domingo, 30 de septiembre de 2018
CAPITULO 21
Se me hacía la boca agua cada vez que miraba cómo disfrutaban todas del pastel que había tardado horas en hacer, pero ante la ceñuda mirada que me había dirigido mi madre, alentada por los desagradables comentarios de su amiga, no había nada que hacer y me resigné a no probar mi propia creación.
Mientras respondía con una sonrisa a las alabanzas que dirigían hacia mi postre, di un nuevo sorbo de aquel aguado té que tenía entre mis manos y que en verdad me sabía… ¡a nada!
Lo que realmente quería hacer era abalanzarme sobre ese delicioso dulce, reclamándolo como mío mientras lo devoraba de un solo bocado y no dejaba ni las migajas, cosa que impedía otro de mis nuevos y ajustados vestidos, junto con la restrictiva mirada de mi madre, que me había impuesto una nueva dieta a base de agua y poco más...
Intentando hablar lo mínimo imprescindible para no parecer idiota, pero lo justo para poder respirar, me perdí en mis pensamientos cuando las reunidas comenzaron a compartir recetas de cocina o a hablar sobre las múltiples cualidades de mi rival, Barbara. Mientras comenzaba a repasar mentalmente los libros que podía comprarme esa semana con la escasa paga que me daban mis padres, oí unas palabras que me asombraron y que por poco no lograron que me
atragantara con mi té.
—Si he venido a verte, Melinda, no es para estar en tu aburrida compañía, sino para burlarme de ti y de esa detestable niña tuya, como siempre hago sin que apenas te des cuenta, mi bobalicona amiga —declaró atrevidamente y entre risitas la arisca amiga de mi madre, descubriendo al fin lo que siempre había sospechado: que esa amargada mujer me tenía manía por alguna razón que sólo ella sabría.
Esperando a que alguien reprendiera adecuadamente su comportamiento y le pidiera que se marchara, seguramente la respetable señora Alfonso, ya que era la dueña de ese hogar, no di crédito a lo que oí a continuación, cuando mi siempre apocada madre le contestó a su amiga, con la que nunca se atrevía a levantar la voz, por muy desagradable que ésta fuera.
Sus palabras hicieron que, ahora sí, me atragantase con mi bebida, tras lo que comencé a sospechar que algo raro estaba pasando en esa reunión…
—Sí que me doy cuenta, Monica, lo que pasa es que lo dejo pasar porque me das pena. Todos sabemos que si tu marido corre a la menor oportunidad hacia los brazos de su amante es porque eres un auténtico coñazo… —declaró mi madre, mientras acababa sentada indecorosamente en el suelo, entre ruidosas
carcajadas.
—¡Pues tu hija es una cerdita! —la provocó Monica señalándome.
—Sí, es una chica rellenita. Pero es una persona agradable y feliz, no como tú, que tienes toda la mala leche concentrada. Por eso no engordas ni un puñetero gramo, no dejas espacio a nada más en tu cuerpo que no sea la amargura.
—¡Retira ahora mismo lo que has dicho! —gritó Monica muy enfadada, dispuesta a abalanzarse sobre mi madre, que no hacía otra cosa que burlarse de ella desde el suelo.
—¡No me da la gana! —replicó atrevidamente mi madre, dejándome boquiabierta ante su inusual comportamiento.
—¿Mamá? —intervine, pretendiendo poner fin a ese bochornoso espectáculo, hasta que me percaté de que la señora Alfonso y la perfecta madre de Barbara parecían manifestar un atrevido e inadecuado proceder similar al de mi madre.
—En serio, Miriam, no sé para qué demonios has invitado este año a esta molesta familia, si ya sabes que mi Barbara es la mujer más adecuada para Santiago y… —estaba diciendo la señora Smith, mientras la siempre amable señora Alfonso se unía a mi madre en el suelo y le hacía los coros a la pegadiza cancioncilla que estaba interpretando ante mi enorme asombro y consternación:
—¡Coñazo! ¡Eres un coñazooooo…!
Abandonando mi taza de té sobre la mesa, intenté hacer algo en esa, en principio, pacífica reunión de amas de casa, que se había convertido en algo totalmente inesperado. Traté de aportar algo de paz y cordura a la situación, así que retuve a mi madre cuando se levantó del suelo para intentar patear el culo de su amiga, después de oír un nuevo insulto dirigido a mí.
—¡Tu mocosa nunca será la adecuada para un Alfonso, y menos aún teniendo una rival con unos modales y una figura tan encantadores como los de ella! — declaró Monica, señalando a Barbara, quien hasta ese momento no había hecho nada extraño que me llevara a pensar que se podía haber visto afectada por la locura que había trastornado a las demás. Hasta que soltó un inesperado grito que me hizo concluir que me equivocaba.
—¡Ya no puedo más! ¡Voy a por ti! —exclamó Barbara, sin especificar contra quien se alzaba cuando abandonó su impecable postura en el sofá.
Tal vez porque me resistía a soltar a mi sorprendentemente violenta madre, una faceta suya que desconocía, o porque realmente no me lo esperaba, fui incapaz de retener a Barbara y evitar que se abalanzara sobre su objetivo… ¡mi bizcocho de chocolate!
Barbara se lanzó sobre éste como una posesa, para devorarlo a dos manos, exactamente como yo había deseado hacer unos minutos antes.
—¿Qué decías? —se vanaglorió mi madre ante su amiga, mientras contemplaba el poco comedido e inadecuado comportamiento que Barbara estaba manifestando.
Sin saber a quién pedir ayuda o a qué se debían las locuras de esa reunión, corrí de un lado a otro detrás de esas irracionales mujeres, que se mostraban tan indecorosas y poco correctas como siempre me aseguraban que yo no debía ser.
El misterio sobre lo que había ocurrido esa tarde se desveló cuando oí una conversación entre el rebelde de Pedro y su respetable primo Santiago, que se adentraron en el saloncito de té discutiendo acerca de un asunto que me llevó a dejar de retener a mi madre para dedicar toda mi resentida atención al único culpable de que todo me saliera siempre tan mal.
—¡En serio, Pedro! ¡No me puedo creer que te atrevas a traer drogas a esta casa! ¡Y mucho menos que encima tengas la desfachatez de esconderlas en mi habitación y las pierdas!
—¡Venga, primito! ¡No te pongas así! Si yo no tomo de esas cosas… simplemente gané un poco en una partida de póquer de hace algunas noches. Llevo varios días pensando cómo deshacerme de ella, hasta que me he dado cuenta hace un rato de que el chocolate no estaba en su lugar.
—¿Y si lo ha cogido alguien por error y lo ha ingerido?
—¡Venga ya, Santiago! Nadie es tan idiota como para no diferenciar entre el chocolate de comer y el hachís... Además, con esa minúscula cantidad que tenía, únicamente alegraría un poco al presunto consumidor y…
—¿Decías? —acusó Santiago, alzando una de sus reprobadoras cejas hacia su primo, cuando ambos entraron en el saloncito de té de su madre y observaron por unos instantes el alucinante espectáculo que se desarrollaba delante de sus ojos, deduciendo al momento dónde había acabado la droga perdida.
Una absoluta obviedad al observar cómo la señora Alfonso no paraba de saltar encima del sofá, mientras bailaba al ritmo de la escandalosa música de la radio que había encendido, y la señora Smith la seguía cantando, al tiempo que la siempre perfecta y adecuada Barbara se hallaba sentada sobre la mesa, devorando con ansia un bizcocho de chocolate. Paula parecía la única persona cuerda de la estancia, mientras intentaba sujetar a su madre para que no se peleara con la invitada de honor.
Al ver la furiosa mirada que ésta le dirigía, antes de soltar a su madre para dejarla entablar una ridícula pelea de gatas, Pedro no albergó ninguna duda acerca de quién era la responsable de ese lío de mil demonios.
—Rubita, no me digas que has sido tú quien se ha llevado mi chocolate... — comentó con inquietud, mientras pasaba una mano entre sus revueltos cabellos, observando a su primo, que intentaba inútilmente calmar a alguna de las mujeres de la reunión.
—¡Sí! ¡Para cocinar un sabroso bizcocho de chocolate con el que pudiera demostrar mis habilidades culinarias e impresionar a todas las presentes para que siempre recordaran esta reunión! —replicó Paula, fulminándolo una vez más con la mirada.
—Pues definitivamente, rubita, ellas nunca olvidarán este día —declaró Pedro con sorna, señalando el escandaloso comportamiento de aquellas siempre decorosas damas—. Y bueno… creo que a ti tampoco... ¿Se puede saber por qué no estás cometiendo tú también alguna locura con la que pueda deleitarme?
—Estoy a dieta… —masculló Paula entre dientes—. ¿Por qué narices guardabas eso en el envoltorio de una chocolatina?
—Porque jamás imaginé que una rubita entrometida y con las manos muy largas entraría en mi habitación para robármelo. O más aún: que lo robaría para hacer un pastel con ello... Definitivamente, tengo que probar tu repostería. Pero hazme un favor, rubita: no invites a mi primo a degustar esos dulces. Él es demasiado recto para apreciar el sabor de lo prohibido —bromeó Pedro, mientras se acercaba peligrosamente a Paula y a sus tentadores labios.
—¿Por qué tienes que fastidiar siempre todos mis planes para quedar bien delante de Santiago o de sus familiares? —preguntó ella, furiosa, alejándose una vez más del salvaje que pretendía llamar su atención.
—Porque no quiero que lo elijas a él —susurró Pedro, solamente cuando Paula estuvo lo bastante lejos como para no oírlo.
—Como esto no habría ocurrido sin tu inestimable aportación, te toca solucionarlo —dijo Paula con decisión, corriendo a esconderse en su habitación.
—No te preocupes, rubita, haré todo lo que pueda para solucionar este jaleo —convino Pedro, para luego simplemente sentarse en el sillón más próximo a degustar una de aquellas sosas tazas de té, mientras veía complacido cómo su perfecto primo intentaba arreglar una situación que, sin duda, se escapaba de sus manos.
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