas palabras, tiernas sonrisas y gestos llenos de cariño, a mí me dirigía alguna que otra severa mirada y amenazadores gestos, ante los que, sin duda, cualquier otro chico se habría amilanado.


Contesté al señor Chaves como sólo yo sabía hacerlo: dedicándole una de mis sonrisas mientras brindaba por su noble acción alzando mi cerveza. Él negó resignadamente con la cabeza hacia mi respuesta a sus silenciosas amenazas y yo continué disfrutando de mi cerveza, esperando el momento oportuno para poder hablar con él.


La celebración por la reapertura del bar se prolongó hasta tarde y hubo aplausos y vítores cuando el padre de Zoe mostró un cartel con el nuevo nombre de su establecimiento: EL BAR DE ZOE, como ya era popularmente conocido entre sus parroquianos nocturnos habituales. 


Elegantes letras blancas sobre un fondo
negro, con el detalle de que por las noches esas letras se iluminarían con un escandaloso tono rojo, haciendo ese cartel igual de llamativo que su dueña.


—Creí que lo único que nos quedaría después de hoy sería este cartel — confesó Mario, mientras le entregaba el presente a su hija, riendo aliviado ante el hilo tan fino del que había pendido su negocio—. Ahora veo que a este bar le quedan muchos días por abrir, pero esos días ya no serán para mí —anunció, cediéndole las llaves de su negocio a Zoe, que comenzó a llorar desconsolada.


—Papá, cuánto me alegro de que al fin me hayas reconocido como tu digna sucesora, a pesar de no tener pene —bromeó ella.


—Bueno, si tuvieras uno ya no serías mi adorada hija —repuso Mario, riendo ante sus palabras, mientras la abrazaba con cariño para calmar sus lágrimas.


Después de este tierno gesto, los clientes no dudaron en despilfarrar en ese bar lo que no habían gastado en semanas, con lo que el cierre se postergó hasta las tantas.


Cada pocos minutos, el señor Chaves y yo nos mirábamos por encima de la multitud, buscándonos el uno al otro para asegurarnos de que ninguno de los dos se había marchado. Tenía muchas cosas que decirle, y todas ellas se referían al mismo tema: qué debía hacer para que me permitiera acercarme a Paula y formar parte de su vida.


Finalmente, a las dos de la madrugada nos quedamos a solas en el bar. Paula ya se había marchado, acompañada, cómo no, por el noble Santiago. Tal vez en otro momento yo habría corrido para llevarla a su casa, pero en esos instantes sabía que mi futuro con ella dependía de esa charla, por lo que seguí esperando.


Cuando ya solamente quedábamos en el bar de Zoe el señor Chaves y yo, el padre de Paula se dirigió hacia mí con paso firme y, sentándose a mi lado, dio inicio a la conversación que yo había esperado ansioso durante toda la noche.


—Algunas personas me han hecho ver que no eres un mal muchacho. Eres un joven demasiado listo para tu bien, un buen trabajador, aunque algo torpe con la mecánica, tienes mucho coraje y no te importa ayudar a quien lo necesite…


Cuando el señor Chaves comenzó a ensalzar mis virtudes, no pude evitar abrir la boca gratamente sorprendido, para darle toda la razón, aunque no llegué a emitir sonido alguno, ya que ese hombre me conocía demasiado bien.


—… Aunque tal vez esa ayuda tuya venga motivada porque quizá fueras tú mismo quien metió en problemas a estas personas con tu atolondrado comportamiento. Te encanta escandalizar a la gente, adoras jugar, porque sabes que vas a ganar casi siempre, no tienes ni idea de qué narices quieres hacer en la vida y nunca piensas en el mañana. Además del pequeño detalle de que no te importa romper las reglas, con tal de conseguir lo que quieres, y ahí está el problema entre nosotros: que lo que quieres en estos instantes es a mi hija, y ella no es ningún juego.


—Yo no juego con Paula —dije seriamente, haciendo que el señor Chaves alzara escéptico una ceja—. Bueno, al menos no como usted piensa —añadí, intentando rectificar mi mentira, con lo que sólo conseguí un amenazante gruñido del padre de Paula, cuando comenzó a especular sobre cómo jugábamos ella y yo.


—Muchacho, no te juegues la oportunidad que te estoy dando, a saber por qué... —me advirtió Tomas Chaves, logrando que guardara silencio, mientras prestaba atención a cada una de sus palabras—. Tus defectos y tus escasas cualidades se compensan por el momento, así que, como te encanta jugar, he decidido que tú y yo acordemos una última apuesta en la que yo pondré las reglas.


A pesar de lo mucho que me gustaba el juego, temblé al pensar en las normas que podía inventarse ese hombre. Y más cuando gritó con una maliciosa sonrisa en los labios:


—¡Mario, saca la pizarra de Zoe!


Para mi asombro, sobre esa pizarra aparecían escritas decenas de imaginativas apuestas referentes a Paula y a mí. No pude evitar fulminar a Zoe con la mirada cuando leí algunas, ante lo que ella simplemente se encogió de hombros con una sonrisa.


El señor Chaves le dio la vuelta a la pizarra y en su lado limpio, donde no había ninguna anotación, comenzó a escribir su tortuosa apuesta.


—Un trabajo, una casa propia y que mi hija te elija por encima de todo... Ésos son mis pequeños requisitos para aceptar esa relación.


«Bueno —pensé despreocupadamente, mientras revisaba las condiciones del señor Chaves—, el trabajo ya lo tengo, aunque sólo sea de media jornada y temporal. Y la casa, con algunas noches de intensas apuestas, tal vez podría…», pero todas mis especulaciones se derrumbaron en un instante en cuanto el señor Chaves continuó explicando sus reglas para nuestro acuerdo.


—Desde este momento, no quiero que te acerques más a una mesa de juego. Si quieres a mi hija en tu vida, nada de partidas. Y ni que decir tiene que no puedes utilizar las apuestas para ganar el dinero para conseguir esa casa.


—Mierda… —mascullé, al ver como se iban por el desagüe todas mis ideas.


—Bueno, ¿qué opinas? ¿Lo conseguirás, no lo conseguirás? —me preguntó él burlonamente, mientras jugueteaba con la tiza que tenía entre sus manos, tras escribir a un lado de su pregunta un pequeño «sí» y en el opuesto un gran «no».


Para tocarme más las narices, escribió su nombre debajo del «no», a la vez que dejaba un billete de cien dólares sobre la barra—. Yo digo que no. Pero el resultado todavía está por ver, ¿verdad? —concluyó, dedicándome una socarrona sonrisa, mientras se disponía a salir del bar.


En ese momento me derrumbé sobre la barra del bar de Zoe, preguntándome cómo podría salir del lío en el que me había metido ese hombre. Justo entonces, el señor Chaves dejó caer una última advertencia, con la que fui más
consciente que nunca de que tal vez esa apuesta sería la más arriesgada de mi vida, porque era incapaz de saber si podría llegar a ganarla.


—¡Ah, se me olvidaba un último detalle! Nuestra apuesta tienes una duración limitada: hasta que termines el instituto, ya que tu tío ha encontrado un nuevo trabajo en Londres y mi familia y yo nos volveremos a la ciudad cuando termine el curso.


—¡Tres meses! ¡Joder! ¡Sólo tengo tres meses para conseguir todo esto!


—Nunca dije que jugar contra mí fuera fácil, chaval, unas veces se gana y otras se pierde. Y tú te has acostumbrado a ganar con demasiada facilidad. Veamos cómo te sienta una derrota —declaró sarcástico el padre de Paula, haciendo que me sintiera estafado ante nuestro acuerdo.


No obstante, no perdí más el tiempo en la barra de ese bar y salí decidido a ganar la que sería la última apuesta para mí a partir de ese momento, ya que Paula era un premio demasiado importante que no querría perder nunca, y que,
si lo hacía, me arrepentiría para siempre, pues ella me había ganado desde el primer momento en que se cruzaron nuestras miradas. Así, puse mi corazón en juego. Sólo por ella




CAPITULO 74




A pesar de la silenciosa protesta de los jóvenes, sus padres continuaron sin escucharlos y pensaron que, si cerraban definitivamente el establecimiento de Zoe y Mario, eso haría que sus hijos terminaran con su desafiante actuación.


El pueblo comenzó a dividirse en dos bandos: por un lado, la mayoría de los padres, unos que apoyaban el bar de Mario abiertamente yendo a su establecimiento y otros que iban clandestinamente en busca de unos instantes de descanso y alguna que otra cerveza; y por el otro lado, las madres más estiradas, que se organizaron en un comité, momento en el que muchos se echaron a temblar ante la presión que podían llegar a ejercer una multitud de amas de casa cabreadas.


Las sutiles consecuencias de sus demandas no se hicieron de rogar cuando los maridos comenzaron a verse privados de sus comidas favoritas, de su ropa limpia e incluso de sus agradables noches de sueño al ser desterrados al sofá. Y de este modo, todos y cada uno de los hombres del pueblo dejaron de ir al bar.


El banco siguió ejerciendo presión por su parte hasta el último instante y, finalmente, el día en que la policía iba a clausurar ese establecimiento para siempre por orden judicial a instancias del banco, todos se vieron sorprendidos ante la protesta silenciosa que los jóvenes realizaban con la intención de ser escuchados.


Todos se mantenían disciplinadamente inmóviles delante del local de Zoe y, como venían haciendo desde hacía semanas, silenciosos y sin moverse, defendieron su postura ante lo que ellos creían injusto, aunque en esta ocasión había una peculiaridad: cada uno de los jóvenes estaba metido dentro de una gran caja de cartón y plástico adornada al estilo de las que guardaban aquellas lindas y perfectas muñequitas con las que jugaban las niñas. En este caso, los propios jóvenes de Whiterlande eran los muñecos que esperaban en su interior,
manteniendo rígidas posturas con las que pretendían mostrar su descontento.


Ante tan extravagante protesta, los policías del pueblo, poco acostumbrados a lidiar con escenas como ésa, no supieron qué hacer. 


Finalmente, tras soltar alguna que otra risita, se hicieron a un lado cumpliendo las órdenes del jefe de policía, para dejarlo todo en manos de las impacientes madres que los seguían, incordiándolos constantemente para que ejercieran su deber.


—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —gritó Melinda Chaves, madre de Paula y una de las cabecillas de esa asociación que veía con indignación cómo se burlaba su hija de ella con esa protesta—. ¿Qué es lo que pretendéis lograr con esta necia e infantil actitud?


—¿Qué pretendemos? ¡Que nos respetéis y tengáis en cuenta nuestra opinión, madre! ¡No somos muñequitos, aunque vosotros creáis que sí y que podéis manejarnos siempre a vuestro antojo! ¡Cerrar este bar es una forma más de manipularnos para llevarnos hasta donde vosotros queréis, sin dejarnos ser nosotros mismos! —replicó Paula a gritos, saliendo finalmente de su envoltura de plástico para enfrentarse con su madre.


—Estoy segura de que todo esto ha sido instigado por ti. Desde que conociste a ese chico no eres tú misma y te rebelas contra mi autoridad a la menor oportunidad, tú…


—Mamá —la interrumpió Paula—, yo nunca seré una chica de medidas perfectas, como esas lindas y odiosas muñecas con las que no dejas de compararme. Nunca dejarán de gustarme los dulces o la música a un volumen alto; no dejaré de bailar vestida con mis ajustadas mallas por toda la casa en tu ausencia, ni dejaré de odiar las estúpidas veladas de té que organizas con tus altivas amigas que solamente saben criticarme. Tampoco dejaré de aborrecer esos apretados vestidos ni esas malditas fajas que me obligas a llevar, y jamás renunciaré a querer ser algo más que una simple ama de casa y, sobre todo, y tenlo claro de una vez, madre, ¡nunca, pero nunca, dejaré de amar a Pedro Alfonso! ¡Así soy yo, mamá! ¡Mírame de una maldita vez y acéptalo! —gritó Paula a voz en grito, revelando su verdadero ser a su madre.


Melinda, atónita ante las atrevidas confesiones de su hija, se quedó en silencio. A continuación, todos y cada uno de los jóvenes que acompañaban a Paula en su protesta comenzaron a salir de las cajas que los contenían para revelarse tal como eran, pese a que sus padres se negaran a reconocerlo.


—¡No creáis que con vuestra ridícula protesta vais a impedir que cerremos este endemoniado local! ¡Es un lugar indecente, que nunca deberíais haber pisado! —chilló airadamente otra de las empecinadas madres cuando recuperó su voz, tras escuchar la escandalosa revelación de su hija.


—Pues hasta hace bien poco era un sitio de lo más adecuado, mamá, y veníamos muy a menudo a comer —le señaló una chica a su indignada madre.


—¡Eso era hasta que nos enteramos de lo que hacíais por las noches ahí dentro!


—¿Y qué creéis que hacíamos por las noches en el bar de Zoe, sino alejarnos de vuestras agobiantes y opresivas exigencias y de ese papel que siempre nos adjudicáis para evitar que seamos nosotros mismos? —exclamó otro de los jóvenes, muy indignado.


—¡Yo leía poesía en el bar de Zoe! —confesó el capitán del equipo de fútbol americano, para quien ese deporte era poco menos que una obligación impuesta por su padre.


—¡Yo bailaba! —apuntó una apocada chiquilla, cuyo rostro estaba prácticamente oculto por unas enormes gafas.


—Yo cantaba jazz —dijo una de las integrantes del coro de la iglesia.


—Yo sólo me bebía una cerveza —intervino otro muchacho—, pero ya tengo edad para hacerlo.


—¡Ahí lo tenéis! ¡Esa tal Zoe repartía alcohol indiscriminadamente y…!


—A los menores nunca les servía alcohol, y si los pillaba intentando beber, los echaba de su local —interrumpió airado un joven con aspecto intelectual, antes de proseguir—. Admitidlo: no tenéis ninguna puñetera excusa para fastidiar a esta familia como lo estáis haciendo, salvo el hecho de que queréis que nosotros continuemos obedeciéndoos como niños pequeños y no queréis percataros de que ya hemos crecido y de que somos perfectamente capaces de tomar nuestras propias decisiones.


—Sólo lo hacemos por vuestro bien —declaró empecinada la madre de ese chico.


—¡Y una mierda! ¡Lo hacéis por el vuestro! —chilló una de las chicas que tenía un aspecto más modosito, sacando a relucir su verdadero genio.


—Siento interrumpir esta disputa, pero la hora estipulada para el pago de la deuda que posee este establecimiento con el banco está a punto de expirar, y si nadie tiene ese dinero, tendremos que proceder a clausurar y embargar el local, siguiendo nuestras órdenes —declaró finalmente el responsable de la policía, tomando cartas en el asunto tras recibir una llamada del director del banco.


Las madres sonrieron satisfechas por la noticia recibida, mientras los jóvenes formaban una cadena humana delante del local.


La policía ya se dirigía hacia ellos para disolver la protesta, cuando una estruendosa motocicleta llegó al lugar y Pedro Alfonso, desaliñado, sucio y con unas enormes ojeras, bajó precipitadamente de su vehículo para dirigirse hasta el representante del banco, que se encontraba junto al jefe del destacamento policial. Y, ante el asombro de todos, depositó en sus manos el dinero que salvaría el local de Zoe un mes más.


—Espero que con esto sea suficiente para detener este absurdo espectáculo —manifestó Pedro, señalando el escándalo que los rodeaba.


—Sí, al menos de momento —repuso con cansancio el trabajador de ese frío banco, que en realidad tampoco quería cerrar el local en el que solía disfrutar de una fría cerveza con bastante frecuencia.


—Creo, señores, que con esto nuestro trabajo aquí ya ha finalizado — anunció el policía mientras se retiraba, lavándose así las manos ante ese problema que nada tenía que ver con ellos.


—¡Esto es indignante! —empezó a chillar Melinda, muy enfadada—. ¡Este bar debería estar cerrado, ya que sólo acuden a él personas indecentes, de baja catadura moral y…!


—Melinda, querida, cállate de una vez. Tus gritos no me dejan disfrutar de mi cerveza —declaró Tomas Chaves, saliendo despreocupadamente del local que su esposa y aliadas pretendían cerrar.


Y sin esperar respuesta alguna de su parte, y harto de los constantes gritos de su esposa, Tomas cogió una de las cajas de muñecas que había en el suelo junto a su mujer y se la pasó por la cabeza, metiéndola en ella.


—En cuanto a ti, hija mía, sólo tengo una cosa que decirte… —se volvió Tomas con seriedad hacia su rebelde hija—. ¡No sabes cuánto detesto esas muñecas de tu madre! —bromeó y, ante el asombro de Paula y de todos los presentes, la condujo hacia el interior del bar.


Este gesto dio pie a que más de un padre se decidiera a imitarlo y se adentrara con su hijo o hija en el local de Zoe y Mario. Los que no estaban convencidos del todo acabaron de hacerlo cuando el escandaloso de Pedro, antes de entrar por la puerta, comentó a pleno pulmón:
—¡No se preocupen! Si cierran este local, yo conozco otros bastante menos respetables a los que llevar a sus hijos…


Estas palabras fueron determinantes para poner fin a la guerra que los adultos habían emprendido contra el bar, haciéndoles ver que sus hijos no eran tan malos. Después de todo, podían ser mucho peores, pensaban algunos de los adultos, mientras pasaban delante del desaliñado Pedro Alfonso.





CAPITULO 73




Tomas Chaves estaba harto de esa estúpida guerra contra un simple bar, motivada solamente porque algunos de los muchachos se habían descontrolado un poco. Tal vez si su hija hubiera estado implicada de alguna manera en todo ese asunto no sería tan indulgente con la lucha de esos muchachos, pero él ya tenía bastante con su trabajo, con los gritos de su mujer, con el nefasto individuo que osaba perseguir a su hija y con la rebelión de ésta, como para encima no poder disfrutar a gusto de una cerveza.


Así que, ignorando las fisgonas y entrometidas miradas de los cotillas del pueblo, Tomas traspasó las puertas del bar, muy dispuesto a tomarse su merecido descanso de todos los problemas que lo acosarían en cuanto llegara a casa. No le extrañó demasiado encontrarse a su amigo Kevin sentado a la barra del bar, tomándose despreocupadamente una cerveza, aunque sí se asombró al ver al hijo de éste arreglando unas destartaladas mesas.


—Hola, Kevin, veo que tu hijo ha madurado… ¿A qué se debe semejante milagro? —preguntó Tomas con una sonrisa, mientras se sentaba junto a su amigo para disfrutar de una bebida que no tardó en pedir con un simple gesto de la mano.


—A mi sobrino Pedro. Creo que él es quien lo ha animado a ensuciarse las manos.


—Ya me has amargado la cerveza... —declaró Tomas, sin llegar a disfrutar de su bebida cuando salió a la conversación ese chico que tan locamente perseguía a su hija.


—No es tan malo como crees, Tomas. Es un poco alocado, pero creo que sin él y sus retos Santiago se habría derrumbado cuando recibió la noticia de que su brillante futuro ya no era posible.


—¿Cómo? ¿Y por qué no es posible? Con un poco de ayuda por tu parte, seguro que llegará a convertirse en lo que quiera y…


—Tomas, a partir de ahora va a ser Santiago quien tendrá que ayudarme a mí: perdí mi trabajo y desde este verano no he parado de buscar algo para…


—¿Qué? —exclamó Tomas sorprendido—. Pero ¿por qué demonios no me lo dijiste? ¿Para qué estamos los amigos sino para ayudarnos?


—Me sentía demasiado avergonzado…


—Algo bastante estúpido por tu parte, Kevin. Nos conocemos desde el instituto y no hemos dejado de estar en contacto todos estos años. ¡Si hasta teníamos la esperanza de que algún día nuestros hijos se casaran y fuésemos incluso familia!


—Cosa que ya sabrás que no ocurrirá, ¿verdad? —preguntó Kevin, alzando burlonamente su cerveza.


—¡No me lo recuerdes! ¿Por qué no pudo mi hija enamorarse de alguien como Santiago? Y sin embargo tuvo que ir a fijarse en ese tarambana de Pedro… Ese chico no es el más adecuado para mi hija y…


—En serio, Tomas, Pedro no es un mal chico. ¿Sabes que es incluso más inteligente que algunos de sus profesores?


—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué no ha terminado el instituto todavía?


—Según su padre, porque no le da la gana. Según Pedro, porque no quiere darle esa satisfacción a su padre. En cualquier caso, por más que te empeñes en no verlo, y a pesar de sus locuras, Pedro es una buena persona.


—¿Estáis hablando de Pedro Alfonso? —preguntó Mario, uniéndose a la conversación—. ¡A ese muchacho hay que hacerle un monumento! Le dio a Zoe el dinero que el seguro se negaba a pagarnos, y fue el primero que se atrevió a entrar en nuestro bar después de que todos nos censuraran.


—¡Vaya! Y yo que creía que éramos los más valientes por atrevernos a estar aquí y ahora, resulta que mi sobrino tiene más agallas que nosotros.


—Seguro que para él no resultó ningún problema, ya que está acostumbrado a estar en medio de las situaciones más escandalosas —gruñó Tomas, sin querer dar su brazo a torcer en lo que se refería a su opinión sobre Pedro—. Además, ¿de dónde demonios pudo sacar tanto dinero?


—Creo que de las apuestas. Para él tan sólo son un juego, ya que nunca pierde. O eso al menos es lo que he oído —le contestó despreocupadamente Kevin a su amigo.


—¡Ahí lo tienes! Algo ilegal en lo que ningún hombre decente debería incurrir y…


Sus palabras fueron acalladas cuando Mario sacó una vieja pizarra que ahora volvía a ser utilizada, recordándole a Tomas alguna de sus locuras de juventud.


—¿Decías? —preguntaron burlonamente tanto Mario como Kevin, acabando de lleno con sus protestas.


—Pero ¡lo nuestro eran inocentes juegos que…! Oye, ahí hay apuntadas nuevas apuestas… ¡y está el nombre de mi hija! ¡Y el de ese sujeto y… y el de Santiago! ¡No me jodas! ¿Quién es el que se ha atrevido a poner a mi niña en esta pizarra? —preguntó Tomas con tono amenazante, fulminando a cada uno de sus amigos con su fría mirada.


—Ahora es la pizarra de Zoe —confesó Mario, haciendo que todas las miradas se volvieran hacia ella.


—¡Eh! Que el primero que hizo una apuesta en esa pizarra fue Pedro — declaró Zoe, alzando las manos en gesto de rendición.


—¿En serio queréis que le dé una oportunidad a ese tipejo? —preguntó cínicamente Tomas.


—Bueno, las apuestas son un poco imaginativas, pero… —comenzó Mario, defendiendo de nuevo a ese muchacho.


—No son tan malas como parecen —finalizó Kevin por él, intentando suavizar el enfado de su amigo.


Tras un suspiro de frustración, Tomas volvió a darle un trago a su cerveza para calmarse antes de decir:
—De acuerdo, lo habéis conseguido, le concederé una oportunidad. Pero ¡eso sí, tendrá que demostrarme de lo que está hecho, antes de que me decida a aprobar su relación con mi hija! —concluyó Tomas, luciendo una maliciosa sonrisa en su rostro que contradecía sus palabras, o por lo menos garantizaba que para Pedro no sería algo tan fácil de demostrar como aseguraba.