lunes, 1 de octubre de 2018
CAPITULO 26
Zoe miraba con curiosidad a la extraña pareja que había entrado esa noche a su local: el taimado Pedro Alfonso, del que había conocido su nombre gracias a los cuchicheos del pueblo, ya que él no se había dignado regresar a su bar hasta entonces, después de que le quedase a deber el importe de una cerveza, y la estirada Paula Chaves, una niña que volvía una y otra vez a ese pueblo, sólo para intentar llamar la atención de uno de sus más prominentes solteros.
El aspecto que presentaba en ese momento distaba mucho del que mostraba habitualmente. Esa noche, la impecable damita no vestía una de sus rígidas indumentarias, sino que se había desmelenado en la pista de baile y ahora estaba bebiendo una de esas cervezas que sus padres, con toda seguridad, le tendrían terminantemente prohibido.
Mientras la observaba, Paula reía a carcajadas junto a un sinvergüenza cuyas intenciones no debían de ser demasiado honorables, y Zoe se preguntaba si no debería intervenir y prevenir a la inocente Paula sobre ese perverso hombre.
Pero, tras ver como ella le devolvía a Pedro cada una de sus jugadas, y con bastante malicia además, decidió no meterse en esa relación, ya que esa niña mimada parecía saber cómo tratar a un hombre tan rebelde como ése.
Cuando se acercaron a la barra, y tras verlos conversar tan amigablemente, Zoe no pudo evitar sentir curiosidad sobre la relación que tenían esos dos. Sobre todo, para ver si al fin llenaba su vieja pizarra con alguna que otra apuesta que le permitiera ganar algo de dinero extra para invertir en su bar y, de paso, también
para cobrarse la cerveza que ese individuo seguía debiéndole tras su primer encuentro.
—Bueno, hola otra vez... ¿Qué te trae de nuevo a mi establecimiento, Pedro Alfonso? —se interesó Zoe.
—Nada en particular. Sólo he venido a bailar un poco, a refrescarme con una cerveza y… ¡ah sí! ¡A pervertir a mi novia! —declaró despreocupadamente, haciendo que Paula se atragantara con su bebida ante tal afirmación.
—¡Yo no soy tu novia! Y nunca caeré en tus perversos juegos.
—Sí eres mi novia, y en lo que respecta a las perversiones, tú dame tiempo que ya te enseñaré yo todo lo que sé sobre ellas.
—¡No soy tu novia!
—Sí lo eres.
—Pero bueno —interrumpió Zoe, cada vez más interesada en el juego de esa pareja—. ¿Sois o no sois novios?
—Será mi falso novio sólo por un tiempo —declaró despectivamente Paula, mostrándose de nuevo en su papel de detestable damita.
—Seré tu novio de verdad para cuando acabe el verano —anunció decidido Pedro, como si supiera que en ese juego él sería el único ganador.
—Para nada: ése será Santiago —replicó Paula, demostrando que no había abandonado su empecinada idea de perseguir al hombre que sus padres le habían señalado como el indicado.
—¿Qué te apuestas, rubita? —la retó Pedro.
—Yo no juego… —contestó Paula, mirándolo por encima de su cerveza, mientras lo provocaba con cada una de sus palabras.
—¡Mierda! ¡Eso es algo que tenemos que remediar! —declaró Pedro para, a continuación, y con todo el atrevimiento del mundo, colarse detrás de la barra del bar y sacar la vieja pizarra.
—Pero si lo hiciera, estoy segura de que ganaría —prosiguió Paula, sin asombrarse por las locuras de las que era capaz ese hombre.
Después de limpiarla con un trapo un poco usado, Pedro dividió la pizarra en dos y arriba escribió con escandalosas letras mayúsculas: «¿A QUIÉN ELEGIRÁ PAULA?». Luego, se tomó la libertad de añadir en cada uno de los lados un nombre, acompañado por una descripción del sujeto. «Al divertido Pedro Alfonso» puso a la derecha, «Al soporífero Santiago Alfonso» añadió a la izquierda.
Y, para mayor insolencia, Pedro apostó por sí mismo poniendo su nombre y una cifra en la pizarra debajo de su nombre.
—¡Hala! ¡Apuesta realizada! —anunció, depositando un puñado de billetes sobre la barra—. Zoe guardará este dinero hasta que veamos si gano o no.
—¡No pienso seguirte el juego, Pedro, y por nada del mundo pienso apostar!
—Sí, lo comprendo, temes perder todo tu dinero contra mí, ya que, sin duda, mis encantos te están conquistando y sabes que yo soy el único hombre que puede haber en tu vida.
La respuesta de Paula fue simplemente poner los ojos en blanco y beber un nuevo sorbo de su cerveza, mientras intentaba ignorar las provocaciones de ese sujeto.
—Sabes que llegará un momento en el que no podrás resistirte ni a mí ni a mis besos —insistió Pedro, acercándose nuevamente a Paula más de lo aconsejable, recordándole con la cercanía de sus cuerpos cómo se había dejado llevar por su beso unos minutos antes.
Tal vez para huir de la tentación que él representaba o quizá para intentar evitar darle la razón, o simplemente, porque el alcohol al fin estaba surtiendo efecto en ella, Paula se levantó de la silla y, alejándose de Pedro, se dirigió hacia la pizarra para seguir su ejemplo y anotar su nombre junto una cifra, debajo del nombre de Santiago.
—Creo que acabo de demostrar que sí puedo resistirme a ti —dijo, pasando junto a Pedro para depositar en la barra el dinero que apostaba contra él.
—No, cielo. Lo único que me has demostrado es lo divertido que va a ser este juego —repuso Pedro, haciéndole un guiño, como si esa pequeña apuesta fuera una dulce victoria para él.
Cuando el enfrentamiento de la pareja comenzaba a convertirse en un entretenimiento para los clientes de Zoe, el siempre impecable Santiago entró precipitadamente en el bar casi sin aliento, buscando exaltado por el lugar, hasta dar con la persona tras la que había corrido con tanta desesperación.
—Has sido tú, ¿verdad? —dijo Santiago, señalando acusador a su primo— ¿Cómo has podido estropear mi coche para evitar que fuera detrás de ti?
—Bueno, verás, es muy sencillo: se introduce una patata bien gorda en el tubo de escape y…
—¡No tienes vergüenza! Además, ¡sabes que estás castigado!
—No me digas —declaró irónicamente Pedro, alzando impertinente una de sus cejas.
—Y tú… ¡tú te vienes conmigo! —exclamó Santiago, cogiendo bruscamente la mano de Paula, para arrastrarla hacia el exterior.
—No estés tan seguro de eso, primito —apuntó Pedro, cogiendo la otra mano de Paula, resistiéndose a dejarla marchar.
—¡Eh, basta los dos! ¡No soy una muñequita que podáis manejar a vuestro antojo! —se quejó Paula, deshaciéndose del agarre de ambos sujetos, demasiado ebria como para representar el papel de niña buena en el que apenas articulaba palabra alguna y que solía ser habitual en ella—. ¡No me voy con ninguno! —
añadió a viva voz, antes de salir precipitadamente del bar de Zoe.
Pedro y Santiago no dudaron en salir corriendo detrás de ella. Incluso se pelearon por ver quién pasaba antes por la puerta. Y, claro estaba, los asistentes a ese espectáculo no quisieron perderse detalle de lo que ocurría, así que se apresuraron a reunirse con ellos en el exterior, donde contemplaron la ridícula actuación de los tres.
Por lo visto, al verse sin su automóvil, Santiago había optado por coger su bicicleta para ir a buscar a su primo, bicicleta que ahora había sido requisada por Pedro para volver sola a casa. La chica iba haciendo eses con ella, mientras cantaba a pleno pulmón una pegadiza cancioncilla del verano.
Pedro, nada convencido de que llegara a su casa de una sola pieza en sus circunstancias, había decidido seguirla lentamente con su motocicleta, mientras que Santiago se había negado a dejarlos a solas otra vez, de modo que mantenía su estricta vigilancia desde la parte trasera de la motocicleta de Pedro.
—¿Sabes? No es así como imaginé que volvería a casa... —declaró Pedro entre suspiros, cuando se volvió para ver a su primo montado en su moto detrás de él.
—¡Tú calla y síguela! ¡No la pierdas de vista!
—¿En serio crees que podemos a llegar a perderla? —preguntó Pedro con ironía, tras escuchar uno más de los berridos de Paula.
Después de perderlos de vista, los clientes de Zoe volvieron al interior de su establecimiento y, entre risas, siguieron divirtiéndose. Algún que otro curioso se acercó para echar un vistazo a la atrevida apuesta de la gran pizarra de Zoe.
—¡Se aceptan apuestas! —gritó ésta a pleno pulmón cuando el enésimo cotilla miraba interesado las anotaciones que había en ella.
Y, como había previsto, sus clientes no tardaron en llenar la pizarra con sus nombres y apuestas. E incluso se atrevieron a proponer alguna que otra opción más sobre los alocados Alfonso y su forma de actuar ante el amor.
CAPITULO 25
—Tu primo no está aquí —dije molesta por haber caído en otro de los viles trucos de ese sujeto.
—Tú dale tiempo —respondió Pedro con indiferencia, mientras me conducía hacia la barra del bar. Y tras arrebatarle el taburete a un desconocido, me lo ofreció con amabilidad, intentando aparentar ser un caballero.
—¡Zoe! ¡Dos cervezas! —gritó hacia una chica pelirroja, que, tras dirigirle una furiosa mirada, le respondió con un grosero gesto de su dedo corazón—. Vale, yo también te quiero… ahora ponme dos cervezas, por favor —pidió Pedro,
lanzándole desvergonzadamente un beso.
—No sirvo alcohol a menores, tú no tienes cuenta en este establecimiento y aún me debes una cerveza.
—Cielo, no te preocupes. Si quieres, mañana le digo a mi tío que venga a pagarla —contestó Pedro con una maliciosa sonrisa que delataba que estaba cometiendo una de sus maldades.
—Chantajista de mierda… —masculló Zoe, deslizando dos cervezas por la barra, que Pedro se apresuró a coger—. Espero que te atragantes...
—Tranquila, Zoe, esta vez tengo dinero —dijo Pedro. Y tras pagar las bebidas, las abrió y me pasó una botella que no dudé en rechazar.
—Nunca en mi vida he probado el alcohol. No bebo, ni fumo, ni... — interrumpí mi discurso cuando vi que me ignoraba, mientras dejaba las cervezas en la barra y sacaba un cigarrillo para ponerlo en su boca con gesto chulesco.
Molesta por que no me prestara atención cuando había sido él quien me había llevado hasta allí, le arrebaté el cigarrillo antes de que lo encendiera y lo partí por la mitad. Después lo arrojé al suelo y esperé su reacción. Como siempre, ese sinvergüenza solamente me dedicó una de sus pícaras sonrisas antes de provocarme una vez más.
—Ahora tienes toda mi atención, querida, y estoy sumamente interesado en conocer el tercer elemento de esa lista de cosas que nunca has hecho.
—Decía que no bebo, ni fumo, ni hago cosas pervertidas con...
—Entonces harás de tu futuro marido un hombre muy infeliz —me interrumpió Pedro, mientras se aproximaba insinuantemente a mí—, pero no te
preocupes, rubita, para eso estoy yo aquí, para enseñarte lo osada que puedes llegar a ser.
La cercanía de sus labios me tentó por unos instantes, durante los que quise probar cómo sería dejarme llevar por el alocado Pedro que tanto me incitaba en más de una ocasión para que cediera al pecado. Pero no tardé en descartarlo cuando recordé que, para él, yo seguramente sólo sería uno más de sus juegos.
—Nunca las haré con el hombre inadecuado —terminé, susurrándole provocativamente al oído, para luego alejarme, mientras me reía de su asombrado rostro.
Riéndome a carcajadas, me dirigí hacia la pequeña pista de baile que habían improvisado en ese local y, abriéndome paso entre la multitud, moví mi cuerpo con tanta desenvoltura como hacía en casa cuando nadie me observaba, para deshacerme de toda la frustración que me invadía por no poder ajustarme nunca al papel que otros querían otorgarme.
Mostrando mi verdadero yo ante todos esos desconocidos que me rodeaban, bailé sin preocuparme por nada, sintiéndome libre al encontrarme alejada de la prisión que mis padres me imponían, hasta que los fuertes brazos de Pedro rodearon mi cintura. Y haciendo que me apoyara en él, susurró a mi oído:
—Esta faceta tuya es la que más me gusta, ¿por qué no la sacas a relucir más a menudo?
—Porque tú eres el único al que le gusta —respondí sinceramente, volviéndome hacia él, asombrada de que alguien prefiriera mi verdadero ser a la impecable muñequita que mi madre había modelado.
—Entonces, rubita, apuesta sólo por mí y olvida todo lo demás —declaró Pedro con seriedad, mientras sus manos cogían fuertemente las mías para que, por una vez, lo mirara de verdad y me diera cuenta de que lo que él sentía por mí no era una broma.
Asustada ante lo que mi acelerado corazón comenzaba a sentir por el hombre inadecuado, intenté apartarme. Pero Pedro no me dejó y, acercándome a él, me arrebató un beso una vez más. Aunque en esta ocasión no fue un simple roce de nuestros labios lo que él reclamó, sino un lujurioso beso que cada vez me resistía menos a experimentar.
Sus labios probaron tentadores los míos, con suavidad, haciéndome gemir quedamente cuando él me atrajo de nuevo al calor de sus brazos. Sus dientes mordieron atrevidamente mi labio inferior y, cuando intenté protestar, su lengua invadió mi boca buscando una respuesta que yo no sabía darle, pero que no tardé en aprender ante sus exigentes avances.
Mi cuerpo ardía y yo me derretía entre sus brazos, perdiéndome en el momento y dejándome llevar hacia donde él quisiera guiarme, hasta que las audaces manos que apretaron mi trasero atrayéndome más hacia él me hicieron notar la evidencia de su deseo, mostrándome lo peligroso que podía llegar a ser un hombre como Pedro.
—¿Qué es eso? —dije escandalizada, poniendo fin a ese beso, mientras intentaba alejarme de él.
—Eso, cariño, se llama «erección», y es la muestra de lo mucho que me gustas. Si no quieres que todos lo noten, será mejor que permanezcas a mi lado para ocultarlo —apuntó, reteniéndome y acercándome nuevamente a él más de lo debido.
—No creo esta proximidad te sirva demasiado para… calmarte —murmuré escéptica, al notar que esa parte de su anatomía parecía avivarse aún más al tenerme más cerca.
—Tú simula que estamos bailando y… ¡y por Dios, no te muevas así! — exclamó entre dientes, cuando intenté bailar junto a él.
—¡Deshazte de eso, pero ya! —grité escandalizada, cuando noté el tamaño que había llegado a alcanzar al rozarse de nuevo conmigo.
—Cariño, lo haría encantado, pero sólo baja con frío o con…
—¿Con qué?
—Pues con tus atenciones, si tú, como un alma caritativa, te apiadas de mí y me dedicas tus cuidados... —respondió atrevidamente, mientras cogía una de mis manos para colocarla con audacia sobre su erección.
Furiosa a causa de su descaro y de su vulgar propuesta, retiré la mano despacio. Y, luciendo la falsa sonrisa que sólo mostraba con ocasión de las visitas de mi madre, declaré con ironía:
—¡Oh, pobrecito! No te preocupes, yo te daré mis más cariñosos cuidados.
Y tras dejarlo boquiabierto con mi respuesta, no dudé en gritar hacia Zoe:
—¡Zoe, pásame una cerveza! ¡La más fría que tengas, por favor!
La pelirroja alzó hacia mí una interrogativa ceja, y después de pensarse durante unos segundos si aceptar mi pedido o no, finalmente deslizó una cerveza helada por la barra, luciendo una sonrisa igual de maliciosa que la mía. Después de coger mi bebida, la coloqué entre Pedro y yo y, ocultándolo de todos, le
dediqué los debidos cuidados que él había pedido, con la delicadeza que se merecía esa parte de él que tanto me perseguía.
—¿Ya estás mejor? —le pregunté sonriente cuando lo vi encogerse de frío, mientras me fulminaba con la mirada—. Si quieres, podemos seguir así el tiempo que desees —propuse, tan escandalosamente como él me había pedido
con anterioridad.
—No, déjalo —masculló entre dientes, arrebatándome la cerveza.
Cuando intentó alejarse de mí, no pude evitar molestarlo un poco más, como siempre hacía él conmigo. Así que, antes de que diera su primer trago a la helada cerveza, se la quité.
—Ésta es mía. Después de todo, me la he ganado —dije, señalando su entrepierna, mientras daba un gran sorbo de esa bebida que nunca me había tentado hasta ese momento.
Pedro simplemente me sonrió tan audaz como siempre y me recordó al pasar a mi lado:
—Rubita, ya no podrás decir que nunca has bebido alcohol. Y realmente has sido muy pervertida conmigo… —murmuró, señalando su entrepierna con su mirada—. Estoy impaciente por ver cuántas prohibiciones más te saltas esta noche, y más que dispuesto a acompañarte en todas y cada una de ellas…
CAPITULO 24
A pesar de llegar bastante cansado del taller donde mi tío se había empeñado que trabajara, estaba más que decidido a ir detrás de Paula. Y más aún después de escuchar esas palabras con las que se rendía definitivamente a mí.
Usando mis encantos, no tardé demasiado en conseguir la dirección de la casa que los Chaves habían comprado en Whiterlande, pero es que mi tía siempre había sido débil ante los halagos.
Al averiguar que los padres de Paula acompañarían a mis tíos a una aburrida exposición, decidí que ése sería el mejor momento para visitar a la princesita prisionera.
Me puse mis mejores galas, entre las que destacaba mi nueva chaqueta de cuero, y elaboré un plan lo bastante atrevido como para tentar a mi rebelde rubita para que se saltara su castigo.
Sabiendo que nadie impediría mi huida de esa casa, solamente tuve que evitar a mi perro guardián particular, Santiago, pero como éste no era más rápido que mi motocicleta, no tuve problemas para dejarlo atrás.
Cuando llegué a las proximidades de mi destino, apagué el motor de mi vehículo para que su ruido no me delatara. La casa que los Chaves habían adquirido era igual que todas las demás de ese monótono pueblo: dos plantas, blancas paredes exteriores, tejas grises, un acogedor porche, un gran jardín rodeado de pequeñas vallas que separaban ese hogar del siguiente, y seguramente un gran árbol en el jardín trasero.
Una vez que me acerqué tuve que mirar un par de veces la dirección que tenía apuntada para comprobar que era la correcta, ya que oí una escandalosa música que provenía del interior de esa casa. Sorprendido y picado en mi curiosidad, miré por la ventana del salón, que estaba abierta y era la única estancia que se hallaba iluminada.
Nunca podría haberme alegrado de convertirme en un mirón más que en ese preciso momento en que asomé la cabeza por la ventana, ya que fui testigo de una faceta de Paula que seguramente todos desconocerían, incluido yo hasta ese instante: al son de la ruidosa música, mi rubita movía sus caderas, enfundadas en
unas mallas de licra que se adaptaban a la perfección a su figura, mostrándome todas las curvas que siempre ocultaba.
Era una auténtica tentación. Decidí prestar atención a sus movimientos para atesorar en mi mente esa pecaminosa imagen. Y no pude evitar emitir un silbido de admiración cuando vi su delantera cubierta solamente por una holgada camiseta. Así descubrí otro más de los encantos que Paula pretendía esconder.
—¡Dios, son de verdad! —exclamé, más decidido que nunca a hacerme con esa chica.
—¡Grosero! —gritó ella cuando se volvió furiosa para enfrentarse conmigo —. ¡Y encima mirón! —añadió, cerrando bruscamente la ventana delante de mis narices, para luego pasar a correr la cortina.
Como yo ya sabía que estaba en casa y tenía más que decidido llevarla conmigo, pegué mi dedo al timbre totalmente resuelto a que me abriera la puerta de su hogar y me dejara pasar.
Pero mi rebelde rubita parecía dispuesta a ignorarme, así que, tomando aire, comencé a cantar la canción más grosera que conocía.
—¡… y nunca se agachaba Arturo, porque si lo hacía le daban por el c…!
Creo que la tercera estrofa de mi canción la impresionó, porque abrió rápidamente la puerta, me agarró de las solapas de la chaqueta y me atrajo hacia el interior sin dejarme terminar mi cancioncilla.
—¿Se puede saber qué narices haces aquí?
—¿No es obvio? He venido a buscar a mi novia para rescatarla —anuncié, mientras ejecutaba teatralmente una reverencia, ante lo que Paula alzó una de sus cejas con escepticismo—. Bueno, vale… para pervertirla un poquito, en realidad.
—No puedo salir contigo, estoy castigada.
—Yo también, pero ya que nuestros perros guardianes han salido, ¿por qué no divertirnos un poco?
—No.
—¡Ah, perdona! Olvidaba que eres una niñita buena de mamá y papá y que nunca desobedecerías sus decisiones, aunque no sean justas. Ni siquiera aunque mi primo te estuviera esperando.
—Es un truco.
—¿Estás segura de eso, rubita, si ni siquiera sabes a donde te quiero llevar? —pregunté, mostrando una sonrisa llena de satisfacción, mientras me dirigía despreocupadamente a la salida.
Después de montar en mi motocicleta, creí que mi intento de tentar a Paula había sido infructuoso, hasta que unos minutos después la música cesó y una alocada mujer corrió hacia mí. Y cuando arranqué para indicarle que me marchaba, Paula no me decepcionó y, de un salto, se subió detrás de mí.
—¿A qué esperas? Vamos a encontrarnos con tu primo —ordenó mientras me señalaba el camino.
¡Qué pena para ella que a mí no me gustara seguir las indicaciones de nadie, y menos aún las que no entraban en mis planes!
—Lo que tú digas, rubita —contesté despreocupadamente.
Cuando me preguntó por el lugar hacia el que nos dirigíamos, aumenté la velocidad para que tuviera que agarrarse fuerte a mi cintura, olvidándose por completo de cualquier cosa que no fuera yo.
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