lunes, 15 de octubre de 2018

CAPITULO 70




«¡Quieren cerrar el bar de Zoe, corre la voz!», era la frase que se oía entre los alumnos que esa mañana ignoraban sus lecciones cuando el único lugar donde podían ser ellos mismos amenazaba con desaparecer.


Las notas en medio de las clases, los susurros en los pasillos y los prolongados silencios cuando algún profesor estaba cerca de ellos hacían pensar a todos que los jóvenes de Whiterlande se traían algo entre manos. 


Finalmente, cuando las clases terminaron, todos se reunieron en la vieja sala de estudios que casi nadie pisaba nunca y, fingiendo haberse convertido en entusiastas estudiantes ante sus docentes, esperaron hasta que éstos se marcharon para exponer sus preocupaciones sobre un tema que les atañía a todos y cada uno de ellos.


—¿Se puede saber por qué narices quieren cerrar el bar de Zoe? —inquirió uno de los alumnos, alarmado, exigiendo una explicación.


—Por lo visto, después de la pelea que hubo allí, nuestras madres y sus entrometidos comités se están dedicando a hacerles la vida imposible a Zoe y a su padre —informó con indignación una de las chicas, que quería ser abogada, viendo en ello una gran injusticia.


—A mí me ha contado Zoe que el seguro, presionado por los padres, se está haciendo el loco a la hora de pagar el dinero de la póliza, y que el banco comienza a exigirles ciertos pagos, a pesar de que no tienen retraso alguno.


—¡Es injusto! Y todo por nuestra culpa...


—Y ahora, ¿adónde iremos para olvidar nuestro estrés? —se quejó un impecable joven entre suspiros.


—¿Dónde bailaremos? —dijo apenada una chica que parecía bastante apocada.


—¿Dónde podremos ser nosotros mismos? —apuntó otro chico, poniéndole voz a los miedos que todos ellos guardaban.


—¡Todo es culpa de Mauricio y de Pedro! ¡Si no hubiera sido por esa estúpida pelea, nada de esto habría ocurrido! —exclamó airadamente uno de los jóvenes más estirados, dirigiéndole una amenazadora mirada a Pedro que lo declaraba culpable.


Por un momento, todas las miradas se volvieron hacia él, tachándolo como su enemigo, hasta que la mano de Paula apretó fuertemente la suya para mostrarle su apoyo y murmuró unas palabras al percatarse de que la situación de cada uno de sus compañeros era muy similar a la suya.


—Como muñequitos...


Pedro sonrió al escucharla, y apretó también su mano para devolverle el apoyo que le había dedicado, cuando uno de los chicos le reclamó:
—¿Se puede saber qué estás susurrando?


—¡Como muñequitos! —gritó Paula, alzando la voz que sus padres ignoraban continuamente—. ¡Nuestros padres nos tratan como a muñequitos!
¡Nos dicen qué vestir, qué estudiar, qué hacer con nuestro futuro, incluso con quién salir! ¡Nos tratan como a meros espectadores de nuestras propias vidas, y cuando nos salimos de su molde, como ahora, nos obligan a volver a él, aunque sea a costa de destruir a otros!


—Sí, eso es lo que siempre hacen. Pero ¿cómo podemos enfrentamos a ellos, Paula, si nunca escuchan nuestras protestas y nuestra rebeldía es tratada como una simple fase de la adolescencia que ya se nos pasará?


—¿Cómo podemos enfrentarnos a ellos, me preguntas? Yo te lo diré: no nos enfrentaremos a ellos —replicó Paula—. ¿Quieren que seamos como esos muñecos de plástico, sin voz ni voto y listos para ser manejados a su antojo? ¡Pues démosles lo que quieren!


—Estoy confuso… ¿quieres que nos rebelemos haciendo todo lo que ellos quieren?


—No —negó Paula—, quiero que nos rebelemos no haciendo nada, ¡absolutamente nada! Seamos como muñecos: inertes y sin voz, hasta que al fin quieran escucharnos




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