lunes, 1 de octubre de 2018

CAPITULO 24




A pesar de llegar bastante cansado del taller donde mi tío se había empeñado que trabajara, estaba más que decidido a ir detrás de Paula. Y más aún después de escuchar esas palabras con las que se rendía definitivamente a mí.


Usando mis encantos, no tardé demasiado en conseguir la dirección de la casa que los Chaves habían comprado en Whiterlande, pero es que mi tía siempre había sido débil ante los halagos. 


Al averiguar que los padres de Paula acompañarían a mis tíos a una aburrida exposición, decidí que ése sería el mejor momento para visitar a la princesita prisionera.


Me puse mis mejores galas, entre las que destacaba mi nueva chaqueta de cuero, y elaboré un plan lo bastante atrevido como para tentar a mi rebelde rubita para que se saltara su castigo.


Sabiendo que nadie impediría mi huida de esa casa, solamente tuve que evitar a mi perro guardián particular, Santiago, pero como éste no era más rápido que mi motocicleta, no tuve problemas para dejarlo atrás.


Cuando llegué a las proximidades de mi destino, apagué el motor de mi vehículo para que su ruido no me delatara. La casa que los Chaves habían adquirido era igual que todas las demás de ese monótono pueblo: dos plantas, blancas paredes exteriores, tejas grises, un acogedor porche, un gran jardín rodeado de pequeñas vallas que separaban ese hogar del siguiente, y seguramente un gran árbol en el jardín trasero.


Una vez que me acerqué tuve que mirar un par de veces la dirección que tenía apuntada para comprobar que era la correcta, ya que oí una escandalosa música que provenía del interior de esa casa. Sorprendido y picado en mi curiosidad, miré por la ventana del salón, que estaba abierta y era la única estancia que se hallaba iluminada.


Nunca podría haberme alegrado de convertirme en un mirón más que en ese preciso momento en que asomé la cabeza por la ventana, ya que fui testigo de una faceta de Paula que seguramente todos desconocerían, incluido yo hasta ese instante: al son de la ruidosa música, mi rubita movía sus caderas, enfundadas en
unas mallas de licra que se adaptaban a la perfección a su figura, mostrándome todas las curvas que siempre ocultaba.


Era una auténtica tentación. Decidí prestar atención a sus movimientos para atesorar en mi mente esa pecaminosa imagen. Y no pude evitar emitir un silbido de admiración cuando vi su delantera cubierta solamente por una holgada camiseta. Así descubrí otro más de los encantos que Paula pretendía esconder.


—¡Dios, son de verdad! —exclamé, más decidido que nunca a hacerme con esa chica.


—¡Grosero! —gritó ella cuando se volvió furiosa para enfrentarse conmigo —. ¡Y encima mirón! —añadió, cerrando bruscamente la ventana delante de mis narices, para luego pasar a correr la cortina.


Como yo ya sabía que estaba en casa y tenía más que decidido llevarla conmigo, pegué mi dedo al timbre totalmente resuelto a que me abriera la puerta de su hogar y me dejara pasar. 


Pero mi rebelde rubita parecía dispuesta a ignorarme, así que, tomando aire, comencé a cantar la canción más grosera que conocía.


—¡… y nunca se agachaba Arturo, porque si lo hacía le daban por el c…!


Creo que la tercera estrofa de mi canción la impresionó, porque abrió rápidamente la puerta, me agarró de las solapas de la chaqueta y me atrajo hacia el interior sin dejarme terminar mi cancioncilla.


—¿Se puede saber qué narices haces aquí?


—¿No es obvio? He venido a buscar a mi novia para rescatarla —anuncié, mientras ejecutaba teatralmente una reverencia, ante lo que Paula alzó una de sus cejas con escepticismo—. Bueno, vale… para pervertirla un poquito, en realidad.


—No puedo salir contigo, estoy castigada.


—Yo también, pero ya que nuestros perros guardianes han salido, ¿por qué no divertirnos un poco?


—No.


—¡Ah, perdona! Olvidaba que eres una niñita buena de mamá y papá y que nunca desobedecerías sus decisiones, aunque no sean justas. Ni siquiera aunque mi primo te estuviera esperando.


—Es un truco.


—¿Estás segura de eso, rubita, si ni siquiera sabes a donde te quiero llevar? —pregunté, mostrando una sonrisa llena de satisfacción, mientras me dirigía despreocupadamente a la salida.


Después de montar en mi motocicleta, creí que mi intento de tentar a Paula había sido infructuoso, hasta que unos minutos después la música cesó y una alocada mujer corrió hacia mí. Y cuando arranqué para indicarle que me marchaba, Paula no me decepcionó y, de un salto, se subió detrás de mí.


—¿A qué esperas? Vamos a encontrarnos con tu primo —ordenó mientras me señalaba el camino.


¡Qué pena para ella que a mí no me gustara seguir las indicaciones de nadie, y menos aún las que no entraban en mis planes!


—Lo que tú digas, rubita —contesté despreocupadamente.


Cuando me preguntó por el lugar hacia el que nos dirigíamos, aumenté la velocidad para que tuviera que agarrarse fuerte a mi cintura, olvidándose por completo de cualquier cosa que no fuera yo.




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