domingo, 14 de octubre de 2018

CAPITULO 69




Sentada en la comisaría, Zoe observaba cómo se acercaba su padre.


Seguramente la reprendería por haber llevado a cabo sus locuras y le recordaría que, como no era un hombre, no era digna de dirigir su preciado local.


Pero para su sorpresa, no la miró enfadado ni furioso cuando se sentó frente a ella, sino más bien como si se sintiera terriblemente cansado de todo.


—Bueno, supongo que ahora es cuando te toca reñirme por hacerlo todo mal y recordarme que sin un pene no puedo lograr nada, ¿no? —declaró atrevidamente Zoe, esperando la habitual reprimenda de su padre por su soez vocabulario.


—Lo has hecho muy bien, Zoe, y sin mi ayuda has conseguido lo que tal vez yo no habría alcanzado en años. No puedo estar más orgulloso de ti, hija, ni aunque fueras un chico.


—¿Pero? —preguntó Zoe, tan sorprendida como alarmada ante la afirmación de su padre, porque si éste había pronunciado al fin las palabras que tanto trabajo le había costado arrancarle, sin duda significaba que estaban metidos en un gran problema.


—Nos quieren cerrar el bar, Zoe. A los padres del pueblo no les ha gustado nada que sus hijos tuvieran un lugar de esparcimiento y ocio. Y especialmente cuando algunos de ellos aún son menores. Están presionando a la policía y, aunque no tienen ninguna prueba de que lo que tú hiciste fuera ilegal, a partir de ahora estaremos bajo vigilancia. Y no hace falta que te diga que lo más probable es que nadie se atreva a entrar en nuestro local.


—Todo es por mi culpa… Lo siento, papá.


—No, Zoe, si tú no hubieras hecho nada, nuestro bar habría cerrado mucho antes. Tú te has arriesgado y te has atrevido a hacer lo que yo nunca hice… pero unas veces se gana y otras se pierde. Y en esta ocasión hemos perdido, hija.


—¿Y qué haremos ahora? —preguntó Zoe, asustada ante su incierto futuro, viendo como su sueño de dirigir algún día ese negocio se desvanecía ante sus ojos.


—Si algo me has enseñado tú, hija mía, es a no rendirme con facilidad — declaró Mario, mientras le tendía la mano para que se levantara de la desvencijada silla que ocupaba—. Así que, aunque no acuda nadie, seguiremos abriendo nuestras puertas hasta el momento en que ya no podamos más. Pero no quiero engañarte, Zoe, haría falta un milagro para que los obstinados vecinos de este pueblo cambiaran de opinión sobre nosotros y nuestro establecimiento.




CAPITULO 68





Cuando Paula llegó a su casa a la mañana siguiente, su furioso padre la esperaba vigilando la entrada. Bajo sus ojos se podían distinguir unas enormes ojeras, consecuencia de pasar toda una noche en vela, preguntándose dónde estaría su hija y qué le habría pasado. Paula sintió pena por haber inquietado a sus padres
con su ausencia, hasta que bajó de la motocicleta y su padre fue en su busca para propinarle una sonora bofetada y alejarla de Pedro lo más rápidamente posible.


—¿Tienes algo que decir? —le preguntó Tomas a su hija, mientras no dejaba de mirar, enfurecido, su desaliñado aspecto, suponiendo lo que había estado haciendo con ese indecente joven que la acompañaba.


—Que no me arrepiento de nada —respondió Paula, enfrentándose a él por primera vez en la vida, con una satisfecha sonrisa que le aseguraba que nada de lo que le dijera o hiciera la haría cambiar de opinión.


—Sabes que para él sólo eres un juego, ¿verdad? Que en cuanto pase otra chica bonita por su lado te olvidará tan fácilmente como de seguro ya habrá hecho con otras y...


—¡Se equivoca! ¡Quiero pasar el resto de mi vida con ella! —lo interrumpió Pedro, aclarando que, para él, Paula no era ningún juego.


—¡Peor me lo pones! —exclamó airadamente Tomas, mientras dirigía una furiosa mirada hacia Pedro—. ¿Qué es lo que pretendes? ¿Casarte en cuanto termines el instituto? ¿Y qué harás? ¿Cómo la mantendrás? ¿De qué vivirás y dónde? ¿O es que pretendes que te mantengamos nosotros?


—No soy ningún vago, señor, y sé cómo ganar mi propio dinero.


—Sí, un dinero ilegal procedente de apuestas, de la suerte a la mejor carta… ¿y qué harás cuando tu suerte se acabe?


—¿Cómo sabe…?


—¿Lo de las apuestas? ¡Por favor, chico! ¡Whiterlande es un pueblo pequeño, y por más lejos que te vayas para realizar tus trapicheos, los rumores vuelan!


—Estoy dispuesto a hacer todo por ella, incluso a convertirme en ese hombre que usted busca para que esté a su lado.


—Eso habrá que verlo… —declaró Tomas, antes de arrastrar a Paula hacia el interior de la casa, alejándola del impertinente muchacho que jamás le convendría.


—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá, escúchame! —reclamó ella, zafándose del fuerte agarre de su padre cuando ambos estuvieron dentro—. Papá, estoy enamorada de Pedro —confesó Paula, intentando que su padre viera que lo que sentía, a pesar de su juventud, era muy real.


—Ya se te pasará —fue la única e intransigente respuesta que Tomas concedió hacia los sentimientos de su hija, dándoles a continuación la espalda, tanto a ella como a las razones que tenía para amar a ese sujeto.


—¿Por qué no me escuchas nunca? —susurró Paula al silencioso pasillo siendo ignorada de nuevo.


Y, una vez más, Paula se sintió incomprendida e impotente, debido a que, por más que expresara su opinión, sus palabras y sus sentimientos, éstos eran desdeñados por sus padres, porque para ellos simplemente no eran los adecuados.




CAPITULO 67




Reflexioné sobre adónde ir con mi preciada Paula para alejarla de ese alboroto. 


Seguramente llevarla de nuevo a su casa habría sido lo más sensato, pero mientras se apretaba con fuerza contra mi espalda supe que no quería o no podía permitirme no tenerla una vez más entre mis brazos. Así que conduje rápidamente hacia el lugar donde había comenzado nuestra historia, hacia el sitio donde nuestras miradas se enfrentaron por primera vez, donde habían empezado nuestras provocaciones y donde habíamos jugado como necios el uno con el otro hasta descubrir que lo que sentíamos era más que un simple amor de verano.


Cuando paré junto a la casa del lago, de los siempre reticentes labios de Paula no salió ni una protesta, y en el instante en que le tendí mi mano para llevarla al interior, ella se dejó guiar por mí. Sentí que Paula había necesitado tanto esa cercanía como yo, en el momento en que apretó fuerte mi mano mientras entrábamos en la casa, deseando que no la soltara jamás, a pesar de los impedimentos que sin duda encontraríamos en nuestro camino.


Una vez que cruzamos la puerta, atrás quedaron nuestras disputas y nuestros celos, ya que ambos sabíamos que, pese a nuestras diferencias, estábamos hechos el uno para el otro.


Una simple manta en el frío suelo, rodeada por las sutiles luces de unas velas, fue nuestro lecho de amor, donde, sin una palabra, volvimos a amarnos.


Lentamente la despojé de uno de esos ajustados vestidos que ella tanto odiaba y ambos nos reímos ante la vista de su horrenda ropa interior, recordando otra mucho más atrayente que Paula había llevado sólo para mí. Desnuda, Paula ocultó tímidamente su cuerpo con los brazos, encubriendo la belleza que tanto había ansiado.


Dedicándole una de mis pícaras sonrisas, le di tiempo para perder su timidez, algo que nunca tendría cabida en nuestras alocadas acciones y nuestros atrevidos juegos. Me desprendí de mi cazadora, arrojándola despreocupadamente a un lado, para luego hacer lo propio con mi camiseta. Acto seguido me deshice rápidamente de mis botas, hasta quedar sólo con un gastado pantalón vaquero, del que desabroché los primeros botones. A continuación, guiñándole un ojo, la miré tentador, al tiempo que le proponía algo escandaloso, como solía hacer.


—Los demás botones los dejo para ti.


Ella suspiró y puso los ojos en blanco ante mis bromas, pero cuando me acerqué, Paula se mordisqueó nerviosamente el labio inferior, mientras su tímida mano se acercaba a mi cuerpo.


—Sólo late por ti. Siempre serás tú y te pertenecerá desde el principio hasta el fin —le confesé, colocando su mano sobre mi acelerado corazón.


—No me gusta jugar contigo, porque siempre existe la posibilidad de que pueda perder —dijo Paula, sin querer admitir lo que sentía por mí.


—Cuando el premio merece la pena, no es de necios arriesgarse.


—¿Y tú eres el premio? —preguntó Paula burlonamente, intentando ignorar la profundidad de lo que sentíamos.


—No, lo es nuestro amor —aclaré, dándole voz a lo que ella sentía, mientras la sujetaba para evitar que huyera nuevamente de mí.


Algo que no fue necesario, ya que Paula, dejando a un lado su timidez, me rodeó con sus brazos y exigió de mis labios un beso con la pasión que siempre mostraba cuando estaba conmigo.


Yo la dejé tomar mis labios lentamente. Los besó con ternura y después con osadía, cuando se atrevió a morder levemente mi labio inferior, y con pasión luego, cuando su lengua comenzó a buscar la mía, hallando la respuesta que había buscado desde el principio. Mis manos no pudieron estarse quietas y la acercaron más a mi cuerpo para responder ávidamente a su beso. La tumbé en el suelo sobre la vieja manta y, apartando lentamente sus brazos de mi cuello, me permití observarla con detenimiento, para deleitarme en su desnudez.


—No soy perfecta —musitó apocada, recordando seguramente las muñecas con las que su madre la comparaba.


—Yo tampoco —repliqué, arrebatándole una sonrisa.


—No sé por qué me miras tanto, si mi cuerpo no es nada extraordinario y creo que siempre tendré unos kilos de más y… —comenzó a decir precipitadamente, como siempre hacía cuando se ponía nerviosa.


—Eres hermosísima, Paula, y tanto tu bello rostro como tus hermosas curvas son algo en lo que nunca puedo dejar de pensar. Y si añadimos a ello tu atrevido carácter, eres la mujer ideal.


—Entonces, ¿por qué nadie se había fijado en mí hasta que tú llegaste? — preguntó, escéptica ante mis palabras.


—Porque algunos hombres son ciegos, y porque tú eres la mujer ideal para mí —declaré, guiñándole un ojo—. ¿Te lo demuestro? —dije, devorando su cuerpo con mi anhelante mirada llena de deseo.


Cuando la vi sonreír tímidamente mientras asentía con la cabeza, supe que ésa sería una larga noche para nosotros, ya que tenía mucho que demostrarle a su reticente corazón. Si no lo hacía con mis palabras, que todavía eran ignoradas, lo haría con mis caricias, que nunca podrían mentirle a su corazón.


Acariciándola levemente con mis manos, grabé en mi mente cada parte de ella. Mis labios besaron sutilmente los suyos antes de seguir bajando por su cuello. Cuando llegué a sus pechos, acaricié sus senos despacio, hasta lograr que sus enhiestos pezones llamaran la atención de mi ávida boca, que no pudo evitar degustar el sabor de esa parte de su cuerpo.


Paula no tardó en emitir gemidos de placer, revelándome cuánto deseaba cada una de mis caricias. Mis curiosas manos siguieron bajando por su cuerpo, acariciando su vientre, su ombligo. Y adentrándome en su húmeda feminidad, acaricié lentamente la parte más sensible de ella, haciéndola abrirse a mí con cada uno de mis roces.


Uno de mis dedos se introdujo impaciente en su interior para obtener un grito que llevara mi nombre, y otro no tardó en seguirlo, cuando comprobé la humedad que inundaba su apretado sexo, que exigía algo más que las sutiles caricias de mis manos. Pero esa noche yo quería jugar con ella y estaba dispuesto a que Paula no olvidara ninguna de mis palabras.


Maliciosamente, dejé de acariciarla cuando sus caderas comenzaron a alzarse, y antes de que se diera cuenta de lo intensa que sería esa noche para nosotros, hice que se volviera. La nueva postura que la obligué a adoptar hizo que su culito respingón quedase alzado ante mí en una atrayente postura, mientras sus brazos se apoyaban en el suelo, dándole la estabilidad que necesitaba para que su cuerpo no cediera ante lo que tenía preparado para ella.


—¿Qué estás haci…?


Sin darle tiempo a pensar, me tumbé en el suelo y, poniendo mi cabeza entre sus piernas, tomé sus caderas y la dirigí hacia mí para deleitarme con ese dulce néctar que deseaba probar, comenzando a devorar su cuerpo con cada una de las lentas caricias que mi lengua dedicaba a su clítoris. Mientras sus gemidos me indicaban el placer que estaba recibiendo de mi lengua, mis manos acariciaron sus senos cuando ella se incorporó para intentar acallar sus gritos. Supe que se había abandonado totalmente al placer cuando me agarró los cabellos, exigiendo más. No tardé en complacerla haciendo que uno de mis dedos se introdujese en ella, mientras no dejaba de devorarla con mi lengua y mi mano libre jugueteaba más atrevidamente con sus senos, pellizcando sin clemencia sus erguidos pezones.


En el instante en que comenzó a mecerse contra mí supe que no tardaría en llegar al éxtasis que la embargaba y, tras varias lentas pasadas de mi lengua, Paula estalló de placer gritando mi nombre, mientras la sobrecogía un arrebatador orgasmo que la dejó un tanto lánguida y expuesta frente a las demás perversiones que quería llevar a cabo con ella esa noche.


Tras salir de mi sumisa posición, Paula se desplomó sobre la manta, permaneciendo en la atrevida postura en la que yo la había colocado. Después de deshacerme rápidamente del resto de mis ropas y de colocar sobre mi duro miembro un preservativo, me arrodillé junto a ella y tras coger sus caderas entre mis manos, me introduje en su interior de una dura embestida, provocando que su sensible cuerpo no tardara en reaccionar.


—¡Pedro! —gritó Paula, asombrada, mientras mis manos acallaban una vez más sus protestas con mis caricias.


—No creerías que ya había terminado contigo, ¿verdad? —pregunté ladinamente y, sin esperar a escuchar una respuesta de sus labios, establecí un ritmo que la llevara a la locura.


Cuando Paula arrugó entre sus manos la vieja manta y comenzó a mecer las caderas buscándome, supe que pronto se abandonaría nuevamente a mí, y que yo no tardaría en seguirla gritando su nombre.


Aumentando la fuerza de mis arremetidas, busqué su placer y el mío, y no tardamos en llegar al éxtasis cayendo derrumbados sobre la vieja manta con la que nos arropamos en ese frío y duro suelo.


Por unos momentos cedimos al sueño mientras nos abrazábamos fuertemente, deseando no separarnos jamás, sin saber que tal vez las trabas que se interpondrían al día siguiente entre nosotros serían mayores de lo que podíamos imaginar.