martes, 9 de octubre de 2018
CAPITULO 52
Mis padres me habían prohibido asistir a clase hasta que la marca que había dejado la contundente negativa de mi padre hacia mis planes desapareciera de mi rostro. Se habían inventado un resfriado y luego me habían dejado sola para que pensara en por qué no debía desobedecerlos. Y yo, desde ese instante, no pude dejar de llorar.
Primero fue por tristeza, a causa del futuro que se me negaba; luego, por la impotencia de no poder hacer nada, y por último por ira hacia todos lo que se negaban a escucharme cuando por fin me había decidido a hablar por mí misma.
Oculta entre las sábanas de mi cama, contemplaba con tristeza el espléndido y maravilloso paisaje que se veía desde ella, como si nada hubiera pasado, cuando para mí el mundo se había derrumbado. De repente, una impertinente mano hizo asomar por la ventana de mi habitación una de las perfectas Barbies
de mi madre, acompañada por uno de los muñecos Ken que siempre descansaban a su lado, e intentando imitar una chillona voz de mujer, el impresentable de Pedro Alfonso pasó a mostrarme lo que había aprendido esa mañana en la clase de educación sexual.
Intenté aparentar que seguía triste y compungida por lo que me había ocurrido, pero después de presenciar decenas de obscenas posturas sexuales con esos muñecos que mi madre tanto adoraba, fue difícil para mí aguantar la risa.
—Y ahora pasaremos a mostraros lo que son las relaciones seguras... — anunció Pedro, ocultando al muñeco Ken de mi vista y dejando a la Barbie sola, para luego hacerlo reaparecer totalmente enfundado en un condón. No pude evitar olvidarlo todo para reírme a carcajadas de las payasadas de las que Pedro era capaz sólo para hacerme reír.
—¡Por fin sonríes, rubita! ¡Y eso que mis enseñanzas acaban de comenzar! —indicó Pedro, mientras entraba en mi habitación, abandonando despreocupadamente sobre el suelo al protegido Ken y a tres Barbies más.
Yo alce las cejas, sorprendida ante el número de muñecos que Pedro había traído, a lo que él contestó alegremente:
—¿Qué? Pretendía mostrarte la diferencia entre trío y orgía... Pero creo que eso mejor lo vemos en una sesión práctica, ¿no te parece? —propuso desvergonzado, tras lo que le arrojé una de mis almohadas, que él cogió al vuelo para luego sentarse junto a mí en mi cama. Y descubriendo mi marcado rostro lleno de lágrimas, me preguntó, mientras secaba cada una de ellas con sus besos:
—¿Qué te pasa, rubita? ¿Quién te ha hecho llorar?
Aparté la cara, negándome a revelarle a un hombre como él, que siempre se rebelaba ante las injusticias que se cometían en su contra, cómo me había derrumbado yo ante el primer impedimento que se interpuso en mi camino.
Seguramente, si supiera el motivo de mis lágrimas se reiría de mí.
—¿Cómo lo haces? —pregunté, entre enfadada y confusa—. ¿Cómo logras hacerte oír y hacer lo que quieres una y otra vez sin que nada te importe?
—Rubita, yo no soy un buen ejemplo a seguir. Simplemente, soy alguien que se cansó de que sus reclamaciones fueran ignoradas y resolvió hacer lo que le dio la gana, porque le pese a quien le pese, se trata de mi vida y, ésta, definitivamente, tengo que vivirla yo como quiera, sin que otros decidan por mí.
—¿Tú qué harías? —pregunté, mostrándole, con la solicitud para el examen de acceso a la universidad hecha trizas, el motivo de mis lágrimas.
—Lo que yo haría sería conseguir un profesor particular, hacer ese examen, acceder a esa beca y bailar en pelotas por toda la casa para celebrarlo.
—¿Me puedes explicar por qué debería bailar desnuda por toda la casa?
—Para deleitar a tu profesor particular que, desde este instante, soy yo — declaró ese sinvergüenza, aprovechándose como siempre de cada oportunidad que se ponía en su camino para estar a mi lado.
—Hay un gran problema en tu ofrecimiento: mis padres no están de acuerdo con la idea de que haga ese examen y, además, me han prohibido que me acerque a ti.
—Y claro…, tú siempre haces caso a lo que dicen tus padres, ¿verdad? — replicó Pedro en mi oído provocativamente.
—No, desde que te conocí, no. Así que… ¡hagámoslo Pedro! —murmuré sensualmente también en su oído, mientras me acercaba tentadora a él—… ¡Demos esas clases clandestinas! —terminé jovialmente, fastidiando sus fantasías.
Él protestó cuando me alejé burlona, pero sólo hasta que recordó que, siendo mi profesor, podría enseñarme todo lo que quisiera. Así que, con una maliciosa sonrisa en su rostro, no tardó en dar su consentimiento, haciéndome dudar si con esas clases conseguiría aprender más de lo que yo estaba buscando.
CAPITULO 51
Ciertamente, las clases en el instituto cuando Paula no asistía no eran para mí. Aunque fuéramos a aulas distintas, siempre podía verla en los descansos o fastidiarla un poquito cuando pasaba corriendo por mi lado durante su clase de educación física, momento en que me dedicaba a entonar una obscena cancioncilla con la que siempre conseguía que ella se ruborizara, y que el profesor de gimnasia me persiguiera para tirarme de la oreja.
Si Paula no estaba, el día era tremendamente aburrido. Me sonó extraño que sus compañeras me dijeran que sus padres habían llamado al instituto para informar de que estaba enferma por un resfriado, cuando el día anterior la había visto contemplar alegremente unos papeles que le entregó el profesor.
Decidido a saltarme la siguiente clase para colarme en casa de Paula y ver de primera mano qué le ocurría, intenté evitar al señor Jenkins. Para mi desgracia, él estaba totalmente decidido a hacer de mí un hombre de provecho y no me lo permitió. Pero para la suya, la siguiente clase era una charla sobre educación sexual, en la que nos hablaban de las relaciones seguras y los métodos que debíamos seguir para evitar embarazos no deseados y posibles enfermedades.
Con mi experiencia, yo mismo podría dar la clase, pero bajo la atenta mirada del profesor, que no se separaba de mí, no podía hacer nada, por lo que simplemente me comí el plátano que nos habían dado para practicar la colocación de un preservativo, porque tenía hambre, y escuché pacientemente cada una de las palabras de la mujer que nos estaba aleccionando.
Después de media hora hablando sobre la castidad y la necesidad de llegar puros al matrimonio y tonterías similares, al fin pasó a lo interesante. Pero como mi paciencia ya se había acabado y yo quería ver a Paula a toda costa, decidí escandalizarlos a todos para que me echaran de clase, de modo que cuando la mujer cogió un preservativo de muestra para mostrarnos cómo usarlo con el plátano, yo abrí el condón que me habían entregado, mientras comenzaba a desabrocharme los pantalones.
—¡Se puede saber que estás haciendo! —gritó histérica la mujer, y eso que aún no había mostrado mi ropa interior.
—Es que me he comido el plátano, así que he pensado usar el preservativo de un modo más realista… —me excusé, mientras señalaba cómo mis compañeras colocaban la protección a esa fruta dubitativamente y veía a mis compañeros pensándose si hacer lo mismo que yo. Y, como ya tenía previsto, antes de que terminara de desabrocharme los pantalones, el señor Jenkins me miró al tiempo que me gritaba:
—¡Pedro, fuera de clase!
Contento, volví a abrocharme los pantalones y me despedí de mi profesor con una sonrisa, ya que, si él me había echado, nada podía hacer para retenerme y por fin era libre para correr hacia Paula para ayudarla a curarse de su resfriado.
Y lo mejor para eso, sin duda alguna, era sudar mucho debajo de las sábanas…
CAPITULO 50
Paula cada vez tenía más claro lo que quería hacer en la vida: definitivamente, no quería ser conocida por ser la mujer de un Alfonso, un Smith, un Madison o cualquier otro apellido. Ella quería ir a la universidad, estudiar Literatura y convertirse en escritora. Los planes que sus padres habían preparado para ella a lo largo de su vida, y de los que nunca se había quejado hasta entonces, se le hacían cada vez más asfixiantes y últimamente le resultaban muy difíciles de seguir como siempre había hecho, con silenciosa obediencia.
Conocer al rebelde de Pedro le había abierto los ojos y dado esa fuerza que necesitaba para hacerse oír ante sus padres y convencerlos de que el molde que le habían preparado no era de su agrado.
A escondidas de ellos, Paula se estaba preparando para presentarse a un examen para una beca con la que poder ir a la universidad. Si sus calificaciones eran lo bastante altas, podría tener cubiertos prácticamente todos los gastos de su carrera y conseguir cumplir el sueño que tanto ansiaba.
«Pero todos los sueños tienen sus trabas», pensó Paula, cuando su madre acudió una vez más a su habitación con una de sus charlas sobre su tema favorito: cómo atrapar a un buen marido.
—A Santiago, como a cualquier hombre, tienes que conquistarlo con tu cocina y… Paula, ¿me estás escuchando? —se interrumpió Melinda, ofendida porque su hija les prestara más atención a los libros que a sus sabias recomendaciones.
—Mamá, en estos momentos estoy estudiando, así que creo que será mejor que dejes tus consejos para más tarde.
—¡Ah, ya lo entiendo! Quieres impresionar a Santiago con tu espléndido intelecto. ¡Estupendo! Pero no olvides que no debes mostrarte mucho más inteligente que él y…
—No, mamá, quiero saber hasta dónde soy capaz de llegar por mí misma — declaró Paula, mostrándole los exámenes a los que pretendía presentarse y las posibilidades que se abrían ante ella de tener un futuro lejos del matrimonio.
—No entiendo lo que pretendes —comentó Melinda enfadada, mientras arrojaba despectivamente los papeles de su futuro hacia un lado—. ¿Quieres estudiar una carrera? ¿Ir a la universidad? ¿Para qué? ¿Para acabar trabajando como secretaria o como maestra, con un salario que no llegará ni a la mitad que el de un hombre, mientras eres explotada trabajando más horas que cualquiera de ellos?
—Mamá, los tiempos están cambiando, las mujeres cada vez tenemos más derechos laborales y muy pronto seremos tratadas como iguales. Yo quiero ser escritora, tal vez escribir en algún periódico o publicar un libro, pero quiero ser algo más que una simple ama de casa.
—¡¿Crees que ser ama de casa es un trabajo simple?! ¡Yo soy la administradora de la economía de nuestra casa, soy un chef particular para ti y tu padre, tengo que limpiar la casa, asegurarme de que se hacen todos los arreglos oportunos en ella, buscar la modista para tus vestidos, comprar la ropa de tu padre, asegurarme de que el coche está en perfecto estado, escuchar todas las preocupaciones tuyas y de él y cerciorarme de que no te equivoques en tu futuro, algo en lo que parezco haber errado, ya que desde que te juntas con ese tal Pedro, decididamente, no eres la misma de siempre!
—Mamá, siempre he sido la misma. Lo que pasa es que ya estoy harta de que intentes forzarme a entrar en un molde en el que no encajo y de que trates de convertirme en una más de las muñequitas que coleccionas y manipulas a tu gusto. Mamá, yo no soy de plástico, y a pesar de lo que creas, tengo mis propias opiniones. Especialmente cuando se trata de mi futuro.
—Paula, no sé lo que te ha hecho ese chico para que te comportes así, pero es una malísima influencia para ti, ¡por lo que te prohíbo que lo vuelvas a ver! —exclamó furiosa Melinda, cerrando airadamente la puerta de la habitación de su hija, mientras, una vez más, ignoraba sus palabras.
—Lo siento, mamá, pero en esta ocasión no pienso hacerte caso, porque sólo Pedro me ha dado el aliento que necesitaba para encontrar mi voz, a pesar de que ésta sea ignorada —suspiró Paula a la puerta que se había cerrado empecinadamente para ella.
Tras la irascible partida de su madre, Paula pensó que tendría que pasar un poco más de tiempo hasta que la convenciera de que le permitiera perseguir su sueño, pero en el instante en que su colérico padre entró en su habitación sólo para hacer trizas delante de ella su solicitud para el examen, Paula se sintió
traicionada por la confianza que había depositado en su madre en alguna ocasión.
Mientras intentaba desesperadamente detener las furiosas manos de su padre antes de que hiciera añicos sus posibilidades de futuro, la contundente bofetada que recibió le dejó muy claro que junto a ellos ese futuro nunca podría existir.
Paula se durmió escondiendo sus lágrimas de todos y envidiando la forma que tenía Pedro de conseguir ser escuchado por otros, mientras que ella, cuando apenas comenzaba a alzar su voz tímidamente, era silenciada con dureza.
Y mientras se preguntaba cómo conseguía él ese milagro, también se preguntó cuántos golpes habría recibido por su insolencia a lo largo de su camino de rebelión ante lo que no le gustaba.
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