jueves, 18 de octubre de 2018
CAPITULO 83
—Sabes que mañana Paula se irá, ¿verdad? —le preguntó un enfadado Santiago a su primo, que disfrutaba de una cerveza en el porche de la casa del lago.
—Sí, lo sé —respondió Pedro, sin levantar la cabeza, mirando fijamente su botella. Y como si no tuviera nada más importante que hacer, continuó bebiendo pasivamente, sin responder nada más a las airadas preguntas de su primo.
—¿Y no piensas hacer nada? ¿Es que ni siquiera vas a intentar detenerla? ¡Joder, Pedro! Con todo lo que has hecho para estar a su lado, ¿y ahora vas a dejarla marchar?
—Creo que si hubiera tenido algo más de tiempo tal vez habría podido cumplir con todo y acercarme libremente a ella. Pero ahora… ahora no sé qué otra cosa hacer, salvo dejarla marchar.
—Pedro, sé que conseguir un trabajo nada más salir del instituto, a pesar de que te hayas graduado con las mejores notas, es casi imposible, pero…
—Tengo el trabajo.
—¿Qué?
—¿Recuerdas que tu padre nos prohibió espantar a más personas de los alrededores de esta casa? Pues no se me ocurrió otra manera para seguir desalentando a los posibles compradores que encontrarles casas más adecuadas que ésta. Así que, tras hacerme con los archivos del señor Bramson en su oficina, me dediqué a vender, y con notable éxito, cada uno de los inmuebles que él tenía en stock. De modo que, para resumírtelo, ahora el señor Bramson quiere contratarme como vendedor, e incluso creo que pretende emprender un nuevo negocio, tal vez conmigo como socio...
—Bueno, pues está muy bien. Ahora sólo te falta la casa…
—A propósito de eso, Santiago, te he pedido que te reunieras conmigo porque quería darte algo. Verás, resulta que tu padre no lo acepta, y sé que tú… bueno… ¡toma! ¡Esto es tuyo! —dijo un titubeante Pedro, mientras se levantaba para entregarle a su primo unos documentos que guardaba en su chaqueta.
—¿Se puede saber qué es esto? —preguntó Santiago, totalmente confundido, sentándose en los escalones del porche. Y mientras tomaba un sorbo de su fría cerveza, por poco no se atragantó ante lo que su primo había conseguido—. ¡Estos papeles son las escrituras de esta casa! ¡Has conseguido una puñetera casa, además de un trabajo! ¿Qué cojones haces aquí que no vas a por Paula?
—Esta casa no es mía, Paula. Y, por otro lado, para mi desgracia, no he conseguido el requisito más importante de los que me impuso el señor Chaves en nuestro reto. No sé si Paula me elegiría a mí por encima de todo… y tal vez me da miedo averiguarlo.
—¡Nunca creí que fueras tan cobarde, primo! Pero si es así, entonces no te mereces a Paula. En cuanto a esta casa... he aprendido mucho a tu lado. En un principio pensé que mi vida debía ser tan idílica y perfecta como la sociedad exige, que mi futuro sería el mejor de los posibles si no me desviaba de mi recto camino ni un milímetro. Pero gracias a ti descubrí que la vida no es tan simple, que tiene muchos altibajos que tal vez no habría superado si no me hubieras enseñado cómo seguir adelante a pesar de que todo se hubiera derrumbado para mí. Tú, sin un camino en concreto, sin una meta o prioridad, y rompiendo siempre las reglas que se interponen ante lo que quieres, me mostraste que, si deseas algo, siempre hay una manera u otra de conseguirlo. Definitivamente, esta casa no me la merezco. Pero tú sí, Pedro. Te la has ganado —dijo Santiago, devolviéndole las escrituras de propiedad a su primo—. Aunque no tengas duda de que algún día lograré cumplir mi sueño de ser abogado y conseguiré una casa mucho mejor que ésta —apuntó orgullosamente Santiago, despidiéndose con una sonrisa del que había sido su hogar, porque sabía que en manos de Pedro esa casa solamente podía acabar llenándose de bonitos recuerdos como los que él guardaba—. Bueno, y ahora que lo tienes todo, ¿qué harás? —concluyó Santiago, obligando a su primo a enfrentarse a sus miedos.
—No lo tengo todo, ya te he dicho que me falta lo más importante.
—Si tú lo dices... —ironizó Santiago, alzando burlonamente una ceja—. Quiero que me hagas un favor antes de coger nuevamente tu petate y desaparecer. Quiero que vayas al bar de Zoe y apuntes una apuesta en mi nombre en su pizarra. Después de todo, me lo debes, ya que te has quedado con mi casa... —dijo Santiago, mientras depositaba la botella vacía en manos de su primo, después de acabarse su cerveza.
—De acuerdo. ¿Cuánto y qué debo apostar? —preguntó Pedro, extrañado ante la propuesta de Santiago, un hombre que nunca se había permitido jugar.
—Respecto a cuánto, decide tú mismo la cantidad por mí. Y sobre qué apostar… lo sabrás en el instante en que lo veas —replicó su primo misteriosamente, despidiéndose de Pedro con una maliciosa sonrisa.
CAPITULO 82
El tiempo para Pedro se acababa, y superar el reto que le habían impuesto se le hacía cada vez más complicado. A cada minuto que pasaba, Paula y él parecían alejarse más en vez de acercarse y, mientras anteriormente algunos habían observado desde lejos a esa pareja, realizando algunas apuestas sobre sus aventuras y queriendo interponerse entre ellos sólo para ganar unos cuantos dólares más, ahora todos ellos sentían lástima por su separación.
Cada vez que se encontraba con Pedro, Paula dudaba si acercarse a él o no, como si no tuviera claro cuáles eran los verdaderos sentimientos de Pedro, a pesar de que éste los hubiera gritado en múltiples ocasiones. Y Pedro, por su parte, eludía a Paula, ya que, aunque el anillo que había adornado la mano de ella durante unos días había desaparecido, a él todavía le quedaba un amargo recuerdo del momento en que lo vio por primera vez, y muchas dudas sobre cuál sería la elección definitiva de Paula cuando todo acabase.
El corazón de Pedro se había roto ante la vista de esa joya que él no había puesto en el dedo de la mujer que amaba, y los cotilleos que circulaban solamente sirvieron para agriar más su carácter y hacer que la risa del rebelde Paula desapareciera por completo de su alegre rostro.
Cuando todos se preguntaban por qué seguía allí, a pesar de haber sido rechazado, el famoso anillo desapareció por completo, pero la distancia que éste había establecido entre la pareja seguía presente entre ellos.
Nadie en aquel pueblo de cotillas sabía lo que había ocurrido en realidad con ese compromiso, si se trató simplemente de una farsa o si en algún momento fue algo verdadero. Sólo tuvieron por segura una cosa: que mientras el joven Alfonso permaneciera en Whiterlande, Paula no se fijaría en otro hombre; así como que mientras Paula estuviera en el pueblo, Pedro también seguiría allí, esperando…
CAPITULO 81
Después de tirar ese maldito anillo, no pude evitar besarla y tomarla entre mis brazos, sin desear escuchar sus razones sobre por qué siempre elegía a otro, cuando yo aún estaba allí.
Pensando que finalmente el padre de Paula había ganado en ese maldito juego en el que nos habíamos embarcado, se me escaparon algunas lágrimas de pena y de rabia por lo que había perdido. Tal vez si hubiera tenido más tiempo, si me hubiera comportado mejor, si… pero ya no había remedio, y yo no era un buen perdedor, en absoluto, pensaba, mientras la sostenía más fuerte contra mi cuerpo, exigiéndole que fuera mía una vez más.
Primero besé sus labios con brusquedad, apenas dejándola respirar, castigándola con mi pasión por haberme rechazado, a pesar de que yo nunca había dejado de luchar por ella. Mi lengua exigió una respuesta que Paula no tardó en darme, cuando sus besos igualaron los míos.
Pero mi furia se desvaneció en el instante en el que sus dulces manos me acariciaron con ternura y yo lo olvidé todo con la única intención de guardar esa noche en mi recuerdo para siempre, para no olvidarla jamás.
Tras depositar un tierno beso en sus labios, comencé a dejar un reguero de besos por su cálido cuerpo. Besé lentamente su cuello, deleitándome con el sabor de su piel. Luego llegué a sus hombros, donde le bajé lentamente los tirantes del vestido y abrí cada uno de los botones que tenía en la espalda, dejando que su ropa cayera al suelo, mostrándome su maravillosa desnudez.
Paula ocultó su cuerpo de mi mirada con sus manos, tímidamente, y yo no pude evitar sonreír en el instante en que percibí su rubor, al encontrarme con la tentadora ropa interior que yo le había regalado.
Dejando de lado el dolor por no poder volver a tenerla jamás entre mis brazos, sonreí tan pícaramente como había hecho en otras ocasiones y la animé para que cediera a uno más de mis pecaminosos deseos, mientras me preguntaba si esa noche ella se quedaría a mi lado o huiría hacia el futuro que sus padres le habían planificado.
—Esas prendas también las quiero —reclamé, recordándole los pagarés que había en el suelo y que había utilizado únicamente a causa de mi desesperación por disponer de una sola noche de amor más con la única mujer que mi corazón nunca podría olvidar.
Paula, como siempre, no me decepcionó. Y, sonriendo tan atrevidamente como sólo ella sabía hacer, se desabrochó el sujetador para luego sostenerlo entre sus manos. Y mientras sus tirantes caían seductoramente, se negó a liberar sus desnudos pechos ante mí hasta que yo cumpliera con sus exigencias. Y, una vez más, Paula jugó conmigo como le dio la gana.
—Ahora te toca a ti —me indicó, señalando mi ropa, de la que no tardé ni un minuto en deshacerme, para encontrarme a su par.
—Rubita, ¿todavía no sabes lo rápido que puedes hacer que se desnude un hombre con palabras como ésas? Pero esta noche lo haremos lentamente — declaré juguetón, después de arrojar mi cazadora a un lado.
A continuación, empecé a quitarme la camiseta despacio, sin dejar de observar complacido que sus ojos no perdían de vista cada uno de mis movimientos y que su cuerpo temblaba de anticipación ante la noche que nos esperaba.
Sin apresurarme, me quité las viejas zapatillas deportivas con un simple movimiento de los pies y, cuando comencé a desabrocharme los pantalones con igual parsimonia, ella se mordió nerviosamente el labio inferior, tentándome demasiado como para seguir con ese juego, así que, llevando una de sus manos hasta mi entrepierna, la coloqué sobre mi dura erección, susurrándole con atrevimiento al oído:
—De ésta te encargas tú…
Paula comenzó a acariciarme por encima de la ropa con sus dedos, mientras su otra mano, aún reacia a concederme una victoria, se resistía a mostrarme la desnudez de sus senos, aunque de vez en cuando me dejaba entrever alguna que otra de sus embaucadoras curvas.
—Cariño, me refería a la ropa —bromeé, cuando sus caricias me hicieron gemir de deseo, convirtiéndose para mí en una pequeña tortura.
—Y me estoy encargando de ella. Pero lo hago a mi manera —declaró Paula, desabrochando el resto de los botones de mis vaqueros, para después pasar a acariciar lentamente mi duro miembro por encima de la ropa interior, sin dudar en liberarlo para, ante mi asombro, introducirlo en su boca.
En su nueva postura de rodillas ante mí, dándome placer, cuando su lengua acariciaba mi miembro y sus labios me succionaban, no pude evitar desearla más. Y mi pasión casi estalló cuando por fin dejó caer al suelo su sujetador.
Mi provocativa rubita casi logró vencer en ese juego de seducción, pero yo aún no había dicho mi última palabra.
Apartándola por un momento, me deshice rápidamente del resto de mis ropas y, tumbándome sobre el frío suelo, la atraje junto a mí haciendo que se alzara sobre mi cuerpo como la diosa que era para mi corazón. En esa postura le fue muy difícil esconder su desnudez de mi ávida mirada y, mientras se ruborizaba ante la intensidad de mi pasión, yo grabé cada una de sus curvas en mi mente y
memoricé con el tacto de mis manos cada centímetro de su piel.
Ella recorrió mi torso tímidamente con las manos y yo le acaricié la espalda, acercándola más a mí hasta que sus irresistibles senos estuvieron al alcance de mi golosa boca, para, una vez más, probar el delicioso sabor de su cuerpo.
En el instante en que ella gimió entre mis brazos, comenzó a rozarse contra mi miembro buscando el placer que nos contentaría a ambos. Mis traviesas manos buscaron que gritara mi nombre cuando dirigí una de ellas hacia el interior de sus braguitas e introduje un dedo en su húmeda feminidad para hallar la parte más sensible de su cuerpo, mientras con la otra no cesaba de acariciarle uno de sus senos. Pellizqué con atrevimiento un erguido pezón a la vez que mordisqueaba juguetonamente el otro, haciéndola gritar, a medio camino entre la sorpresa y el placer.
Paula comenzó a moverse sobre mí, exigiendo el tacto de mi mano cada vez con más impaciencia, mientras su cuerpo reclamaba, al igual que el mío, que necesitaba algo más.
Ante su asombro, desgarré con impaciencia su ropa interior y, sin poder evitarlo, la dirigí hacia mí e hice que me acogiera en su interior. Ambos gemimos ante el placer que nuestros cuerpos recibieron tras esa cálida y húmeda bienvenida. No dejé de acariciar su clítoris con mi diestra mano, ni de devorar sus senos con mi sedienta boca que necesitaba desesperadamente el sabor de su piel, mientras Paula cabalgaba sobre mi cuerpo, exigiendo de mí el goce que tanto ansiaba.
Mis caderas se alzaron en más de una ocasión, con impaciencia por llevarla a la cumbre del placer, y cuando ella se convulsionó sobre mí, llegando al éxtasis en mis brazos, cambié nuestras posiciones sin salir de su interior. La tumbé debajo de mi cuerpo y, dirigiendo una de sus manos hacia donde latía mi corazón, dejé que sintiera lo descontroladamente que lo hacía, sólo por ella, ya que ella siempre sería la única para mí.
Después, tras colocar sus piernas en torno a mi cintura, embestí con impaciencia en busca del placer que sólo Paula podía darme. Marcando un ritmo rudo con el que le mostraba cuánto la deseaba y cuánto la odiaba por igual, al dejarme de lado, le hice gritar mi nombre sin piedad, y solamente cuando vi que su mano se negaba a abandonar el lugar donde mi alocado corazón latía por ella, aceleré las arremetidas, abandonándome al éxtasis junto a Paula, para acabar llegando juntos a la cima del placer, mientras cada uno gritaba el nombre del otro.
—Pedro, tengo mucho que explicarte… —dijo ella, adormilada, acurrucándose entre mis brazos.
—Mañana —mentí, sabiendo que no quería escuchar las palabras con las que se alejaría de mí.
A la mañana siguiente no me quedé junto a ella para oír lo que quería decirme y, como un cobarde, huí de Paula, dejándolo todo atrás para intentar olvidarla, algo que tal vez no conseguiría jamás.
Mientras la arropaba sobre el frío suelo, le di un último beso de despedida en sus dulces labios, tras lo que susurré a mi dormida Paula el apenado lamento de mi herido corazón.
—¿Por qué nunca apuestas por mí?
—Pero sí lo he hecho... —se quejó ella en mitad de su sueño, dándome la espalda y dejándome confuso con su respuesta.
Una vez más, no supe qué hacer con mi vida antes de alejarme de ella, así que, simplemente, me marché de la casa del lago, dejándola dormida, pero no tuve valor de abandonar todavía ese pueblo. Y así, posponiendo mi partida por un tiempo indeterminado, permanecí en Whiterlande para comprobar si sus palabras eran ciertas, esperando hasta que nuestro tiempo juntos finalmente expirara.
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