miércoles, 3 de octubre de 2018
CAPITULO 30
Nunca creí que mi primo pudiera llegar a actuar como yo, pero por lo visto, los niños buenos también sabían ser malos cuando se empeñaban. Y Santiago estaba más que decidido a que yo no volviera a acercarme a Paula.
Sus ideas no eran tan pérfidas y maliciosas como algunas de las que yo podía urdir, pero ese niño mimado llegó a fastidiarme bastante con sus intrigas. Por ejemplo, tras nuestro episodio en el hogar de los Chaves, cada vez que llegaba a casa me encontraba con que alguna adorable damita estaba invitada a cenar, y por alguna extraña casualidad, siempre era situada a mi lado, mientras sus familiares no dejaban de mirarme escrutadoramente, como si estuviesen analizando con detalle la próxima adquisición que harían, logrando estremecerme. Y, para acentuar mi incomodidad, mi querido primo me dedicaba elogiosas, y falsas, alabanzas, como si estuviera vendiéndome al mejor postor.
En más de una de esas ocasiones me dieron ganas de levantarme de la mesa y huir de todo, o tal vez soltarle alguna escandalosa proposición a alguna de esas chicas para espantarlas, pero como yo no era de los que corrían y mis maliciosas propuestas solamente las reservaba para una mujer en concreto, preferí acabar con las esporádicas visitas de esas respetables familias que tantas ilusiones se hacían conmigo de una manera tan poco sutil como la que mi primo había utilizado para deshacerse de mí.
Mis pasos me llevaron hacia un aburrido y respetable lugar que pocas veces llegaba a pisar, salvo que fuera por un encargo. Odiaba entrar en ese local en concreto, porque siempre estaba lleno de viejas chismosas que tardaban horas en adquirir sus productos y que, cuando terminaban con sus recados, se quedaban en medio simplemente para cotillear. Pero en ese momento venía de perlas para mis propósitos que las charlatanas se encontraran en el establecimiento.
Entrando con paso decidido, irrumpí en ese apacible ambiente y esperé mi turno entre las viejecitas y alguna que otra ama de casa. Les llamó bastante la atención la gran caja de cartón vacía que transportaba, ya que no dejaron de dedicarle alguna que otra entrometida mirada para examinarla. Algunas de ellas incluso me invitaron a que pasara delante, para satisfacer su curiosidad, cosa que yo estaba más que encantado de hacer.
Cuando llegó mi turno, no dudé en colocar la caja de cartón encima del mostrador y solicitar mi pedido en voz lo suficientemente alta como para que todos los presentes se enteraran de cuáles eran mis intenciones en ese pueblo y que, por supuesto, no eran para nada decentes.
—Por favor, querría preservativos.
—¿Una caja? —me preguntó entre escandalizada, avergonzada y sorprendida la mujer que trabajaba como ayudante en la farmacia.
Algo que comprendí enseguida, ya que esos artículos en concreto eran difíciles de conseguir para los jóvenes, y más aún si vivían en pueblos pequeños como Whiterlande, donde las noticias, cotilleos y chismes corrían. Pero en esos momentos yo no quería que las habladurías corrieran, sino que volaran, así que no tuve piedad alguna con la sonrojada dependienta cuando le señalé desvergonzadamente:
—Sí, en concreto quiero esta caja. Llena —especifiqué, señalando la caja que había colocado sobre el mostrador.
Los curiosos ojillos que me habían estado observando reprobadoramente hasta ese instante pasaron a contemplarme escandalizados, y los murmullos de todas esas personas acerca de mi libertino y desvergonzado comportamiento comenzaron a sonar a mi espalda, como si yo no me encontrara allí.
—No… no tenemos tantos…. —tartamudeó dubitativa la mujer, mientras llenaba mi caja con un surtido de preservativos de lo más colorido que se podía uno imaginar.
—No se preocupe, me las apañaré como pueda esta semana —suspiré teatralmente, al tiempo que contaba con despreocupación las cajas de condones delante de todas mis alucinadas testigos—. Pero tal vez me hagan falta más para la semana que viene, así que apúnteme otra caja como ésta: mi nombre es Pedro Alfonso —dije, lo bastante alto como para que todo aquel que no me conociera lo supiera.
A la hora de pagar no me asusté por el desorbitado importe, ya que esos artículos se vendían a precios bastante poco asequibles para los jóvenes, y aboné la cuenta con parte del gran fajo de billetes que siempre guardaba debajo de mi cama, alarmando con mi gesto un poco más a esas mujeres, que comenzaron a preguntarse cómo podía obtener un chico tan joven como yo tanto dinero, y empezaron a inventarse turbulentas historias sobre ello.
Pensé que mi plan para espantar a todas las jóvenes casaderas y sus familias de las cenas que preparaba mi querido primo con intenciones de cazarme había funcionado, pero mientras me alejaba con mi gran caja llena de preservativos, no pude evitar intentar comprobar si efectivamente había sido así, de modo que cuando vi en la farmacia alguna que otra cara conocida, no dudé en recordar mis buenos modales y saludar tan educadamente como en más de una ocasión mi tía me había señalado que debía hacer.
—¡Señora Philips! Fue una cena estupenda la de ayer noche, ¿verdad? Me preguntaba cuándo podría volver a visitarnos su encantadora Natalia a la casa del lago…
—Está enferma para lo que queda de verano, y…. y… ¡este año irá a un internado sólo para chicas!
—¡Qué pena! —exclamé con fingido pesar, como si la mencionada Natalia fuera un pecaminoso bocado que se me había escapado, cuando en realidad fue lo más soso de toda la cena—. ¿Y usted, señora Wilkins? ¿Cuándo tenía que venir a cenar con su hija? No lo recuerdo demasiado bien, ¿era el miérco…?
—¡Nunca! —exclamó cortante la otra mujer.
Y como si la suerte me sonriera, en el momento en que me dirigía hacia la salida y los rumores más escandalosos corrían imparables sobre mí, mi primo hizo su aparición. Me vino que ni caído del cielo. No pude evitar fastidiarlos a él y a su impecable reputación tanto como él había hecho últimamente conmigo.
Después de todo, ya le había advertido a Santiago acerca de lo perverso que podía llegar a ser en el juego que nos traíamos, y él mismo me había asegurado que no le importaba ensuciarse, algo que era hora de comprobar.
—Lo siento, Santiago. Al final no he podido llenar la caja, así que no creo que tenga bastante para prestarte esta semana. Pero no te preocupes, ya he encargado más para la próxima —anuncié teatralmente, mientras ponía una mano sobre su hombro al pasar junto a él hacia la salida.
Mi primo, tal como había supuesto que haría ante mi extraño comportamiento, no dijo palabra alguna. Pero cuando vislumbró el contenido de la caja cuando pasaba junto a él, comenzó a maldecirme, aunque en esos instantes ya era demasiado tarde, porque los rumores comenzaron a rondar a otro de los escandalosos Alfonso.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario