jueves, 11 de octubre de 2018

CAPITULO 59




Cuando finalicé mi trabajo, me fui directamente a la nueva casa a la que mis tíos se habían trasladado. Aunque ellos lo hicieron asegurando que su ubicación más céntrica y más próxima al instituto y a la fábrica donde trabajaba mi tío era beneficiosa, a mí me parecía que la zona no era demasiado recomendable, y los kilómetros que recorría con mi moto hasta llegar a cualquier lugar eran prácticamente los mismos que hacía antes desde la acogedora casa del lago.


La nueva vivienda era más pequeña, más triste y sin duda muy lamentable, ya que mientras antes tenía mi propio espacio en la habitación que compartía con mi primo, ahora ambos teníamos que apretujar nuestros traseros en una incómoda litera. Por suerte, yo no pasaba mucho tiempo en casa.


Las milagrosas manos de mi tía Miriam no tardaron en convertir ese descuidado lugar en un buen sitio donde vivir, pese a algunas incomodidades. El pequeño salón que en un principio me había parecido tan oscuro y sucio, con sus sombrías paredes y sus desolados rincones, ahora relucía con blancas paredes,
coloridas cortinas y alegres marcos que mostraban fotografías de toda la familia, incluyéndome a mí.


La cocina, tan negra como el hollín, había sido limpiada a conciencia hasta permitirnos descubrir que la encimera era de un bonito mármol gris, y las habitaciones, aunque sólo fueran dos, habían recuperado su esplendor ante la laboriosidad de mi tía, convirtiendo lo que en un principio era una horrenda cueva en un acogedor hogar.


Pero como yo no era ningún necio, a pesar de lo que mis familiares pensaran, no tardé en darme cuenta de que nuestra rápida mudanza no se debía a las vanas excusas que daban mis tíos cada vez que les preguntaba. Decidido a saber la verdad, no dejé de hostigar a mi primo para que me revelara lo que estaba ocurriendo, pero el muy condenado tenía una voluntad de hierro, por lo que me vi obligado a jugar sucio una vez más y, fingiéndome dormido, esperé en la litera de arriba a que Santiago se escapara de nuevo de casa, como solía hacer últimamente, para luego regresar a altas horas de la noche, escondiéndose de todos.


En cuanto vi a Santiago coger su bate de béisbol, simulé que continuaba dormido, sin asombrarme demasiado ante el hecho de que mi primo saliera armado, ya que nuestro nuevo barrio dejaba bastante que desear.


Continué fingiendo que dormía, a pesar del escándalo que hacía Santiago tropezando con todo en la oscuridad, y sólo cuando lo oí salir por la ventana me decidí a seguirlo. Esperé unos minutos antes de perseguirlo silenciosamente y, tras observar el camino que tomaba su viejo coche, lo perseguí a distancia con mi moto, muy dispuesto a averiguar qué era lo que hacía todas las noches el siempre correcto Santiago para tener que ocultarlo.


Vi que llegaba hasta la casa del lago, un lugar que en apenas unas semanas había perdido su esplendor. Por lo visto, los vándalos de por allí se habían dedicado a romper los cristales, las puertas e incluso habían arrancado algunas tejas. Sin duda, mi leal y honorable primo había ido allí para enfrentarse a los desalmados que se habían atrevido a tocar su antiguo hogar.


Decidido a ayudar a ese niño de papá que seguramente no sabría ni alzar los puños, aparqué a un lado del camino y me dirigí hacia la casa. Entre las sombras de la noche distinguí la silueta de un tipo que alzaba un bate contra uno de los cristales. Sin pararme a pensar, me lancé sobre él, arrojándolo al suelo, resuelto a darle una lección sobre lo que no debía tocar.


Únicamente cuando el individuo llevaba encajados varios puñetazos y rodamos por el suelo hasta encontrarnos cerca de las luces del coche de mi primo, pude distinguir que el estúpido vándalo con el que me estaba peleando no era otro que el propio Santiago.


—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —grité furioso, mientras me apartaba de él y le requisaba el bate, dispuesto a averiguar el motivo de su locura.


—¿A ti qué te parece? Rompiendo una ventana... —declaró él, tan desvergonzadamente como podría haber hecho yo, limpiándose la sangre del labio con el dorso de la mano.


—¿Es que acaso estás borracho, primo? —pregunté, intentando encontrar una explicación a esa locura.


—Hoy no —replicó Santiago tan tranquilo, mientras me señalaba un rincón donde se apilaban numerosas botellas de cerveza.


—¿Puedes explicarme por qué narices estás destrozando tu casa de esta manera? —le increpé, intentando obtener respuestas.


—Porque ésta ya no es mi casa. Hace un mes que el banco se quedó con mi hogar, con mis sueños, con todo… ¡y no estoy dispuesto a entregárselo de buena gana! Además, no quiero que vendan este lugar al mejor postor: quiero recuperarlo.


—¿Desde cuándo estáis tan mal de dinero? —pregunté, tendiéndole una mano para ayudarlo a levantarse.


—Por lo visto, desde antes de que tú llegaras. Pero espera, que aún no has escuchado lo mejor: mi familia no es tan caritativa como piensas, y si te acogió con los brazos abiertos fue tan sólo por el dinero que tu padre le entrega al mío para que se haga cargo de ti —reveló Santiago, furioso, sin saber si su enfado iba dirigido hacia mí o hacia sus padres.


—¿Y qué? —repliqué tan tranquilo, sin enfadarme con nadie, pues no era la primera vez que mi padre intentaba encasquetarle sus problemas a otro a cambio de dinero. Y con problemas me refería a mí mismo, evidentemente.


—¿Cómo que «y qué»? ¿Es que no te importa nada que el aprecio de mi familia, la acogedora bienvenida que te han dispensado hasta ahora y todo el tiempo que has pasado con nosotros hayan sido sólo un engaño?


—Tu familia no me ha engañado, Santiago, y tus padres, a pesar del dinero que mi padre les entregue cada mes, no creo que sean falsos en su cariño. Si fuera así, ya me habrían largado de esta casa después de alguna de mis trastadas, por más pasta que mi querido padre pusiera en sus manos. Por primera vez en años he sentido como si de verdad perteneciera a un lugar, como si ésta fuera mi familia. Y por más revelaciones que me hagas, nada cambiará los gratos recuerdos que guardo de vosotros, así que deja de estar furioso con todos y explícame de qué manera entra en tus planes destrozar esta casa para recuperarla —lo apremié, mientras le devolvía su bate, seguro de que mi primo había entrado en razón.


Craso error, ya que lo primero que hizo cuando tuvo ese juguete nuevamente entre sus manos fue destrozar otra de las ventanas de esa casa que en algún momento había significado tanto para él.


—No tengo ningún plan —manifestó, rompiendo otro cristal para desahogar su enfado.


—Y después es a mí a quien tachan de salvaje... —murmuré, mientras me masajeaba una sien. Y con la intención de quitarle el bate de béisbol otra vez, me dirigí hacia él.


—Sólo… es que… no quiero que alguien se quede con esta casa que guarda tantos recuerdos para mí y que tan bruscamente me arrebataron —confesó Santiago entre jadeos debidos al esfuerzo que hacían sus brazos para expresar el dolor que no quería mostrar con sus lágrimas.


Finalmente, cuando Santiago terminó con esa ventana, permitió que el bate cayera al suelo. Y como a mí nunca se me había dado demasiado bien consolar a las personas llorosas que no fueran hermosas chicas, algo que mi primo estaba muy lejos de llegar a ser, le palmeé la espalda con firmeza para darle ánimos.


Mientras tanto, miraba detenidamente la casa del lago pensando en alguna de esas alocadas ideas por las que tanto me habían reprendido a lo largo de ese verano, pero que sin duda en momentos como ése era necesario poner en práctica.


—No te preocupes, no la venderán —aseguré a mi afligido primo, luciendo en mi rostro una de esas maliciosas sonrisas que delataban que muy pronto nos veríamos metidos en problemas. 


Y, a pesar de saberlo, Santiago no protestó en
esa ocasión como siempre hacía, sino que me devolvió la sonrisa mientras negaba con la cabeza resignadamente.


—¿Y bien? Escuchemos tu brillante plan —declaró, tendiéndome el bate que había recogido del suelo, dispuesto a ensuciarse un poco, tal como había aprendido a hacer ese verano.




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