viernes, 12 de octubre de 2018
CAPITULO 63
Después de que mi tío nos pillara, Santiago y yo nos deprimimos bastante con la certeza de que no podríamos hacer nada más para evitar la venta de la casa del lago, así que llevé a mi primo al local de Zoe para disfrutar de unas frías cervezas y tratar de animarlo. Para ello, no dudé en coquetear con algunas chicas bonitas que, a continuación, presenté a Santiago, conduciéndolas sutilmente hacia sus brazos, ya que yo sólo tenía pensamientos para una rubita que siempre me sacaba de quicio y a la que no veía desde hacía ya varios días.
Necesitaba desesperadamente estar junto a ella, volver a besar aquellos labios tan dulces como el pecado y jugar con aquella impertinente lengua que siempre me retaba, lamer la dulzura de su piel y tocar cada centímetro de su cuerpo.
Quería volver a escuchar sus gemidos y sus gritos de placer cuando pronunciaba mi nombre, y sentirme uno con ella mientras estaba en su interior.
Mi calenturienta imaginación provocó el despertar de cierta zona de mi anatomía que me reclamaba conseguir como fuera estar nuevamente a solas con esa mujer que me volvía loco, y, para mi desgracia, algunas de las chicas se me pegaron como lapas, creyendo que mi situación se debía a ellas y no a otra que estaba muy lejos en ese instante, o eso al menos era lo que yo creía, hasta que vi a mi adorada Paula entrar por la puerta del bar de Zoe.
En cuanto pisó ese lugar, mis ojos sólo pudieron seguirla a ella y cada una de sus acciones. Me disgustó mucho que el hombre que la acompañaba se le acercara demasiado, pero tras ver su gesto de desprecio hacia ese tipo supe que no tenía nada que hacer, ya que Paula lo había sentenciado como a un indeseable más, que no era digno siquiera de limpiarle los zapatos.
Impaciente, esperé a que me viera, con una maliciosa sonrisa en el rostro, y albergué esperanzas de que, por primera vez, Paula se mostrara celosa. Pero cuando finalmente nuestras miradas se encontraron, sólo demostró una gran sorpresa por mi presencia allí, seguida de un cabreo monumental que intentó disimular ignorándome, algo que, evidentemente, no le permití que hiciera.
Tras dejarme muy claro que no me quería cerca de ella cuando colocó su fría bebida en mis pelotas, estuve dispuesto a concederle un tiempo hasta que su enfado se calmara. Pero como siempre, ella me retó. Y yo nunca dejaba de aceptar los desafíos que recibía, especialmente si provenían de ella, la única mujer con la que me encantaba jugar, a pesar de que, en ocasiones, no llegara a declararme victorioso, ya que el mero hecho de estar a su lado me daba la sensación de ser un ganador en el loco juego del amor.
Así pues, seguí a Paula a la pista de baile. Y mientras más de uno admiraba embobado cómo meneaba el trasero, yo me puse en medio para que sólo pudieran observar el mío. Detrás de mí pude oír más de una queja masculina, que acallé en cuanto me volví hacia ellos, mostrándoles una amenazadora mirada que en muy pocas ocasiones utilizaba. Interrumpiendo su alocado baile, hice que Paula se volviera hacia mí y, aprisionando una de sus manos, la atraje hacia mi cuerpo.
—Dime por qué no te sirvo yo para divertirte —pedí, poniendo su mano sobre mi pecho, donde latía aceleradamente mi corazón, sólo por ella.
—Porque tú ya estás demasiado ocupado —replicó Paula, señalando las chicas que me esperaban junto a la barra.
—¿Es que todavía no te ha quedado claro que solamente tengo ojos para ti? —le dije, intentando que recordara cómo había ido detrás de ella desde que nos conocimos.
—No es lo que parecía hace unos instantes... —respondió Paula, despreciando nuevamente mis intentos de acercarme a ella, mientras retiraba su mano de mi cuerpo, ignorando mi corazón.
—Juega conmigo —dije provocador, a la vez que besaba su mano antes de que Paula la alejara de mí.
—No juego con mentirosos, ya que suelen hacer trampas —sentenció ella, ocultando sus manos detrás de la espalda.
—¡Vamos, rubita! Ambos sabemos que estás deseando volver a jugar conmigo —la tenté, recordando los sensuales momentos que habíamos vivido en nuestra relación.
—Tal vez pruebe a jugar con otro. Después de todo, he aprendido del mejor… —contestó Paula, calentando mi sangre con la posibilidad de que otro hombre pudiera acercarse a ella.
—Los otros hombres para ti, al igual que las demás mujeres para mí, son demasiado aburridos para seguir nuestro ritmo.
—No sé qué decirte, ellas parecían hacerlo bastante bien.
—Vamos, Paula, ¿es que no puedes ver que solamente estaba intentando ayudar a mi primo entreteniéndolo un poco?
—Me parece perfecto, Pedro. Tú rodéate de las mujeres que quieras, que ya haré yo lo mismo con tantos hombres como me apetezca. Y que conste que sólo estaré ayudando a mi amiga a encontrar un novio mejor.
—¡No me jodas, Paula! ¿Es que quieres jugar así conmigo? —exclamé ante su cabezonería de hacernos sufrir por un simple malentendido.
—No, Pedro, solamente quiero jugar con otros —declaró finalmente, despidiéndome con una maliciosa sonrisa que me anunciaba que, a partir de ese instante, iba a experimentar en una sola noche todo el dolor de los celos que nunca había sentido hasta ese momento.
CAPITULO 62
Cada día que pasaba veía menos al sinvergüenza que había robado mi corazón, y no podía evitar echarlo de menos, tanto a él como sus alocadas bromas que siempre me sacaban una sonrisa.
Sin saber la razón, las clases particulares que él me daba en compañía de su primo habían disminuido en número, seguramente porque ambos estaban demasiado ocupados con sus trabajos y sus estudios, aunque deduje que habría algo más cuando comencé a oír los rumores que rodeaban la casa del lago: historias de fantasmas, de perturbados, de gamberros y de peligrosos motoristas en aquel lugar pacífico y apacible, donde la única posibilidad de diversión hasta entonces había sido contemplar las cristalinas aguas. Solamente podían ser descabelladas invenciones de ese chico que siempre me volvía loca.
Harta de suspirar por un hombre que parecía hallarse demasiado ocupado para verme, no tardé en acceder a salir con mi amiga Penélope. Para mi desgracia, ella siempre iba acompañada de su novio Mauricio un joven que, aunque tuviera una apariencia aceptable para algunos adultos como mi padre, a mí me desagradaba. Sobre todo, cuando trataba a mi amiga como un accesorio en vez de como a su novia.
—¡Vamos, Penélope, no te quedes atrás! —le gritó airadamente Mauricio, mientras aceleraba el paso.
Yo, pese a mi habitualmente tranquilo temperamento, deseé pegarle un puñetazo a ese idiota. Y más aún cuando oí cómo la despreciaba una y otra vez, sin preocuparse de dirigirle una sola mirada. Supongo que él pensaría que para qué iba a hacerlo: Mauricio ya sabía que Penélope siempre lo seguiría allá donde fuera, a causa de su estúpido enamoramiento.
—No me puedo creer que seas tan lenta, ¿es que nunca puedes hacer nada bien, ni siquiera seguir mi paso?
—Vas demasiado rápido para mí o para Penélope, Mauricio. Y te aviso desde ya que no pienso correr, así que, si quieres llegar el primero, adelante, nosotras te seguiremos, pero a mi paso. Si es que decidimos seguirte… —intervine, sin importarme en absoluto meterme en su conversación.
Y, cogiendo el brazo de mi amiga, me propuse ir más lenta que un caracol solamente para molestar a ese desagradable individuo que me sacaba de quicio y al que cada vez tenía más ganas de patearle el culo.
Penélope me sonrió, acostumbrada ya a mi rebelde comportamiento, que cada vez estaba menos dispuesta a reprimir, y finalmente Mauricio redujo su precipitado paso, poniéndose a nuestro lado. Aunque, como el energúmeno que era, no pudo evitar expresar en voz alta cada una de sus quejas, algo que yo ignoré para mantener una alegre conversación con mi amiga.
Los tres fuimos al cine y a patinar, un plan que habría sido tremendamente divertido para Penélope y para mí de no ser por un pequeño inconveniente, o mejor dicho, un gran inconveniente llamado Mauricio. Cuando se acercaba la hora del toque de queda impuesto por mi padre, Mauricio reclamó un poco más
de nuestro tiempo. Yo, sin dudarlo, lo habría ignorado por completo, pero no quería dejar a mi amiga a solas con ese idiota, así que me dejé guiar por ellos.
Mauricio nos condujo hacia un local que, según él, ninguna de nosotras debíamos conocer, mientras no podía evitar presumir de ello arrogantemente. Y en el momento en que sujetaba la puerta, mostrando el primer gesto caballeroso de la noche, le comenté con intención de bajarle los humos:
—Siento desilusionarte, pero yo ya he estado en el bar de Zoe en más de una ocasión.
Mis palabras llamaron su atención y, cuando pasé a su lado, Mauricio susurró atrevidamente a mí oído sin que mi amiga se percatara de ello:
—Entonces no eres una chica tan buena como todos piensan, ¿verdad?
Me estremecí llena de repulsión ante el acercamiento de ese sujeto. Y más todavía cuando recorrió mi cuerpo de arriba abajo con una mirada libidinosa, como si me deseara. En ese preciso instante deseé que el chico que tanto echaba de menos se encontrara a mi lado para alejar a Mauricio de mí. Y, casualmente,
cuando eché un vistazo hacia el fondo del local, vi que allí estaba mi salvador, el hombre al que tanto había deseado ver durante todo ese tiempo. Pero había un pequeño problema: que Pedro no me esperaba de la manera que yo pensaba que haría, ya que, mientras yo me había pasado días lamentándome por no verlo, su primo y él se encontraban disfrutando alegremente de abundante compañía femenina.
Decidida a hacer notar mi presencia a esos dos, me dirigí hacia la barra donde ellos se encontraban e, ignorando a mis acompañantes, a los que había dejado atrás, pedí una cerveza bien fría. Zoe, alzando una ceja burlonamente, me ignoró y puso ante mí un refresco.
—¡Rubita! ¿Es que ya ni siquiera saludas a tu novio? —preguntó Pedro, atrevido, intentando desprenderse de las mujeres que lo atosigaban.
—¿Qué novio? —repuse, volviéndome hacia él, mientras daba un gran trago a mi refresco.
—¿Con quién has venido? —quiso saber Pedro, preocupado, recibiendo cada una de mis pullas con una ladina sonrisa.
—Con quien a ti no te importa.
—¡Vaya! ¿Y qué has venido a hacer aquí?
—Vengo por la cerveza, por supuesto —dije, alzando mi bebida, mirando molesta a Zoe y retando a Pedro con la mirada para que dijera algo sobre mi presencia en ese local.
—¿Y a qué más? —insistió él, acercándose peligrosamente a mí, mientras ignoraba a todas las chicas que lo rodeaban.
—A… —comencé a susurrar a su oído cuando se hallaba más cerca de lo aconsejable— ¿a ti qué te importa?
Riéndose de mi desafiante contestación, Pedro comenzó a alejarse de mí. En ese momento no dudé en provocarlo y dije:
—Al igual que tú, he venido aquí a divertirme. Aunque ya veo que tú has encontrado más diversión de la que puedes abarcar... —manifesté, señalando a las chicas que él había dejado atrás y que sin duda lo seguían esperando—. Veamos si yo puedo hacer lo mismo —finalicé, mientras le colocaba atrevidamente la helada botella de mi refresco en una parte que yo sabía que se alzaba con demasiada facilidad frente a los encantos femeninos.
—No, no puedes —dijo Pedro seriamente, a la vez que me arrebataba la botella y cogía una de mis manos para intentar retenerme a su lado.
—¿Qué te apuestas? —lo reté, zafándome de su agarre para dirigirme hacia la pista de baile.
Por desgracia, mientras lo provocaba olvidé cuánto le gustaba a Pedro apostar, así como su disposición a adentrarse en cualquier juego para conseguir la victoria.
CAPITULO 61
—Me alegro mucho de que accedieran a mantener este encuentro unas horas antes de lo acordado y que no les importe que sea yo quien les muestre la casa en lugar de mi querido mentor, Gael Bramson —declaró amablemente el joven vendedor, mientras enseñaba la casa a una anciana pareja que tal vez habrían sido los mejores para ocupar aquella bonita propiedad si no fuera por el pequeño detalle de que, por más que todos se empeñaran en ello, no estaba en venta.
—No te preocupes, jovencito, no nos ha importado madrugar un poco. Después de todo, tras nuestra jubilación tenemos poco que hacer, por eso hemos decidido que queremos pasar el resto de nuestros días en una casita junto a un bonito lago. Sin duda, ésta es la más apropiada —respondió con decisión el anciano, abrazando afectuosamente a su mujer.
—Les pido disculpas por lo deteriorada que se encuentra, pero es que hemos tenido algunos problemas y… —comenzó a relatar el joven vendedor, para luego callarse de golpe, sin mencionar qué problemas había.
—No te preocupes, muchacho —lo alentó amablemente la anciana mujer, cogiendo las manos del chico entre las suyas para darle ánimos —. Mi marido es un as con las reformas. Sin duda, con un poco de tiempo, devolverá esta casa a su antiguo esplendor. Y tiempo es precisamente lo que ahora en nuestra vejez tenemos de sobra.
—Como pueden observar, las paredes están recién pintadas —señaló el vendedor, guiando a sus clientes hacia el interior—. Y esto no se debe a que queramos ocultar algún mensaje amenazante, ni mucho menos… —aclaró el joven, justo antes de morderse la lengua.
—Nos estás escondiendo algo, ¿cierto? —inquirió la mujer, mirando suspicaz al joven que los atendía.
—No… sí… bueno, verán... —comenzó a balbucear nerviosamente el chico, cediendo finalmente ante esos exigentes y reprobadores ojos que le reclamaban la verdad de lo que estaba ocurriendo en esa casa. Así que, tras coger aire, comenzó a relatar todo lo que había ocurrido—. Primero hubo un problema con unos vándalos borrachos, que destrozaron las ventanas. Luego, una banda de moteros se apropió de este lugar, lo reclamó como sede para sus actividades ilícitas y realizaron pintadas bastante amenazantes u obscenas, según el caso, pero como pueden comprobar, hemos conseguidos echarlos a todos y…
—¡Vaya por Dios! ¡Cuántas cosas nos ha ocultado el señor Bramson al ofrecernos este lugar! —declaró la alarmada anciana, mientras se acurrucaba en los brazos de su marido.
—¿Hay algo más que debamos saber, muchacho? Como, por ejemplo, ¿quién es ese hombre de ahí? —quiso saber el anciano, señalando a un desaliñado individuo que llevaba el rostro cubierto por una máscara de hockey y un hacha en la mano.
—¡Oh! ¡Es inofensivo, no se preocupen por él! —repuso el vendedor, quitándole importancia a aquella inquietante presencia, que, ante el asombro de los clientes, arremetió con su hacha contra una de las puertas—. Solamente es el perturbado que vivía aquí antes, que todavía no se ha hecho a la idea de que éste ya no es su hogar. Viene de vez en cuando y rompe una puerta o una ventana, pero vamos, es totalmente inofensivo. Siempre que no lo miren a los ojos ni lo hagan enfadar ni… ¡Mierda! ¡Lo he mirado a los ojos! ¡Corran! —gritó alarmado el joven comercial, mientras comenzaba a alejar a sus clientes del airado loco que los perseguía.
Cuando la anciana pareja se encontraba ya en su coche, muy lejos de la casa que tan prometedora les había parecido en un principio, el joven vendedor se desarregló los estirados cabellos y se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta y, echándosela por encima de un hombro, volvió silbando hacia el camino que lo llevaba a la deshabitada casa y al desquiciado que había en ella, que lo esperaba moviendo perturbadoramente su arma en el aire.
—Para ser un niño bueno, te gusta demasiado representar el papel de chico malo.
—Tú eres quien me ha dado este maldito disfraz. Ahora no te quejes — replicó Santiago, quitándose la máscara.
—Anda, vuelve a ponerte la máscara, estás más guapo con ella —bromeó Pedro, mientras le pasaba a su primo una de las cervezas que escondían debajo de las tablas sueltas del porche para celebrar victorias como aquélla, con las que pretendían alejar a todos de ese lugar.
—¿Tenías que decirles a esos ancianos que era un perturbado? Pensé que les iba a dar un infarto cuando corrían para alejarse de aquí.
—Si te parece, la próxima vez te presento a los compradores y los asustas con tus encantos —ironizó Pedro, alzando una ceja.
—Sé que tengo que alejarlos de aquí para conseguir lo que quiero —declaró Santiago, masajeándose nerviosamente el cuello—, pero ¿por qué tengo que hacer yo el papel de loco y tú el de buen chico, si no te pareces en nada a uno?
—Porque lo sé disimular muy bien, ¿verdad, primo? —repuso jocosamente Pedro, mientras le guiñaba un ojo.
—Sí, condenadamente bien —confirmó Santiago, rindiéndose ante su primo al recordar cómo había representado a la perfección ese rol.
Harto de las quejas de Santiago mientras intentaba deleitarse con su cerveza, Pedro suspiró y comenzó a recitar punto por punto por qué razón él no podría nunca interpretar su papel, mientras contaba con los dedos:
—Santiago, tú no puedes ser el vendedor en esta historia porque, primero, no mientes tan bien como yo; segundo, no tienes tanta soltura con las palabras; tercero, de ningún modo eres convincente… y, además de todo esto, está el pequeño problema de que todo el mundo te conoce en este pueblo. Así que, lo siento, primo, pero deberás seguir siendo el perturbado y yo el pésimo vendedor. Dicho esto, cuéntame: ¿quién es el siguiente comprador al que debemos espantar? —lo apremió Pedro, en tanto Santiago revisaba la agenda del señor Bramson, algo que su primo habría conseguido indudablemente haciendo uso de métodos nada honrados, ya que, según los rumores, el agente inmobiliario nunca se separaba de su preciada pertenencia.
—El próximo es… —musitó Santiago en voz alta, mientras su primo imitaba burlonamente los redobles de un tambor, hasta que fueron interrumpidos por unas firmes manos que le arrebataron la agenda a Santiago, poniendo fin a sus peligrosos juegos.
—¡Nadie! —exclamó Kevin severamente, cerrando de golpe la agenda de la que se había apoderado y reprendiendo con una dura mirada a los jóvenes que tenía ante él—. ¿Sabéis que por poco no les da un infarto a esos ancianos en la carretera? Gracias a Dios que se han topado conmigo de camino al pueblo y he podido calmarlos asegurándoles que habían sido víctimas de una estúpida broma de unos aún más estúpidos adolescentes. Si no llego a aparecer en ese momento, estaban más que decididos a llamar a la policía. ¿Tenéis siquiera una idea de lo que estáis haciendo? —preguntó secamente Kevin, ante lo que los dos jóvenes, tras mirarse el uno al otro, por una vez contestaron con sinceridad a una pregunta.
—No.
Tras un gran suspiro de resignación, Kevin comenzó a intentar meter un poco de sensatez en esas locas cabezas, que, en ocasiones, en tantos problemas podían llegar a meterse.
—Ésta no es la forma de solucionar los problemas. Sé que tú sólo quieres ayudar, Pedro, pero tus ideas únicamente consiguen empeorarlo todo. Por otra parte, Santiago, comprendo que no quieras desprenderte de esta casa, pero por desgracia ya no nos pertenece. Y ahora, vayámonos de este lugar antes de que venga la policía y nos detenga a todos —sugirió Kevin, señalando el camino. Y, mientras se dirigía hacia su coche, no pudo evitar tirar aquella fastidiosa agenda que llevaba en las manos al fondo del lago, donde sus datos se perderían para siempre.
Las interrogantes miradas de los rebeldes jóvenes siguieron cada uno de sus movimientos, mostrando una irónica sonrisa ante sus acciones.
—¡Qué! No pienso actuar como vosotros, pero tampoco voy a contribuir a la venta de esta casa... —manifestó Kevin, mientras guiaba a sus díscolos chicos de vuelta a su hogar, un hogar tal vez más pequeño, no tan hermoso como el anterior y carente del encanto que siempre tendría la casa del lago, pero un hogar al fin y al cabo, ya que éste no lo constituyen unas simples paredes y un techo, sino que es el lugar donde se reúnen todos los seres queridos que forman una familia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)