sábado, 29 de septiembre de 2018
CAPITULO 19
Decidida a que Santiago se fijara más en mí, pensé que lo mejor que podía hacer era mostrarle algunas de mis mejores facetas. Sin duda, mis habilidades culinarias eran las más destacables. Cocinaba realmente bien, aunque mi madre me tenía prohibido que lo hiciera demasiado a menudo, para evitar que cayese en
la tentación de comerme lo que preparaba y acabase engordando, con lo que no podría entrar en esos horrendos vestidos que ella seleccionaba para mí.
Contenta porque era el momento más adecuado para mostrar mi destreza ante todos, ahora que sabía que la impertinente amiga de mi madre se acercaría a casa de los Alfonso para hacer una inesperada visita a su querida Melinda, probablemente en busca de cotilleos, me puse manos a la obra con la idea de obtener la admiración de Santiago y dejar con un palmo de narices a la bruja de Monica.
Tras buscar por toda la casa, no encontré ni una pizca de chocolate, algo imprescindible para elaborar mi postre, ya que la pequeña cantidad que tenía en mis reservas no era suficiente para otorgarle el exquisito sabor que buscaba.
Así que, alarmada por la posibilidad de perder la ocasión de sobresalir por encima de Beverly, intenté hallar a alguien que me ayudara con mi problema y fui en busca de la siempre eficiente señora Alfonso.
—Hoy es festivo, Sara, así que los comercios permanecerán cerrados. No creo que pueda hacer mucho por ayudarte —declaró la señora Alfonso, acabando de un plumazo con todas mis esperanzas—. Aunque… creo que… ¿necesitas mucha cantidad de chocolate para ese postre?
—No, apenas un par de cucharadas pequeñas —respondí esperanzada, intuyendo que a la señora Alfonso se le había ocurrido algo para ayudarme con mi bizcocho.
—Verás, querida, uno de los defectos de mi hijo es que es muy goloso, así que seguramente pueda tener guardada en su habitación alguna tableta de chocolate que te sirva para preparar ese dulce. Como Santiago no se encuentra en
casa ahora mismo, haré la vista gorda y simularé que no te he visto entrar en su cuarto, mientras rebuscas en sus cajones —dijo la señora Alfonso guiñándome un ojo con picardía, a la vez que me conducía a la estancia que ocupaba su hijo y me empujaba a su interior.
Decidida a convencer a todos de mis habilidades en la cocina, rebusqué implacablemente por el cuarto. Esa habitación era muy parecida a la que yo ocupaba, una estancia bastante amplia, con dos camas de madera de roble acompañadas de dos mesillas, adornadas con los mismos intrincados grabados, donde descansaban dos pequeñas lámparas de noche que hacían juego. Unas elaboradas colchas de croché, seguramente realizadas a mano por la propia señora Alfonso, cubrían las camas, mientras que un papel a rayas de un color más oscuro y varonil que el rosado de mi habitación decoraba las paredes. Y, al igual que en la habitación de invitados, en ella había un bordado enmarcado conteniendo un mensaje familiar.
Tras descartar la estantería del fondo, repleta de libros, como uno de los escondites de cualquiera de los primos Alfonso que dormían allí, revisé los cajones de ambas mesitas, algo inútil, ya que estaban llenos de trastos inservibles, así que pasé a mirar lugares menos obvios donde muchos escondían sus pecadillos, incluida yo cada vez que mi madre intentaba ponerme a dieta.
Tras concluir que las revistas bastante subidas de tono que acababa de encontrar debajo de uno de los colchones no pertenecían a Santiago, comencé a pensar con desánimo que nunca podría preparar mi delicioso postre, hasta que hallé una caja marrón bastante sospechosa, que guardaba distintos objetos, sin duda pertenecientes al más inmoral de los primos Alfonso.
Entre otras cosas, encontré una cerveza, un fajo de billetes, un paquete de tabaco, alguna que otra ficha de póquer y, para mi sorpresa y alegría, ante mis ojos apareció un pequeño pedazo de chocolate cubierto con un envoltorio de papel plateado característico de una conocida marca de chocolatinas.
Cuando abrí el paquetito, observé que la pieza era minúscula y que tenía un aspecto algo extraño, pero como nunca había probado esa marca de dulces en concreto, porque mi madre me prohibía comer cualquier golosina que me pudiera impedir entrar en mis odiados vestidos, descarté todas mis dudas. Y tras devolverlo todo a su lugar, excepto ese pequeño tesoro que había encontrado, me dirigí hacia la cocina.
El resultado fue sublime. El aroma que despedía mi tentador bizcocho de chocolate cuando acabé de hornearlo cautivó a todos y los atrajo para que sucumbieran ante su pecaminoso sabor, que, sin duda, podría llegar a estar prohibido. No sabía cuán acertados eran mis pensamientos hasta que la amiga de mi madre llegó y comenzó la reunión en la que pondría en valor mis aptitudes culinarias, que me harían destacar delante de todos. Y así fue, en efecto… aunque los acontecimientos no se desarrollaron exactamente de la forma que yo había imaginado
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