sábado, 29 de septiembre de 2018
CAPITULO 20
Cuando Monica Brooks entró con su delgado y estirado rostro en la casa del lago de los Alfonso, mirando a todos por encima del hombro, no tenía ni idea de hasta qué punto dejaría de lado su fachada de arrogante dama al final de esa apacible reunión.
Aunque Monica no parara de meterse con Melinda, en realidad la envidiaba por todo lo que había conseguido: pese a su aspecto ligeramente rechoncho, con su bonito y angelical rostro, sus rubios cabellos y los hermosos ojos color caramelo, había pescado a un cariñoso marido que la adoraba y le concedía todos sus caprichos, Tomas.
Tomas era un hombre serio, de una respetable altura y cuerpo vigoroso, con ojos de un azul profundo y cabellos negros. A sus cuarenta años, mantenía un gran atractivo y parecía que por él no pasara el tiempo. La única pega que tenía Tomas, en opinión de Monica, era que aún seguía enamorado de su mujer como
el primer día, a pesar de los años transcurridos.
No como su propio marido, Arnaldo, que se casó con ella atraído únicamente por el dinero de su familia y que ocupaba la mayor parte de su tiempo con sus amantes. Con el paso de los años, Arnaldo ni siquiera se molestaba en inventarse vanas excusas para sus deslices o en ocultar que tenía otra familia que para él siempre sería más importante que ella.
La rolliza hija de Melinda, Paula, que siempre la recibía con una falsa sonrisa, a pesar de los mordaces comentarios que solía dirigirle, le recordaba demasiado a la amante de Arnaldo.
Una mujer cuyas generosas formas, a pesar de
no ser las más apropiadas y que distaran mucho de ir acorde con la moda, habían conquistado a su marido.
Con el ceño fruncido, Monica miró una vez más con enorme desprecio a Paula cuando ésta le abrió la puerta amablemente, invitándola a unirse a la reunión, un encuentro al que había acudido sólo para regodearse en la estupidez de su amiga, que pretendía conseguir como marido para su hija a un muchacho que estaba muy alejado de sus posibilidades, a Santiago Alfonso ni más ni menos.
Monica encontraba muy divertida esa absurda pretensión de Melinda, ya que los hombres como Santiago siempre preferirían a estilizadas señoritas junto a ellos, aunque sólo fuera para aparentar.
Miriam Alfonso, la incauta amiga de Melinda y anfitriona de esa reunión, la recibió con una amable sonrisa en el espléndido salón de su hogar. En el sofá blanco de estilo francés clásico le habían reservado un lugar de honor. Las demás invitadas a la fiesta se repartían en armoniosas sillas de estilo Luis XV que hacían juego con el mueble central, una pequeña mesa blanca redonda con hermosos grabados dorados, donde esperaba su momento un delicioso festín elaborado sólo para agasajarla.
Una agradable música proveniente de una radio
cercana que se hallaba apoyada sobre un hermoso aparador, del mismo estilo que los demás muebles de la estancia, acompañaría su conversación durante toda la velada.
Junto a ella, Monica halló a otra mujer que se presentó amablemente como la señora Smith, y al lado de ésta, su hija Barbara, una jovencita de morenos cabellos, estilizada figura e impecables modales, que, sin duda, encajaba dentro de los estándares que marcaba en esos instantes la sociedad.
La maliciosa sonrisa que siempre asomaba a sus labios cuando las ilusiones de su amiga se rompían en pedazos la acompañó mientras tomaba asiento junto a todas las demás en esa apacible reunión, en la que disfrutarían de una plácida tarde, degustando alguna que otra delicia.
—Muchas gracias por invitarme a esta encantadora reunión, Miriam. Me sentía tan sola sin la compañía de mi querida amiga Melinda, que no he podido evitar desviarme de mi camino para hacerle una visita —anunció Monica, mientras aceptaba la taza de té que le ofrecía Miriam.
—En cuanto Melinda nos comentó que pasarías por Whiterlande fue un placer para mí invitarte a este pequeño encuentro. ¿Te apetece probar alguno de estos manjares? —ofreció cordialmente Miriam, mostrando el delicioso pastel de chocolate que estaba cortando en pequeños trozos y cuyo olor tentaba a todas las
presentes a probar su sabor.
—Sí, gracias… ¿Se puede saber quién ha preparado este maravilloso postre? —preguntó Monica amable, degustando con sumo placer la pieza de repostería que le ofrecían.
—Yo, señora Brooks —declaró Paula contenta, enorgulleciéndose de su logro en la cocina, hasta que la reprobadora amiga de su madre dijo ante todos:
—¿No te tenía tu madre prohibido entrar a la cocina porque eras demasiado golosa?
—Sí, Monica, es cierto. Pero ésta era una ocasión especial, ya que tú nos visitabas, y decidí permitir que Paula elaborara uno de sus asombrosos dulces para que todas nos deleitáramos con su espléndido sabor —respondió rápidamente Melinda, anotándose un tanto ante la señora del hogar.
«Todas menos la cocinera», pensó Monica, a la vez que sonreía con maldad cuando vio cómo repartía Miriam una porción de ese bizcocho a cada una de las reunidas, salvo a Paula, que declinó amablemente el dulce con el que todas se deleitaban, a causa de la censuradora mirada de su madre.
CAPITULO 19
Decidida a que Santiago se fijara más en mí, pensé que lo mejor que podía hacer era mostrarle algunas de mis mejores facetas. Sin duda, mis habilidades culinarias eran las más destacables. Cocinaba realmente bien, aunque mi madre me tenía prohibido que lo hiciera demasiado a menudo, para evitar que cayese en
la tentación de comerme lo que preparaba y acabase engordando, con lo que no podría entrar en esos horrendos vestidos que ella seleccionaba para mí.
Contenta porque era el momento más adecuado para mostrar mi destreza ante todos, ahora que sabía que la impertinente amiga de mi madre se acercaría a casa de los Alfonso para hacer una inesperada visita a su querida Melinda, probablemente en busca de cotilleos, me puse manos a la obra con la idea de obtener la admiración de Santiago y dejar con un palmo de narices a la bruja de Monica.
Tras buscar por toda la casa, no encontré ni una pizca de chocolate, algo imprescindible para elaborar mi postre, ya que la pequeña cantidad que tenía en mis reservas no era suficiente para otorgarle el exquisito sabor que buscaba.
Así que, alarmada por la posibilidad de perder la ocasión de sobresalir por encima de Beverly, intenté hallar a alguien que me ayudara con mi problema y fui en busca de la siempre eficiente señora Alfonso.
—Hoy es festivo, Sara, así que los comercios permanecerán cerrados. No creo que pueda hacer mucho por ayudarte —declaró la señora Alfonso, acabando de un plumazo con todas mis esperanzas—. Aunque… creo que… ¿necesitas mucha cantidad de chocolate para ese postre?
—No, apenas un par de cucharadas pequeñas —respondí esperanzada, intuyendo que a la señora Alfonso se le había ocurrido algo para ayudarme con mi bizcocho.
—Verás, querida, uno de los defectos de mi hijo es que es muy goloso, así que seguramente pueda tener guardada en su habitación alguna tableta de chocolate que te sirva para preparar ese dulce. Como Santiago no se encuentra en
casa ahora mismo, haré la vista gorda y simularé que no te he visto entrar en su cuarto, mientras rebuscas en sus cajones —dijo la señora Alfonso guiñándome un ojo con picardía, a la vez que me conducía a la estancia que ocupaba su hijo y me empujaba a su interior.
Decidida a convencer a todos de mis habilidades en la cocina, rebusqué implacablemente por el cuarto. Esa habitación era muy parecida a la que yo ocupaba, una estancia bastante amplia, con dos camas de madera de roble acompañadas de dos mesillas, adornadas con los mismos intrincados grabados, donde descansaban dos pequeñas lámparas de noche que hacían juego. Unas elaboradas colchas de croché, seguramente realizadas a mano por la propia señora Alfonso, cubrían las camas, mientras que un papel a rayas de un color más oscuro y varonil que el rosado de mi habitación decoraba las paredes. Y, al igual que en la habitación de invitados, en ella había un bordado enmarcado conteniendo un mensaje familiar.
Tras descartar la estantería del fondo, repleta de libros, como uno de los escondites de cualquiera de los primos Alfonso que dormían allí, revisé los cajones de ambas mesitas, algo inútil, ya que estaban llenos de trastos inservibles, así que pasé a mirar lugares menos obvios donde muchos escondían sus pecadillos, incluida yo cada vez que mi madre intentaba ponerme a dieta.
Tras concluir que las revistas bastante subidas de tono que acababa de encontrar debajo de uno de los colchones no pertenecían a Santiago, comencé a pensar con desánimo que nunca podría preparar mi delicioso postre, hasta que hallé una caja marrón bastante sospechosa, que guardaba distintos objetos, sin duda pertenecientes al más inmoral de los primos Alfonso.
Entre otras cosas, encontré una cerveza, un fajo de billetes, un paquete de tabaco, alguna que otra ficha de póquer y, para mi sorpresa y alegría, ante mis ojos apareció un pequeño pedazo de chocolate cubierto con un envoltorio de papel plateado característico de una conocida marca de chocolatinas.
Cuando abrí el paquetito, observé que la pieza era minúscula y que tenía un aspecto algo extraño, pero como nunca había probado esa marca de dulces en concreto, porque mi madre me prohibía comer cualquier golosina que me pudiera impedir entrar en mis odiados vestidos, descarté todas mis dudas. Y tras devolverlo todo a su lugar, excepto ese pequeño tesoro que había encontrado, me dirigí hacia la cocina.
El resultado fue sublime. El aroma que despedía mi tentador bizcocho de chocolate cuando acabé de hornearlo cautivó a todos y los atrajo para que sucumbieran ante su pecaminoso sabor, que, sin duda, podría llegar a estar prohibido. No sabía cuán acertados eran mis pensamientos hasta que la amiga de mi madre llegó y comenzó la reunión en la que pondría en valor mis aptitudes culinarias, que me harían destacar delante de todos. Y así fue, en efecto… aunque los acontecimientos no se desarrollaron exactamente de la forma que yo había imaginado
CAPITULO 18
A partir de ese día Santiago comenzó a prestar más atención a la presencia de Paula y a ignorar cada vez más a Barbara. Sobre todo, cuando su primo se acercaba a ella más de lo aconsejable.
Con el transcurso de los días Paula recuperó su comportamiento habitual y su acostumbrada timidez, por lo que Santiago llegó a la conclusión de que la extraña reacción de su amiga había sido un pronto del momento, ya que Pedro era capaz de sacar de quicio a cualquiera que se cruzara en su camino.
Sus aburridas y monótonas tardes se repartían entre paseos por el lago, reuniones de té de su madre, que Santiago intentaba evitar a toda costa, y charlas con su padre acerca de su futuro y de lo que todos esperaban de él, lo que se le hacía bastante pesado. Pero al fin y al cabo ése era su deber.
En una de esas aburridas tardes en las que iba a reunirse con su padre junto al lago para hablar de su vida, mientras intentaban infructuosamente pescar algo en ese solitario lugar, la perturbadora presencia de su primo irrumpió una vez más su vida, haciendo de ésta un caos.
—Hola, Santiago, únete a nosotros —propuso Kevin Alfonso, mientras incitaba a su hijo a acompañarlos a Pedro y a él en alguno de los pequeños placeres que disfrutaban en esos momentos: cervezas, algún cigarrillo y los tranquilos momentos de pesca que nunca habían sido tan divertidos hasta que llegó su sobrino.
—Papá, no deberías fumar. Y menos aún beber —reprendió Santiago a su padre, haciendo reflexionar a Kevin sobre a quién narices se parecía su hijo, si él nunca le había promovido esos rígidos modales. Aunque una mirada a su rebelde sobrino le bastó para comprobar que los hijos no siempre llegan a parecerse a sus padres o a salir como éstos desean.
—Siéntate con nosotros, Santiago, y disfruta de unos momentos de paz en este tranquilo lugar —insistió Kevin, tras lo que Santiago finalmente se decidió a tomar asiento junto a ellos sobre los sucios tablones de madera del embarcadero.
Pedro encendió una radio que llevaba y, seguramente para fastidiar a su primo, eligió poner una estruendosa música, acabando con toda la paz y tranquilidad de su agradable reunión. Ante la travesura de su sobrino, Kevin sólo pudo ocultar su sonrisa detrás de un nuevo trago de su cerveza.
—¿Y bien, padre? ¿De qué querías hablarme en esta ocasión? —solicitó rígidamente Santiago, haciendo que Kevin suspirara frustrado por el distante comportamiento que su hijo adoptaba hacia él.
—Quería preguntarte qué quieres hacer con tu vida, hijo —apuntó Kevin, esperanzado en que Santiago, como cualquier joven a su edad, albergara alguna duda sobre su porvenir y necesitara su ayuda para encontrar su camino.
—Lo tengo todo previsto, padre. Tras terminar los estudios, iré a la universidad para estudiar Derecho. Después encontraré un buen bufete donde establecerme, buscaré una buena mujer con la que casarme y tendremos una bonita casa blanca y tres hijos que…
—Me aburro… —interrumpió en ese instante Pedro, cortando en seco el planificado relato de su primo, exponiendo en voz alta lo que el propio Kevin pensaba—. ¿Por qué no intentas, antes de llevar a cabo esos soporíferos proyectos, vivir un poco?
—¿Y qué se supone que quieres decir con eso? ¿Acaso tengo que comportarme como un inmaduro y rebelde niñato como tú, que ni siquiera sabe lo que quiere? ¿Ésa es tu definición de «vivir un poco», primo? —replicó
Santiago, muy molesto, olvidando por unos segundos su imperturbable apariencia de chico prodigio, para enfrentarse a su primo, algo que Kevin observó con gran interés, mientras disfrutaba de su cerveza y se hacía a un lado para contemplar el espectáculo.
—¡Oh! En eso te equivocas, primito, yo sí sé muy bien lo que quiero... — repuso Pedro, mostrando una perversa sonrisa que delataba en quién estaba pensando en esos momentos.
—Sí, lo que tú digas, Pedro. Pero ten en cuenta que las chicas buenas como ella quieren a hombres como yo en su futuro: estables, sólidos, dignos de confianza… no a rebeldes sin causa que se dejen llevar por el viento.
—Me alegro de que digas eso, porque tu afirmación demuestra que no la conoces en absoluto.
—¿Ah, no? ¿Y tú sí?
—No del todo, pero comienzo a conocerla. Algo que, por lo que veo, a ti no te ha interesado hacer en todos estos años. Pues lo siento, primito, pero si no te has dado cuenta de cuánto vale ella hasta ahora, es tu problema. Lamento decirte que ya es demasiado tarde para ti.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo estoy aquí —manifestó impertinentemente Pedro, mientras se alejaba de su primo, muy dispuesto a ir detrás de lo único que sabía a ciencia cierta que deseaba tener en su futuro.
—¿Es que no piensas decirle nada? —preguntó un alterado Santiago a su padre, exigiéndole que se posicionara en esa discusión.
—No creo que sea acertado que me meta en cuestiones que os atañen exclusivamente a vosotros. Ni siquiera quiero saber el nombre de la chica a la que os referíais. Para mí esta conversación no ha existido.
—Pero ¡papá!
—Hijo mío, debes aprender a librar tus propias batallas. Yo sólo te daré un consejo: si te enfrentas a tu primo, vas a tener que ensuciarte, ya que no creo que Pedro juegue demasiado limpio —dijo Kevin, esperando con impaciencia el momento de ver como su hijo dejaba atrás su fría fachada para ser un hombre normal como todos los demás.
—Gracias por nada, papá —contestó Santiago disgustado, mientras se alejaba para ir tras su primo, seguramente para intentar impedir que éste consiguiera lo que más deseaba.
El problema con ello era que, al contrario de lo que pensaban todos, Pedro sí que sabía lo que quería hacer en el futuro y estaba más que decidido a trazar su propio camino en la vida y a apartar a todo aquel que se interpusiera en él.
—Brindo por ti, Pedro —murmuró Kevin cuando se quedó a solas, cada vez más convencido de que traer a su sobrino a su casa había sido una de las mejores ideas que había tenido. Y otra, indudablemente, fue invitar a la encantadora
Paula a su hogar para que su hijo se fijara en ella. Aunque, por desgracia, su sobrino era mucho más listo que Santiago y no había tardado nada en detectar lo que su hijo había ignorado durante tanto tiempo: que esa señorita de impecables modales algún día sería una mujer digna de admirar.
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