lunes, 24 de septiembre de 2018
CAPITULO 1
Los consejos que los padres ofrecen a sus hijos son distintos a lo largo de las décadas. Unos pretenden convertirnos en mejores personas; otros tratan de que lleguemos a ese ideal que esperan que alcancemos, algo que casi nunca podemos lograr por más que nos esforcemos.
A mediados de los años setenta, el canon de belleza para la mujer invitaba a que las chicas destacaran por una larga melena y un cuerpo delgado y atlético, aunque mi madre prefería perseguir las llamadas «medidas perfectas», que habían sido puestas de moda por alguna aclamada estrella de cine, y me exigía que alcanzara ese «noventa, sesenta, noventa» que todas las mujeres perseguían, algo inalcanzable para mí por más que se empeñara en ello.
Con tan sólo diecisiete años, mi delantera sobrepasaba el tamaño requerido, por lo que mi madre intentaba reducir mis atributos con un sujetador que aplastaba mis pechos hasta hacerme casi imposible respirar. Por si fuera poca tortura, mi cintura no era de avispa, y mi trasero un poco respingón, por lo que ambos eran comprimidos con una horrible faja que hacía que caminara tan recta como si yo fuera una de esas muñecas de plástico que mi madre adoraba coleccionar y que yo detestaba, ya que sus proporciones eran inalcanzables para cualquier mujer normal. Y como no era bastante castigo ir embutida como una longaniza para cumplir los estándares de mi madre, además tenía que sonreír todo el tiempo y simular que era la perfecta niña buena.
Mientras miraba el gran espejo que tenía frente a mí en el salón en ese instante, subida a un precario taburete, no reconocía mi artificial imagen. Y, a pesar de ello, me resignaba a seguir siendo así, porque eso era lo que mis padres me habían enseñado desde pequeña, aunque en mi interior albergaba a una niña mala que gritaba por liberarse. Y más aún en días como ése, en los que mi madre, su amiga Monica y Carola, la modista que habitualmente nos hacía la ropa, hablaban de mí como si yo no estuviera presente, o peor aún, como si fuera
una de esas muñecas que tanto les gustaban, pero algo defectuosa, y que por tanto tenían que arreglar.
—Creo, Melinda, que en esta ocasión deberíamos dejar unos cuantos centímetros de anchura en este nuevo vestido, ya que, al parecer, Paula ha engordado un poco —declaró inocentemente la amable modista, sin saber que con esas palabras sólo había logrado aumentar mi tortura.
—No te preocupes, Carola: he visto unas fajas reductoras nuevas en el mercado que comprimirán los centímetros que necesitamos. Por otra parte, unos cuantos días sin cenar no le irán nada mal para recuperar su figura, ¿verdad,
Paula? —repuso mi madre. Unas palabras que constituían una sutil reprimenda ante la que yo debía dar la debida contestación de niña buena.
—Sí, mamá —respondí, luciendo una sonrisa, cuando en verdad las estaba maldiciendo a todas por querer convertirme en aquello que nunca llegaría a ser.
—Con este precioso vestido seguro que conquistas a Santiago cuando os volváis a encontrar. Es un muchacho encantador y con un magnífico futuro. Sería maravilloso que se fijara en ti. ¿Te imaginas convertida en Paula Alfonso y viviendo en una idílica casita blanca con tres adorables niños rubios?
Sonreí ante las fantasiosas palabras de mi madre a pesar de que me estuvieran pinchando en el trasero con unas agujas al intentar comprimirlo, ya que ese chico, el que mis padres habían seleccionado para mí, también había sido elegido por mi corazón.
Santiago era un hombre maravilloso: de metro ochenta y cinco de estatura, poseía un porte atlético y era excepcional en los estudios, por lo que siempre aparecía en el cuadro de honor. Tenía el cabello rubio y unos penetrantes ojos azules acompañados de un hermoso rostro que hacía suspirar a la mayoría de las chicas. Estaba dotado de los mejores modales y trataba a todos con amabilidad.
Santiago era… era simplemente maravilloso…
La pega es que yo no lo era, según me habían dicho una y otra vez a lo largo de mi vida, y veía muy difícil que él se fijara en mí pese a que mis familiares insistieran continuamente en arrojarme a sus brazos para conseguirlo.
—¿En verdad crees que el chico de los Alfonso se interesará en… esto? — declaró despectivamente Monica, la amiga de mi madre, mientras me señalaba con una de sus huesudas manos, sacándome de mi ensoñación.
Como la niña buena que todos querían que fuera, sonreí estúpidamente mientras fingía no haber oído sus insultantes palabras, cuando realmente lo que más deseaba en ese momento era bajarme de aquel taburete para golpearla con él. Luego me arrancaría la faja y el condenado sujetador y bailaría desnuda alrededor de la casa, mientras comía toneladas de chocolate y escandalizaba a mi madre…
—Paula es perfectamente capaz de conquistar a ese chico: sus rubios cabellos rizados, sus bonitos ojos azules y su perfecta piel la hacen parecer una encantadora muñequita. —Tras pronunciar estas palabras, mi madre me sonrió orgullosa, y yo le devolví amablemente la sonrisa, mientras en mi interior pensaba, con un leve sentimiento de decepción, que mi madre se enorgullecía de mí por las razones más inadecuadas.
—¡No digas tonterías, Melinda! ¡Esta niña rolliza nunca llegará a parecerse a esas lindas muñequitas por más que te empeñes en ello!
«¡Tal vez porque ellas son fabricadas a medida y son de plástico, no como yo!», tuve ganas de gritarle a aquella bruja de Monica, aunque lo único que hice fue moverme un poco de mi lugar porque se me estaban durmiendo las piernas.
—¡Paula! ¡No te muevas! —exclamó mi madre, que, aunque estaba molesta con su amiga, pagaba su mal humor conmigo.
Nuevamente me quedé quieta sobre el taburete, perdiéndome en mis pensamientos mientras intentaba ser como esas muñequitas inmóviles que tantoadoraba mi mamá.
Reflexioné sobre si se daría cuenta alguna vez de que yo tenía un cerebro, de que mis notas eran excelentes y que sobresalía en todas y cada una de las asignaturas que tan difíciles parecían para otros. Pero por lo visto, ella solamente se enorgullecía de las calificaciones que obtenía en esas estúpidas asignaturas del hogar, en las que destacaba como el ama de casa perfecta.
A mi familia nunca se le pasaría por la cabeza que yo deseara ir a la universidad y estudiara literatura, que quisiera ser algo más aparte de una simple mujer casada o una perfecta madre.
Yo, para ellos, no tenía voz: sólo era una marioneta a la que manejaban a su gusto. Y yo, aunque me daba cuenta de todo, siempre me dejaba manipular con docilidad. Tal vez esto se debiera únicamente a que esa parte rebelde mía estaba todavía escondida muy dentro de mí, esperando que alguien me ayudara a hacerla surgir en el momento adecuado.
—Tomas y yo hemos decidido aceptar la invitación de los Alfonso para ir a su casa del lago en ese pueblo perdido, y en esta ocasión, si vemos que las cosas van bien, nos trasladaremos allí. Hay una posible vacante como administrador en una de las fábricas de Whiterlande que Tomas no puede desdeñar. Además, así lo haremos todo más fácil para Paula.
—¿Piensas arriesgarlo todo por esta niña? ¡Definitivamente, Melinda, estás loca!
—No lo arriesgaré todo, Monica. El traslado será temporal. Y ya se sabe que el roce hace el cariño: si Paula está cerca de Santiago Alfonso, tendrá muchas más posibilidades de conquistarlo que si sólo lo ve en las vacaciones de verano. Estoy totalmente segura de que están hechos el uno para el otro.
—Si tú lo dices… —declaró irónica Monica.
Las ilusiones de mi madre murieron ante mis ojos cuando la modista explicó en voz alta que, definitivamente, habría que dejarle dos centímetros más de anchura al vestido, declarándome de este modo como imperfecta ante las inquisitivas miradas de mi madre y su amiga.
Después de recibir pinchazos durante horas, por fin conseguí que me permitieran bajar de aquel maldito pedestal y, despidiéndome con los impecables modales que me caracterizaban, corrí hacia mi habitación para arrancarme la faja y el puñetero sujetador y vestirme con los ceñidos pantalones que hacían resaltar mi verdadera figura, y con una camiseta holgada que no imponía restricción alguna a mi cuerpo.
Tras asegurarme de que mi madre se marchaba de casa con su amiga para ir de compras, seguramente para adquirir esa nueva faja con la que me había amenazado antes, bajé hacia el salón. Una vez allí, encendí la radio para ponerme a bailar esas movidas canciones que ella detestaba y me comí una chocolatina que saqué de mi escondite secreto, mientras no dejaba de mover mi trasero y pensaba sobre cómo sería mi futuro a partir de entonces.
Como la niña buena que se suponía que era, debía cazar al hombre que adoraba para convertirlo en mi marido, algo que no estaba demasiado mal. Pero ello también implicaba que debía dejar atrás mis sueños de tener una vida diferente a la que había llevado mi madre: la de una abnegada ama de casa.
Según mis padres, yo no tenía que utilizar demasiado mi cabecita, algo que todos creían que seguía al pie de la letra. Pero realmente aún no sabía lo que quería hacer. Tal vez si nada se interponía en los planes de mi madre, ese fabuloso hombre se fijaría en mí y yo acabaría siendo la respetable mujer casada que todos querían que fuera, algo que mi enamorado corazón veía como un sueño maravilloso, pero que en mi intranquila mente no acababa de encajar. Sin duda, yo quería algo más, necesitaba algo más… pero todavía no sabía qué...
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