miércoles, 3 de octubre de 2018
CAPITULO 32
Por primera vez en mucho tiempo oí discutir a mis padres. Sólo supe que tenía algo que ver con Pedro cuando el apellido Alfonso salió en la conversación.
Como el recto Santiago no podía llegar a alterar a nadie a causa de su comportamiento, seguramente todo se debería a algún escandaloso rumor que rondaba al desvergonzado Alfonso al que había comenzado a añorar.
Hacía ya varias semanas desde mi último encuentro con Pedro, las clases comenzarían dentro de poco y cuando el verano finalizase, lo más seguro era que no lo volviese a ver. Él regresaría con su familia y yo me quedaría en este pueblo, al que mis padres habían decidido mudarse para que interpretara un papel en el que no encajaba.
Había tantas cosas que quería preguntarle a Pedro desde la última vez que nos vimos, que no tenía ni idea de por dónde empezar. Aún no sabía cómo había llegado a mi habitación después de acompañarlo al bar de Zoe, ni si el
¿ escandaloso sueño que había tenido esa noche era todo debido a mi desvergonzada imaginación o si había algo de verdad en él, como tal vez sus besos o algunas de sus palabras, que me hicieron fantasear con que quizá Pedro era el Alfonso más adecuado para mí.
Según mi madre, no debía acercarme demasiado a Pedro. Solamente lo necesario para llamar la atención de Santiago. El problema era que como Pedro me dijo en su momento, él no era fácil de olvidar, y poco a poco se estaba haciendo un hueco en mi corazón, un corazón que cada vez se alteraba menos ante la presencia del maravilloso Santiago y se aceleraba más por el desvergonzado Pedro.
Cuando la discusión de mis padres finalizó, fui informada de que esa noche mi castigo se pospondría por unas horas y que podría asistir a la feria de verano que se celebraba en Whiterlande, por supuesto, sólo si me acompañaba más de una persona a ese evento, entre ellos, cómo no, el respetable Santiago Alfonso.
Así que, una vez más, me dejé arrastrar por uno de los descabellados planes de mi madre y me encontré esperando a mis acompañantes dentro de uno de esos apretados vestidos que deseaba quemar.
Sonreí a Santiago tan falsamente como siempre, en especial al verlo acompañado por la impecable Barbara, que, con una sonrisa igual de falsa que la mía, me aseguraba que yo sobraba en esa ecuación. Pensé que esa noche sería como las demás que había vivido a lo largo de mi vida, quedando de lado en todo momento y siendo la sombra de esa pareja, cuando, mientras mi padre le ofrecía el debido sermón al responsable Santiago, la cabeza de un deslenguado asomó por una de las ventanillas del coche, reclamando mi presencia haciéndome sonreír al saber que, mientras él estuviera a mi lado, nada saldría como mis aburridos padres habían planeado.
—El toque de queda será a las once de la noche, no quiero que Paula llegue aquí ni un minuto más tarde de lo acordado y…
—No se preocupe, con quince minutos me basta para pervertirla, ¿verdad, Paula? —bromeó Pedro desvergonzadamente, haciendo que tuviera que esconder mi rebelde sonrisa de mi imperturbable padre, que después de conocer a Pedro ya no lo era tanto.
—Y haznos un favor a todos, mantén a tu primo alejado de Paula —gruñó mi padre en voz baja, mientras fulminaba a Pedro con la mirada.
—No se preocupe, usted ignórelo, señor Chaves. Por lo pronto, lo he dejado encerrado en el coche y solamente he bajado un poco las ventanillas. Cuando lleguemos a la feria, me pensaré si lo dejo salir a pasear o no —declaró
Santiago, sorprendiendo a todos con ese cínico humor que muchos desconocíamos en él, algo que me hizo pensar que tal vez no todo lo ocurrido en mi habitación aquella noche formase parte de un sueño.
Después de que mi padre diera su consentimiento a mi salida, no dudé en subir a la parte trasera del coche, junto al desvergonzado Alfonso al que tanto había añorado.
—¿A que me has echado de menos, rubita? —me preguntó guiñándome un ojo.
Yo simplemente lo ignoré, mientras me disponía a sentarme a su lado, un sitio al que todos me habían confinado desde que Pedro llegó al pueblo, pero en el que ya no me importaba estar, aunque en esta ocasión, para mi sorpresa, el lugar que yo debía ocupar fue un motivo de discusión entre los Alfonso.
—¿No crees que te sentirías mejor si fueras conmigo delante, Paula? — sugirió Santiago, tirando de mí hacia el exterior.
—No, primo. Tú eres aburrido hasta cuando conduces, así que seguramente se quedaría dormida. Déjala conmigo y se divertirá —manifestó Pedro, cogiendo mi mano a la vez que se negaba a dejarme marchar.
—Yo creo que tú sólo la molestarías con tu acoso, así que, para librarla de él, lo mejor será que Paula se siente a mi lado.
—Claro, para que puedas acosarla tú —señaló Pedro, alzando impertinentemente la ceja.
—Yo nunca haría eso —replicó Santiago, aunque el sonrojo de su rostro delató que mentía.
Asombrada al ser testigo por primera vez de dos hombres peleándose por mí, no supe cómo reaccionar, aunque para eso estaba allí la perfecta Barbara, a la que le molestó bastante verse ignorada, algo que ella no pensaba permitir.
—Yo me sentaré detrás con Paula —propuso, apartando a Santiago a un lado e invitando a Pedro a salir del vehículo. A continuación, se sentó junto a mí con una cara de amargada que no me molestó en absoluto, ya que no podía dejar de lucir en mi rostro una sonrisa llena de satisfacción al ver cómo en un instante se habían invertido las tornas, y yo, a pesar de mis imperfecciones, me convertía en esa mujer a la que los Alfonso no podían dejar de perseguir.
Mi sonrisa se amplió cuando los dos primos suspiraron desilusionados. Y, ocupando sus respectivos lugares, comenzamos ese viaje que se hizo más interminable para unos que para otros, sobre todo cuando Pedro encendió la radio y comenzó a graznar como una urraca las baladas de amor que sonaban en ella, dedicándomelas a mí, ya que no dejaba de cambiar la letra para incluir descaradamente mi nombre en cada una de ellas. Para mi sorpresa, su primo decidió imitarlo con una voz bastante más melódica que la de Pedro, pero que nada podía hacer frente a los berridos de su primo.
—Creo que éste será un viaje muy largo —suspiró frustrada Barbara, mientras se masajeaba las doloridas sienes.
Y yo no pude evitar reírme alegremente de esos dos, deseando por una vez haber sido ignorada… «O tal vez no», pensé, cuando mi nombre volvió a salir a relucir en una nueva canción.
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