miércoles, 17 de octubre de 2018
CAPITULO 76
Tras mis rebeldes palabras, que les revelaron a todos cómo era yo en realidad, las cosas comenzaron a cambiar en mi hogar: mis vestidos dejaron de ser tan estrechos, mi ropa interior dio un giro de ciento ochenta grados cuando le mostré a mi madre las nuevas tendencias, aunque, claro, a través de una revista, ya que por nada del mundo osaría enseñarle el indecente modelito que «alguien»
me había regalado, y ya no me reñían por tomarme alguna golosina de vez en cuando.
Para mi asombro, mi padre comenzó a interesarse por mis estudios y por lo que quería hacer con mi vida. Y, aunque todavía reprobaba alguna de mis ideas con sus gruñidos, por lo menos me escuchaba. El único punto en el que aún diferíamos mi familia y yo era en lo referente a Pedro. Ellos seguían pensando que era el hombre más inadecuado para mí, mientras que yo sabía que era el único para mi corazón.
Empecinado con que mis sentimientos hacia el chico del que me había enamorado cambiarían, como ya lo hicieron en una ocasión, mi padre comenzó a traer todos los fines de semana una nueva visita. Qué casualidad que sus compañeros de trabajo siempre vinieran acompañados de alguno de sus hijos, muy próximos a mi edad, y que siempre acababan sentándose a mi lado.
En una de esas aburridas veladas especulé sobre lo que habría ocurrido si hubiera tenido antes el valor de gritar mi opinión lo suficientemente alto como para ser escuchada. Las cosas tal vez habrían cambiado mucho antes para mí, pero es que hasta que conocí a Pedro no tuve el valor para hacerme oír.
Él lo había cambiado todo, y a cada paso me había mostrado la confianza que necesitaba para atreverme a tomar las riendas de mi vida. Junto a él había logrado ser yo misma y cometer alguna de esas locuras de las que nunca me había creído capaz. Hasta que llegó él.
En un solo verano me había emborrachado, había bailado en un bar, había participado en locas apuestas escritas en una pizarra, me había montado en una motocicleta, había coqueteado con más de un chico, había hecho el amor junto a un lago y había conseguido lo imposible: que el hombre que nunca se había fijado en mí comenzara a tenerme en cuenta. Aunque cuando eso empezó a pasar, pese a que disfruté de ello, ya no me bastaba. Porque Pedro, con su impertinente forma de ser, sus absurdas bromas y sus provocaciones había
conseguido hacerse un hueco en mi corazón a base de empujones y de pura insistencia, pero en el proceso había logrado reducir ese amor que siempre creí sentir por Santiago a un simple encaprichamiento.
Deseando que terminara pronto la reunión, para poder huir de la aburrida conversación de mi acompañante en esa cena, que en esta ocasión versaba sobre el emocionante mundo de la filatelia, me salté el postre y simulé un gran dolor de cabeza antes de encerrarme en mi habitación.
Cuando la visita acabó, mi madre, como siempre hacía, acudió a mi cuarto para recordarme una y otra vez las cualidades de mi acompañante de esa velada y para hacer un nuevo repaso de los chicos que habían pasado por nuestra casa en las últimas semanas, con la esperanza de que olvidara a Pedro.
—¡No me dirás que éste no era tremendamente apuesto! Y parece haberse fijado en ti cuando has empezado a hablar sobre literatura.
—Mamá, no me interesa —dije entre suspiros, fingiendo que estudiaba, ya que mi madre evidentemente no se había tragado lo del dolor de cabeza.
—¿Y el hijo del señor Meadows, ese tan guapo? ¿O el de los Collins, que parecía sumamente inteligente?
—No.
—¿Y el de…?
—Que no, mamá.
—¿Me puedes decir qué cualidades tiene ese dichoso Pedro Alfonso para que sólo puedas pensar en él? —preguntó mi madre, exasperada por mi comportamiento, mientras cruzaba los brazos a la espera de mi respuesta.
Seguramente esperaba que dijera algo razonable acerca de mis sentimientos por ese chico, pero mis respuestas sobre Pedro nunca serían demasiado coherentes, así que me limité a contestar del mismo modo desvergonzado que él haría para que lo dejaran en paz.
—Ninguna, mamá —dije tan tranquila mientras pasaba las páginas de mi libro.
—¡Mira tú por dónde, Paula, que en eso estamos totalmente de acuerdo! — expuso mi madre, enfadada, antes de marcharse dando un gran portazo que mostraba su descontento.
Después de asegurarme de que no volvería a entrar en mi habitación, puse algunos almohadones entre las sábanas de mi cama para disimular mi huida y me dispuse a ir al bar de Zoe en busca del chico al que hacía semanas que no veía.
Aun después de hacer de nuevo el amor con él, las cosas seguían confusas entre nosotros. Mis padres se habían estado entrometiendo continuamente en nuestra relación, intentando separarnos sin darnos la oportunidad de aclarar lo que sentíamos. Las palabras que Pedro susurraba en mi oído cuando volvíamos a estar juntos me hacían confiar en él, pensar que no estaba jugando conmigo y que yo era tan importante para él como Pedro siempre me decía.
Pero cuando nos alejábamos, las dudas volvían a invadirme y me sentía de nuevo como esa chica en la que nadie se fijaba. Por eso, en esas semanas en las que apenas había sabido nada de él, me preguntaba si no habría cambiado de opinión y ya no me necesitaba.
Dispuesta a averiguarlo, bajé por el árbol que había junto a mi ventana, ese por el que Pedro tantas veces había trepado con increíble habilidad.
Desgraciadamente, yo no era tan ágil como él y resbalé, quedando atrapada entre sus ramas. Para aumentar mi vergüenza, mi padre había decidido esconderse a fumar junto a ese árbol y me pilló con las manos en la masa.
Mientras se dirigía hacia mí para ayudarme, negaba con la cabeza ante las atolondradas acciones de las que él nunca me había creído capaz.
—¿Sabes, Paula? La puerta trasera suele ser más fácil de utilizar —dijo, riéndose de mí, mientras me ayudaba a desencajar mi trasero del árbol—. Te pediría que volvieras a subir, pero temo que vuelvas a quedarte atrapada, así que lo mejor será que uses la puerta de atrás para subir a tu habitación, ya que estás castigada.
—Pero ¡si no he hecho nada! —me quejé, más molesta con mi torpeza que con sus palabras.
—No, pero estabas a punto de hacerlo, ¿verdad? —afirmó mi padre, alzando una de sus inquisitivas cejas, mientras acababa de lleno con cada una de mis protestas—. Seguramente ibas en busca de ese tarambana para averiguar por qué no ha venido a verte en estas últimas semanas. Resolveré tus dudas aclarándote que en estos instantes está demasiado ocupado como para poder hacer nuevamente el tonto contigo —reveló mi padre en aire misterioso, esbozando una maliciosa sonrisa que me dejó claro que él era el culpable de que Pedro no tuviera tiempo para estar a mi lado.
Más decidida que nunca a averiguar lo que mi padre le había hecho para conseguir alejarlo de mí, me dirigí obedientemente hacia la entrada trasera de la casa, que él me señalaba… para luego salir por la puerta principal cuando no vi a
nadie, totalmente resuelta a hallar una respuesta a las intrigas de mi padre.
Tardé un poco en llegar al bar de Zoe y, tras dejar mi bicicleta en la acera de delante del local, que se hallaba abarrotado por todos los jóvenes que celebraban que había abierto de nuevo sus puertas, mis ojos recorrieron toda la estancia buscando a Pedro. Pero no lo hallé junto a la barra, disfrutando de una cerveza, ni
tampoco en alguna de las mesas, haciendo alguna escandalosa apuesta. Ni siquiera junto a la pista de baile, observando cómo meneaban el trasero algunas de las chicas.
Extrañada por no encontrarlo, y preocupada por su ausencia, me dirigí hacia la barra. Y antes de que pudiera abrir la boca para interrogar a Zoe, ella comenzó a aclarar mis dudas.
—No está aquí y, la verdad, no creo que pise este lugar en un tiempo.
—¡Vaya! ¿Y se puede saber qué o quién lo mantiene tan ocupado? —repuse, un tanto molesta porque ella supiera más que yo sobre la ausencia de Pedro.
—Tú —contestó Zoe, enseñándome a continuación la gran pizarra que había detrás de la barra.
Cuando comencé a leer el desafío propuesto por mi padre, que ese loco se había atrevido a aceptar, no pude evitar negar con la cabeza, ya que Pedro llevaba todas las de perder. De hecho, nadie había apostado en su favor en la pizarra, y tal vez nadie lo haría.
Y mientras observaba ese ridículo reto, que ponía nuevas trabas en nuestro camino, recordé lo que él me había susurrado atrevidamente al oído en más de una ocasión. Pedro siempre había apostado por mí desde el principio, sabiendo cómo era yo incluso antes de que yo misma llegara a averiguarlo. Por eso, aquél
era el momento de que yo apostara por él, a pesar de que el juego no lo favoreciera en absoluto.
Así pues, en un atrevido arrebato, dejé delante de Zoe todo el dinero que llevaba encima y declaré a plena voz, para que todos me oyeran:
—¡Apuesto por Pedro Alfonso!
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