jueves, 11 de octubre de 2018

CAPITULO 60




Kevin pensaba que su casa del lago muy pronto pertenecería a otra familia, que vería a otros vivir los momentos que él había disfrutado en esa idílica morada de dos plantas, de blancas paredes, tejas grises, amplios ventanales y un cómodo porche, y que sentiría envidia y nostalgia por todo lo que había perdido, todo lo que había dejado atrás, todo lo que ya no podría volver a vivir en ese hogar que ya no era el suyo.


Pero a pesar de los meses que habían transcurrido, su propiedad aún no había sido adquirida por nadie y eso, en ocasiones, le daba esperanzas y le permitía exhibir una discreta sonrisa llena de satisfacción, ya que esa casa todavía seguía como él y su familia la habían dejado, acumulando los recuerdos que crearon en el pasado.


Mientras disfrutaba de una cerveza en la barra del pequeño y acogedor restaurante familiar de Mario Norton, no podía evitar recordar el extraño
comportamiento que su sobrino y su hijo habían tenido últimamente: durante los pocos descansos de sus trabajos, de sus estudios o de esas extrañas clases particulares a Paula Chaves, en las que Kevin aún no había podido averiguar cuál de esos dos era realmente el profesor de la chica, ambos desaparecían de su vista para volver horas después hasta las cejas de polvo, hollín, pintura y tierra, encerrándose rápidamente en su habitación para esquivar sus preguntas.


En más de una ocasión los había visto escaparse por la ventana, pero pensando que los jóvenes necesitaban un respiro, al igual que él, Kevin había decidido mirar para otro lado. 


Aunque la verdad era que su regreso a casa cada vez a horas más intempestivas comenzaba a preocuparlo y a hacerle reflexionar sobre qué estarían tramando esos dos.


Cavilando sobre cómo abordar a los irrespetuosos jóvenes que lo evitaban en la próxima ocasión que intentaran huir de su casa, Kevin tomó un largo trago de su cerveza para disfrutar de un momento de paz, hasta que éste se acabó abruptamente cuando Gael Bramson, el agente inmobiliario que gestionaba la venta de su casa, se sentó junto a él.


—¡Mario, haz el favor de ponerme una cerveza! Mi día no puede ir a peor...


—¿Qué te ocurre, Gael? —se interesó Mario.


—¿Que qué me ocurre? ¡Pues que no hay manera de vender esa maldita casa del lago, y mis superiores no hacen otra cosa que presionarme! —declaró Gael, ganándose toda la atención de Kevin, que permaneció atento a cada una de sus palabras.


—Pero Gael, ¿tú no eras el mejor vendedor, un hombre que podía incluso venderle arena a un beduino en el desierto? —preguntó burlonamente Mario, mientras depositaba la fría cerveza frente a Gael para endulzar un poco su nefasto día.


—Y puedo… o por lo menos podía, hasta que me crucé con esa casa. ¡Es como si estuviera maldita! —suspiró Gael frustrado, haciendo que Kevin comenzara a preguntarse si esa supuesta maldición no tendría algo que ver con el par de rebeldes que vivían en su hogar.


—Primero, unos vándalos se dedicaron a destrozar la casa, por lo que se bajó el precio del inmueble. Cuando creí que con esto tendría la venta asegurada, pues tan sólo debían efectuarse unas pequeñas reformas, un grupo de motoristas se dedicó a rodear la casa con sus motocicletas y a dejar pintadas por el interior de la misma con amenazantes mensajes que asustaron a varios posibles clientes.


Mientras escuchaba al afligido agente inmobiliario, Kevin supuso que conocía a ese «grupo de motoristas», constituido en realidad por un único miembro.


—Lo más inquietante de todo fueron los mensajes que dejaron en las paredes, pintadas que me vi obligado a eliminar yo mismo con algunas manos de pintura. Y, por último, no me preguntes cómo, los muy desgraciados escribieron una cancioncilla obscena en el techo. Algo que espantó a una clienta cuando, tras ver las impolutas paredes que yo había adecentado, le señalé inocentemente las lámparas de cristal, sin percatarme de que se me había olvidado pintar el maldito techo.


Kevin se atragantó con su bebida al escuchar las muestras de originalidad de esos muchachos, pero también decidió tomar cartas en el asunto en cuanto escuchó las siguientes palabras de Gael:
—Tras llamar a la policía, hemos acordado mantener esa casa vigilada, a ver si pillamos a los gamberros que me están tocando las pelotas y también, dicho sea de paso, el bolsillo.


—¿Quién crees que los atrapará antes, tú o la policía? —preguntó Mario, igual de cotilla que siempre.


Kevin no esperó a escuchar la respuesta de Gael a tal pregunta y, tras depositar en la barra el importe de su cerveza, murmuró discretamente, al tiempo que se levantaba de su asiento:
—Seré yo.


Nadie oyó las desafiantes palabras de Kevin mientras se alejaba, decidido a acabar con la maldición que comenzaba a rondar su vieja casa del lago.




CAPITULO 59




Cuando finalicé mi trabajo, me fui directamente a la nueva casa a la que mis tíos se habían trasladado. Aunque ellos lo hicieron asegurando que su ubicación más céntrica y más próxima al instituto y a la fábrica donde trabajaba mi tío era beneficiosa, a mí me parecía que la zona no era demasiado recomendable, y los kilómetros que recorría con mi moto hasta llegar a cualquier lugar eran prácticamente los mismos que hacía antes desde la acogedora casa del lago.


La nueva vivienda era más pequeña, más triste y sin duda muy lamentable, ya que mientras antes tenía mi propio espacio en la habitación que compartía con mi primo, ahora ambos teníamos que apretujar nuestros traseros en una incómoda litera. Por suerte, yo no pasaba mucho tiempo en casa.


Las milagrosas manos de mi tía Miriam no tardaron en convertir ese descuidado lugar en un buen sitio donde vivir, pese a algunas incomodidades. El pequeño salón que en un principio me había parecido tan oscuro y sucio, con sus sombrías paredes y sus desolados rincones, ahora relucía con blancas paredes,
coloridas cortinas y alegres marcos que mostraban fotografías de toda la familia, incluyéndome a mí.


La cocina, tan negra como el hollín, había sido limpiada a conciencia hasta permitirnos descubrir que la encimera era de un bonito mármol gris, y las habitaciones, aunque sólo fueran dos, habían recuperado su esplendor ante la laboriosidad de mi tía, convirtiendo lo que en un principio era una horrenda cueva en un acogedor hogar.


Pero como yo no era ningún necio, a pesar de lo que mis familiares pensaran, no tardé en darme cuenta de que nuestra rápida mudanza no se debía a las vanas excusas que daban mis tíos cada vez que les preguntaba. Decidido a saber la verdad, no dejé de hostigar a mi primo para que me revelara lo que estaba ocurriendo, pero el muy condenado tenía una voluntad de hierro, por lo que me vi obligado a jugar sucio una vez más y, fingiéndome dormido, esperé en la litera de arriba a que Santiago se escapara de nuevo de casa, como solía hacer últimamente, para luego regresar a altas horas de la noche, escondiéndose de todos.


En cuanto vi a Santiago coger su bate de béisbol, simulé que continuaba dormido, sin asombrarme demasiado ante el hecho de que mi primo saliera armado, ya que nuestro nuevo barrio dejaba bastante que desear.


Continué fingiendo que dormía, a pesar del escándalo que hacía Santiago tropezando con todo en la oscuridad, y sólo cuando lo oí salir por la ventana me decidí a seguirlo. Esperé unos minutos antes de perseguirlo silenciosamente y, tras observar el camino que tomaba su viejo coche, lo perseguí a distancia con mi moto, muy dispuesto a averiguar qué era lo que hacía todas las noches el siempre correcto Santiago para tener que ocultarlo.


Vi que llegaba hasta la casa del lago, un lugar que en apenas unas semanas había perdido su esplendor. Por lo visto, los vándalos de por allí se habían dedicado a romper los cristales, las puertas e incluso habían arrancado algunas tejas. Sin duda, mi leal y honorable primo había ido allí para enfrentarse a los desalmados que se habían atrevido a tocar su antiguo hogar.


Decidido a ayudar a ese niño de papá que seguramente no sabría ni alzar los puños, aparqué a un lado del camino y me dirigí hacia la casa. Entre las sombras de la noche distinguí la silueta de un tipo que alzaba un bate contra uno de los cristales. Sin pararme a pensar, me lancé sobre él, arrojándolo al suelo, resuelto a darle una lección sobre lo que no debía tocar.


Únicamente cuando el individuo llevaba encajados varios puñetazos y rodamos por el suelo hasta encontrarnos cerca de las luces del coche de mi primo, pude distinguir que el estúpido vándalo con el que me estaba peleando no era otro que el propio Santiago.


—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —grité furioso, mientras me apartaba de él y le requisaba el bate, dispuesto a averiguar el motivo de su locura.


—¿A ti qué te parece? Rompiendo una ventana... —declaró él, tan desvergonzadamente como podría haber hecho yo, limpiándose la sangre del labio con el dorso de la mano.


—¿Es que acaso estás borracho, primo? —pregunté, intentando encontrar una explicación a esa locura.


—Hoy no —replicó Santiago tan tranquilo, mientras me señalaba un rincón donde se apilaban numerosas botellas de cerveza.


—¿Puedes explicarme por qué narices estás destrozando tu casa de esta manera? —le increpé, intentando obtener respuestas.


—Porque ésta ya no es mi casa. Hace un mes que el banco se quedó con mi hogar, con mis sueños, con todo… ¡y no estoy dispuesto a entregárselo de buena gana! Además, no quiero que vendan este lugar al mejor postor: quiero recuperarlo.


—¿Desde cuándo estáis tan mal de dinero? —pregunté, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.


—Por lo visto, desde antes de que tú llegaras. Pero espera, que aún no has escuchado lo mejor: mi familia no es tan caritativa como piensas, y si te acogió con los brazos abiertos fue tan sólo por el dinero que tu padre le entrega al mío para que se haga cargo de ti —reveló Santiago, furioso, sin saber si su enfado iba dirigido hacia mí o hacia sus padres.


—¿Y qué? —repliqué tan tranquilo, sin enfadarme con nadie, pues no era la primera vez que mi padre intentaba encasquetarle sus problemas a otro a cambio de dinero. Y con problemas me refería a mí mismo, evidentemente.


—¿Cómo que «y qué»? ¿Es que no te importa nada que el aprecio de mi familia, la acogedora bienvenida que te han dispensado hasta ahora y todo el tiempo que has pasado con nosotros hayan sido sólo un engaño?


—Tu familia no me ha engañado, Santiago, y tus padres, a pesar del dinero que mi padre les entregue cada mes, no creo que sean falsos en su cariño. Si fuera así, ya me habrían largado de esta casa después de alguna de mis trastadas, por más pasta que mi querido padre pusiera en sus manos. Por primera vez en años he sentido como si de verdad perteneciera a un lugar, como si ésta fuera mi familia. Y por más revelaciones que me hagas, nada cambiará los gratos recuerdos que guardo de vosotros, así que deja de estar furioso con todos y explícame de qué manera entra en tus planes destrozar esta casa para recuperarla —lo apremié, mientras le devolvía su bate, seguro de que mi primo había entrado en razón.


Craso error, ya que lo primero que hizo cuando tuvo ese juguete nuevamente entre sus manos fue destrozar otra de las ventanas de esa casa que en algún momento había significado tanto para él.


—No tengo ningún plan —manifestó, rompiendo otro cristal para desahogar su enfado.


—Y después es a mí a quien tachan de salvaje... —murmuré, mientras me masajeaba una sien. Y con la intención de quitarle el bate de béisbol otra vez, me dirigí hacia él.


—Sólo… es que… no quiero que alguien se quede con esta casa que guarda tantos recuerdos para mí y que tan bruscamente me arrebataron —confesó Santiago entre jadeos debidos al esfuerzo que hacían sus brazos para expresar el dolor que no quería mostrar con sus lágrimas.


Finalmente, cuando Santiago terminó con esa ventana, permitió que el bate cayera al suelo. Y como a mí nunca se me había dado demasiado bien consolar a las personas llorosas que no fueran hermosas chicas, algo que mi primo estaba muy lejos de llegar a ser, le palmeé la espalda con firmeza para darle ánimos.


Mientras tanto, miraba detenidamente la casa del lago pensando en alguna de esas alocadas ideas por las que tanto me habían reprendido a lo largo de ese verano, pero que sin duda en momentos como ése era necesario poner en práctica.


—No te preocupes, no la venderán —aseguré a mi afligido primo, luciendo en mi rostro una de esas maliciosas sonrisas que delataban que muy pronto nos veríamos metidos en problemas. 


Y, a pesar de saberlo, Santiago no protestó en
esa ocasión como siempre hacía, sino que me devolvió la sonrisa mientras negaba con la cabeza resignadamente.


—¿Y bien? Escuchemos tu brillante plan —declaró, tendiéndome el bate que había recogido del suelo, dispuesto a ensuciarse un poco, tal como había aprendido a hacer ese verano.




CAPITULO 58




Como el hijo responsable que era, la respuesta de Santiago ante los problemas de su padre fue buscar un trabajo para después de las clases con el que ayudarlo a cubrir sus gastos. Para un chico que nunca se había manchado las manos, fue algo complicado comenzar a hacerlo. Y más aún si el grano en el culo que lo acompañaba desde ese verano no dejaba de atosigarlo.


—Comprendo por qué estoy trabajando en este cochambroso lugar, ya que aún estoy castigado —comentaba Pedro, moviendo despreocupadamente la llave inglesa, mientras señalaba con ella el viejo taller de Tony—, pero ¿me puedes explicar qué narices haces tú aquí? —terminó, extrañado, observando cómo desentonaba el estirado aspecto de su primo en ese lugar, a pesar de que fuera ataviado con un grasiento mono de mecánico.


—Eso, querido primo, no es de tu incumbencia —respondió Santiago, mientras proseguía con la limpieza del vehículo de Tony, el dueño.


—¡Mi negocio no es cochambroso! ¡Y dame eso antes de que dañes a alguien! —gritó enfadado Tony, arrebatándole la herramienta al más lamentable de todos los aprendices que había tenido, a la vez que le señalaba nuevamente el trapo con el que debía sacar brillo a su vehículo. Si no fuera porque esas manos le salían gratis, ya haría tiempo que habría expulsado de una patada a ese chaval de su taller.


—En serio, no puedo concentrarme en el trabajo si tengo alguna incógnita rondando por mi cabeza. Y tu presencia aquí lo es —declaró Pedro, ignorando a Tony y sus exigencias, sin dejar de presionar a su primo para que le dijera la verdad de lo que estaba ocurriendo—. Tus padres y tú estáis últimamente muy raros. Sobre todo después de que decidieran que os mudarais a un lugar más céntrico. ¡Esa nueva casa es como una lata de sardinas, y esas literas tan estrechas me hacen desear dormir en el suelo! Pero en fin...


—Si no te gusta cómo hace las cosas mi familia, siempre puedes marcharte del pueblo —declaró furiosamente Santiago entre dientes, mordiéndose la lengua para no delatar la lamentable situación de los suyos y para evitar desahogar su rabia con sus puños en la cara de su impertinente primo.


—Sabes que tarde o temprano averiguaré qué haces aquí, y entonces me regodearé en mi victoria. Así que, ¿por qué no te ahorras mis futuras burlas y me cuentas lo que está ocurriendo?


—Creo que correré el riesgo —dijo cínicamente Santiago, mientras proseguía con su labor.


—¡Vamos, chicos! ¡No os pago para que perdáis el tiempo! —gritó Tony desde un grasiento rincón.


—De hecho, a mí no me pagas —recordó Pedro, molesto con las horas perdidas que pasaba en ese lugar, debido al imaginativo castigo de su tío—. ¡Espera un momento! ¿A él le pagas? —preguntó con asombro, señalando la satisfecha sonrisa que asomaba al rostro de su primo.


—Él no me destroza todo lo que toca —señaló Tony, haciendo referencia a algún que otro coche que había tenido que reparar después de que pasara por las manos de Pedro para un simple cambio de aceite.


—¡Sólo se me dan bien las motos, no tengo ni idea de coches! Además, estas manitas no están hechas para estas duras tareas —bromeó Pedro, para luego añadir, mientras señalaba las de su primo—: Y creía que ésas tampoco.


—No, pero aprenden rápido —repuso Santiago, mirando con determinación sus manos manchadas de grasa.


—Y dime, primo, ¿qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión y provocar que ahora estés tan dispuesto a manchar tu impoluta presencia? —inquirió sarcásticamente Pedro, intentando burlarse de él.


—¿Tú qué crees…? Paula —contestó Santiago, a pesar de que esa afirmación quedaba muy lejos de ser cierta. Lo había dicho sólo para fastidiar a su primo, aprovechando el único punto débil que siempre tendría.


Las furiosas advertencias que Pedro pretendía hacerle a Santiago quedaron calladas por las órdenes de Tony, que les exigía volver al trabajo, así que Pedro simplemente gruñó su descontento, mientras volvía a su deber, aunque, eso sí, más decidido que nunca a saber lo que estaba ocurriendo, sobre todo si Paula estaba implicada en ello de alguna manera.