martes, 16 de octubre de 2018
CAPITULO 74
A pesar de la silenciosa protesta de los jóvenes, sus padres continuaron sin escucharlos y pensaron que, si cerraban definitivamente el establecimiento de Zoe y Mario, eso haría que sus hijos terminaran con su desafiante actuación.
El pueblo comenzó a dividirse en dos bandos: por un lado, la mayoría de los padres, unos que apoyaban el bar de Mario abiertamente yendo a su establecimiento y otros que iban clandestinamente en busca de unos instantes de descanso y alguna que otra cerveza; y por el otro lado, las madres más estiradas, que se organizaron en un comité, momento en el que muchos se echaron a temblar ante la presión que podían llegar a ejercer una multitud de amas de casa cabreadas.
Las sutiles consecuencias de sus demandas no se hicieron de rogar cuando los maridos comenzaron a verse privados de sus comidas favoritas, de su ropa limpia e incluso de sus agradables noches de sueño al ser desterrados al sofá. Y de este modo, todos y cada uno de los hombres del pueblo dejaron de ir al bar.
El banco siguió ejerciendo presión por su parte hasta el último instante y, finalmente, el día en que la policía iba a clausurar ese establecimiento para siempre por orden judicial a instancias del banco, todos se vieron sorprendidos ante la protesta silenciosa que los jóvenes realizaban con la intención de ser escuchados.
Todos se mantenían disciplinadamente inmóviles delante del local de Zoe y, como venían haciendo desde hacía semanas, silenciosos y sin moverse, defendieron su postura ante lo que ellos creían injusto, aunque en esta ocasión había una peculiaridad: cada uno de los jóvenes estaba metido dentro de una gran caja de cartón y plástico adornada al estilo de las que guardaban aquellas lindas y perfectas muñequitas con las que jugaban las niñas. En este caso, los propios jóvenes de Whiterlande eran los muñecos que esperaban en su interior,
manteniendo rígidas posturas con las que pretendían mostrar su descontento.
Ante tan extravagante protesta, los policías del pueblo, poco acostumbrados a lidiar con escenas como ésa, no supieron qué hacer.
Finalmente, tras soltar alguna que otra risita, se hicieron a un lado cumpliendo las órdenes del jefe de policía, para dejarlo todo en manos de las impacientes madres que los seguían, incordiándolos constantemente para que ejercieran su deber.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? —gritó Melinda Chaves, madre de Paula y una de las cabecillas de esa asociación que veía con indignación cómo se burlaba su hija de ella con esa protesta—. ¿Qué es lo que pretendéis lograr con esta necia e infantil actitud?
—¿Qué pretendemos? ¡Que nos respetéis y tengáis en cuenta nuestra opinión, madre! ¡No somos muñequitos, aunque vosotros creáis que sí y que podéis manejarnos siempre a vuestro antojo! ¡Cerrar este bar es una forma más de manipularnos para llevarnos hasta donde vosotros queréis, sin dejarnos ser nosotros mismos! —replicó Paula a gritos, saliendo finalmente de su envoltura de plástico para enfrentarse con su madre.
—Estoy segura de que todo esto ha sido instigado por ti. Desde que conociste a ese chico no eres tú misma y te rebelas contra mi autoridad a la menor oportunidad, tú…
—Mamá —la interrumpió Paula—, yo nunca seré una chica de medidas perfectas, como esas lindas y odiosas muñecas con las que no dejas de compararme. Nunca dejarán de gustarme los dulces o la música a un volumen alto; no dejaré de bailar vestida con mis ajustadas mallas por toda la casa en tu ausencia, ni dejaré de odiar las estúpidas veladas de té que organizas con tus altivas amigas que solamente saben criticarme. Tampoco dejaré de aborrecer esos apretados vestidos ni esas malditas fajas que me obligas a llevar, y jamás renunciaré a querer ser algo más que una simple ama de casa y, sobre todo, y tenlo claro de una vez, madre, ¡nunca, pero nunca, dejaré de amar a Pedro Alfonso! ¡Así soy yo, mamá! ¡Mírame de una maldita vez y acéptalo! —gritó Paula a voz en grito, revelando su verdadero ser a su madre.
Melinda, atónita ante las atrevidas confesiones de su hija, se quedó en silencio. A continuación, todos y cada uno de los jóvenes que acompañaban a Paula en su protesta comenzaron a salir de las cajas que los contenían para revelarse tal como eran, pese a que sus padres se negaran a reconocerlo.
—¡No creáis que con vuestra ridícula protesta vais a impedir que cerremos este endemoniado local! ¡Es un lugar indecente, que nunca deberíais haber pisado! —chilló airadamente otra de las empecinadas madres cuando recuperó su voz, tras escuchar la escandalosa revelación de su hija.
—Pues hasta hace bien poco era un sitio de lo más adecuado, mamá, y veníamos muy a menudo a comer —le señaló una chica a su indignada madre.
—¡Eso era hasta que nos enteramos de lo que hacíais por las noches ahí dentro!
—¿Y qué creéis que hacíamos por las noches en el bar de Zoe, sino alejarnos de vuestras agobiantes y opresivas exigencias y de ese papel que siempre nos adjudicáis para evitar que seamos nosotros mismos? —exclamó otro de los jóvenes, muy indignado.
—¡Yo leía poesía en el bar de Zoe! —confesó el capitán del equipo de fútbol americano, para quien ese deporte era poco menos que una obligación impuesta por su padre.
—¡Yo bailaba! —apuntó una apocada chiquilla, cuyo rostro estaba prácticamente oculto por unas enormes gafas.
—Yo cantaba jazz —dijo una de las integrantes del coro de la iglesia.
—Yo sólo me bebía una cerveza —intervino otro muchacho—, pero ya tengo edad para hacerlo.
—¡Ahí lo tenéis! ¡Esa tal Zoe repartía alcohol indiscriminadamente y…!
—A los menores nunca les servía alcohol, y si los pillaba intentando beber, los echaba de su local —interrumpió airado un joven con aspecto intelectual, antes de proseguir—. Admitidlo: no tenéis ninguna puñetera excusa para fastidiar a esta familia como lo estáis haciendo, salvo el hecho de que queréis que nosotros continuemos obedeciéndoos como niños pequeños y no queréis percataros de que ya hemos crecido y de que somos perfectamente capaces de tomar nuestras propias decisiones.
—Sólo lo hacemos por vuestro bien —declaró empecinada la madre de ese chico.
—¡Y una mierda! ¡Lo hacéis por el vuestro! —chilló una de las chicas que tenía un aspecto más modosito, sacando a relucir su verdadero genio.
—Siento interrumpir esta disputa, pero la hora estipulada para el pago de la deuda que posee este establecimiento con el banco está a punto de expirar, y si nadie tiene ese dinero, tendremos que proceder a clausurar y embargar el local, siguiendo nuestras órdenes —declaró finalmente el responsable de la policía, tomando cartas en el asunto tras recibir una llamada del director del banco.
Las madres sonrieron satisfechas por la noticia recibida, mientras los jóvenes formaban una cadena humana delante del local.
La policía ya se dirigía hacia ellos para disolver la protesta, cuando una estruendosa motocicleta llegó al lugar y Pedro Alfonso, desaliñado, sucio y con unas enormes ojeras, bajó precipitadamente de su vehículo para dirigirse hasta el representante del banco, que se encontraba junto al jefe del destacamento policial. Y, ante el asombro de todos, depositó en sus manos el dinero que salvaría el local de Zoe un mes más.
—Espero que con esto sea suficiente para detener este absurdo espectáculo —manifestó Pedro, señalando el escándalo que los rodeaba.
—Sí, al menos de momento —repuso con cansancio el trabajador de ese frío banco, que en realidad tampoco quería cerrar el local en el que solía disfrutar de una fría cerveza con bastante frecuencia.
—Creo, señores, que con esto nuestro trabajo aquí ya ha finalizado — anunció el policía mientras se retiraba, lavándose así las manos ante ese problema que nada tenía que ver con ellos.
—¡Esto es indignante! —empezó a chillar Melinda, muy enfadada—. ¡Este bar debería estar cerrado, ya que sólo acuden a él personas indecentes, de baja catadura moral y…!
—Melinda, querida, cállate de una vez. Tus gritos no me dejan disfrutar de mi cerveza —declaró Tomas Chaves, saliendo despreocupadamente del local que su esposa y aliadas pretendían cerrar.
Y sin esperar respuesta alguna de su parte, y harto de los constantes gritos de su esposa, Tomas cogió una de las cajas de muñecas que había en el suelo junto a su mujer y se la pasó por la cabeza, metiéndola en ella.
—En cuanto a ti, hija mía, sólo tengo una cosa que decirte… —se volvió Tomas con seriedad hacia su rebelde hija—. ¡No sabes cuánto detesto esas muñecas de tu madre! —bromeó y, ante el asombro de Paula y de todos los presentes, la condujo hacia el interior del bar.
Este gesto dio pie a que más de un padre se decidiera a imitarlo y se adentrara con su hijo o hija en el local de Zoe y Mario. Los que no estaban convencidos del todo acabaron de hacerlo cuando el escandaloso de Pedro, antes de entrar por la puerta, comentó a pleno pulmón:
—¡No se preocupen! Si cierran este local, yo conozco otros bastante menos respetables a los que llevar a sus hijos…
Estas palabras fueron determinantes para poner fin a la guerra que los adultos habían emprendido contra el bar, haciéndoles ver que sus hijos no eran tan malos. Después de todo, podían ser mucho peores, pensaban algunos de los adultos, mientras pasaban delante del desaliñado Pedro Alfonso.
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