miércoles, 26 de septiembre de 2018
CAPITULO 7
—Gracias por haberte fijado en mi vestido, es nuevo. Lo estoy estrenando en esta ocasión —declaró dulcemente Barbara, mientras yo rogaba para que nadie se fijara en mi vestido.
Desgraciadamente, ése no era mi día.
—Mi hija también estrena vestido, ¿verdad, Paula? —intervino mi madre, extrañándose de yo no contestara a sus palabras y aprovechase la oportunidad para formar parte de la conversación.
Yo me limité a asentir tímidamente con la cabeza, cuando la verdad era que estaba maldiciendo la decisión de mi madre de eliminar esos centímetros de anchura extra que la modista nos había recomendado, mientras intentaba respirar.
Pero al que de verdad maldije con ganas fue al individuo que llegaba una hora tarde, porque como se retrasara un segundo más, iba a hacer el mayor ridículo desmayándome en aquella casa, o, peor aún, haciendo que mi vestido reventara.
Finalmente, viendo lo tarde que era, los Alfonso decidieron empezar la cena sin su invitado de honor, así que nos dirigimos al impecable comedor, en donde una larga mesa adornada con espléndidos manteles blancos con bordados de flores nos recibió con unos deliciosos canapés.
La señora Alfonso nos mostró amablemente nuestros respectivos lugares, y justo en el instante en el que pensé que todo sería más fácil cuando permaneciéramos sentados, ya que al fin podría conversar con el hombre de mis sueños, deslumbrándolo con mi inteligencia, descubrí, al percatarme de que una de las sillas que había junto a mí permanecía vacía, que yo había sido invitada únicamente para entretener al sujeto que se retrasaba. Al menos tenía a Santiago frente a mí, aunque fuese acompañado por aquella perfecta mujer que me recordaba a las detestables muñecas que coleccionaba mi madre.
—Bueno, Paula, me han dicho que te encanta leer… ¿Cuáles son tus autores favoritos? Yo, sin duda, prefiero a los clásicos, aunque hay algunos contemporáneos que comienzan a llamar mi atención y…
Y justo cuando comencé a sonreír para responderle a Santiago y dejarlo sin habla con mi intelecto, el inesperado invitado apareció, poniendo fin a la única pizca de conversación que habíamos mantenido en toda la velada.
—Siento llegar tarde, pero es que me he perdido —declaró despreocupadamente un joven alto, de alrededor de metro ochenta y cinco, revueltos cabellos rubios y desaliñado aspecto, mientras tomaba asiento a mi lado sin preocuparse de arreglarse un poco antes de sentarse a la mesa.
Ante su justificación, todos comenzaron a darle indicaciones, excusando su demora. El desconocido dedicó a todos falsas sonrisas y encantadores halagos, pero yo pude percibir un malicioso brillo en sus intensos ojos azules, que expresaban que en realidad su retraso se había debido simple y llanamente a que le había dado la gana llegar tarde.
—Los retrasos como ése no tienen excusa alguna... —murmuré furiosa entre dientes, recordando todo lo que había arruinado ese hombre con su presencia ese día.
—Los vestidos tan horrendos como ése tampoco —replicó desvergonzadamente en voz baja, mostrando una amable sonrisa, por lo que los presentes creyeron que me estaba halagando—. ¿Puedes respirar, rubita?
—¡Me llamo Paula, y eso no es de tu incumbencia! —contesté tan impertinente como él, devolviéndole la más falsa de mis sonrisas, por lo que todos pensaron que estábamos siendo enormemente educados el uno con el otro.
—No es por nada, pero creo que eso está a punto de reventar… y yo, la verdad, no quiero estar cerca cuando explotes. Los botones son proyectiles muy peligrosos.
—¡Mi vestido no va a reventar ni a dañar a nadie! —murmuré furiosa. Pero para mi desgracia, ante mis violentos movimientos por las palabras de ese insultante invitado, uno de mis botones saltó por los aires, rebotó contra la pared de mi espalda y cayó directamente en la boca del hombre de mis sueños, dejándolo sin aliento, aunque de una manera que yo nunca habría podido llegar a imaginarme.
—¿Decías? —me preguntó el insultante joven que estaba sentado a mi lado, para, a continuación, levantarse rápidamente para acudir en ayuda de Santiago.
Fue el primero en reaccionar y, haciéndole la maniobra de Heimlich, consiguió que Santiago expulsara el botón en cuestión de segundos.
—¿Con qué te has atragantado, Santiago? —preguntó el señor Alfonso, preocupado por su hijo, mientras yo veía avergonzada el botón de mi vestido junto al pie del individuo que me había estado molestando unos momentos antes.
Al percatarme de mi humillante situación, maldije mi suerte ocultando entre las manos mi rostro lleno de vergüenza, ya que dentro de poco sería puesta en evidencia delante de todos.
—Creo que ha sido un bicho —declaró en ese instante el invitado, pisando el botón con su pie, ocultando así mi bochornoso momento al resto de comensales.
Le sonreí agradecida, y ya pensaba en dirigirle algunas amables palabras a mi salvador, cuando el muy idiota derramó una copa de vino sobre mi vestido nuevo, arruinándolo por completo, mientras pasaba junto a mí para recuperar su lugar.
—¡Oh, perdona! ¡Qué torpeza la mía! —exclamó, tendiéndome una servilleta con la que limpiarme, para luego añadir, en voz lo suficientemente baja como para que sólo yo lo oyera—: Eres un peligro. Tanto tú como tu vestido. Créeme: esto es lo mejor, ya que no queremos herir a más invitados, ¿verdad?
Mientras yo fulminaba a ese hombre con mi mirada llena de odio, sin dejar de sonreírle para que nadie sospechara, la amable anfitriona no tardó en hacerse cargo de mi accidente, evitando así que siguiera pensando en las decenas de formas en las que deseaba acabar con ese sujeto.
—¡Oh, Paula, querida! ¡Lo siento mucho! Será mejor que te quitemos cuanto antes esas manchas de vino —manifestó con sincera preocupación la señora Alfonso, conduciéndome hacia el baño para alejarme de esa lamentable reunión en la que yo solamente había hecho el ridículo desde el principio.
En cuanto llegué al baño, metí barriga y aguanté el aire, mientras la madre de Santiago me ayudaba a desabrochármelo. Luego me tendió con amabilidad un albornoz para taparme y se puso a mirar qué hacer con el desastroso vestido.
—Espérame aquí, en el baño. Voy a buscar un poco de soda. Con ella quitaremos la mancha para que este hermoso vestido no quede arruinado — anunció alegremente la perfecta ama de casa, dejando entre mis manos mi odiada prenda.
Yo, por mi parte, la despedí con una estúpida sonrisa, decidida a darle el tratamiento adecuado al vestido en cuanto ella saliera por la puerta.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario