martes, 25 de septiembre de 2018
CAPITULO 5
El Sullivan’s era uno de los pocos locales de reunión de ese pueblo en el que los jóvenes tenían el acceso permitido por parte de sus estrictos padres, ya que, con su ambiente hogareño, sus mesas cubiertas con impolutos manteles blancos y su gran pizarra que anunciaba el menú del día, se trataba del establecimiento idóneo para servir las comidas de las respetables familias que acudían a él.
Zoe, la hija de veintiséis años de Mario Norton, dueño de este digno lugar, intentaba infructuosamente convencer a su empecinado padre de que sería buena idea introducir algunos cambios en el negocio familiar para atraer a otro tipo de clientela, pero no conseguía ningún resultado en absoluto, ya que era una mujer, y su padre opinaba que las mujeres no estaban hechas para pensar demasiado.
—Pero ¡papá! ¡Si abriéramos por la noche a los jóvenes, dotando a este local de un ambiente un poco más adulto, podríamos conseguir mucho más dinero y pagar las facturas de las que continuamente te quejas! No te estoy pidiendo que sirvas alcohol a los menores, solamente que les proporciones un espacio donde puedan reunirse y divertirse apartados de la constante vigilancia de sus padres.
—¡Ya! ¡Y lo próximo que me pedirás será que les permita fumar o que ensucien mis brillantes suelos con sus pecaminosos bailes o que mantengan relaciones ilícitas en algún oscuro rincón de mi establecimiento!
—Padre, desengáñate: este lugar nunca tendrá suficientes espacios oscuros como para que las parejas intimen, aunque lo del baile…
—¡Basta, Zoe, ni una palabra más! Únicamente te estoy enseñando cómo debes llevar este negocio por el bien de tu futuro marido. En cuanto te cases, tú sólo tendrás que usar tu imaginativa cabecita para dirigir tu casa y nada más. Por cierto, ¿cuándo vas a casarte? —le preguntó Mario una vez más a su hija, que a su edad ya iba camino de convertirse en una solterona, según su anticuada opinión.
—¿Y tú, padre? ¿Cuándo vas a dejar de fumar? —replicó insolentemente Zoe, cruzando los brazos con enfado.
—Se acabó el descanso. Ayúdame a meter esas cajas de bebidas en el almacén.
—Te recuerdo que, según tú, soy una indefensa mujercita que debería ser mimada en todo momento y alejada de todo trabajo excesivamente duro. No veo que en esta ocasión me estés mimando demasiado, papá…
—Recuerdas mis palabras cuando te conviene —se quejó Mario, resignado a cargar con la caja que su hija había dejado en el suelo.
—Más o menos como tú, papá —respondió Zoe, que, compadeciéndose finalmente de su padre, cogió la caja de botellas y lo acompañó al almacén.
Mientras Zoe depositaba su carga en su lugar, sus ojos examinaban atentamente el abandonado cobertizo que hacía las veces de almacén, en busca de objetos que pudiera utilizar esa noche durante la siguiente apertura clandestina del local de su padre para todos los jóvenes de Whiterlande. Lo hacía a escondidas de los adultos, convirtiendo ese restaurante familiar en un lugar secreto, donde los jóvenes pudieran ser ellos mismos sin preocuparse de lo que nadie pudiera pensar.
Después de toparse con una antigua mesa de billar que estaba decidida a desempolvar para esa noche, Zoe dio con una vieja y enorme pizarra con ruedas, algo extraño en un establecimiento como aquél, en el que las únicas pizarras que se usaban eran las que anunciaban los menús del día.
—¿Qué es esto, papá?
—¡Vaya! Creía que había tirado este trasto hacía tiempo y resulta que estaba aquí escondida... —dijo Marlon con una sonrisa, mientras desempolvaba aquella reliquia—. Esta pizarra la compró Kevin Alfonso hace unos años, cuando le dije que no conseguiría a su mujer. La utilizamos para hacer una serie de apuestas sobre ello. Fue una locura, pero nos reímos de lo lindo con cada una de sus disparatadas ideas en su intento de enamorar a Miriam. Creo que ya es hora de tirarla...
—¡No! ¡Déjala, papá! Tal vez le encuentre algún uso —repuso Zoe, mientras pensaba que la idea de las apuestas no era nada mala para ganar algo de dinero.
Después de llegar a casa, cenó rápidamente junto a sus padres y se encerró en su cuarto, simulando que estaba muy cansada, para luego, simplemente, escapar por la ventana de su habitación con las llaves del restaurante familiar en las manos, llaves que Mario dejaba siempre tan despreocupadamente en la cocina.
A continuación, se dirigió hacia su negocio, que todos los jóvenes habían rebautizado como El Bar de Zoe, y observó que en las aceras frente al establecimiento ya había una decena de chicos esperando a que ella abriera las puertas para concederles el respiro que tanto necesitaban en sus perfectas y agobiantes vidas.
Por la noche, la mayoría de las mesas y sillas del Sullivan´s quedaban recogidas y plegadas, proporcionando a los jóvenes una apropiada pista de baile en donde disfrutar de la música de moda; los sillones familiares, con sus mesas, constituían perfectos rincones para las parejas cuando las luces de esa zona se atenuaban, y en la barra podían pedir lo que quisieran, aunque, dependiendo de su edad, Zoe les daría o no su bebida. Atrás quedaban los blancos e impolutos manteles, los menús en la pizarra de la entrada o las aburridas comidas familiares. La noche en ese local era sólo para ellos.
En cuanto Zoe abrió el local, sacó la vieja radio de su padre y puso la música que se suponía que no podían escuchar, repartió las cervezas que no debían beber, aunque sólo a los mayores de edad, e hizo la vista gorda con los que fumaban mientras movían sus cuerpos al son de la música, a la vez que hablaban sobre cosas que nunca debían decir delante de sus padres.
Las chicas vestían esos inapropiados pantalones ceñidos que destacaban por sus formas acampanadas. Algunas lucían pantalones cortos con botas altas, o incluso minifaldas muy cortas y atrevidas, dejando en el guardarropa del bar aquellos restrictivos vestidos que tanto gustaban a sus madres, decidiéndose a mostrar sus verdaderas figuras.
Los chicos, por su parte, con sus gastados vaqueros y camisas pegadas y abiertas, con las que intentaban exhibir sus varoniles pechos, no se parecían en nada a los niños de papá que representaban cuando todos los ojos los observaban, y no les importaba decir piropos subidos de tono a las chicas, que los ignoraban.
Todos se divertían en un ambiente liberador que no era bien visto en aquel pueblo, a pesar de los avances que estaba haciendo la sociedad, en la que las voces de los jóvenes comenzaban a alzarse reclamando su sitio y su derecho a pensar y a vivir por sí mismos.
Mientras todos disfrutaban de un momento de paz y diversión, Zoe se unió a ellos moviendo sus caderas, demasiado grandes como para ser comprimidas en uno de aquellos minúsculos vestidos, por lo que prefería llevar unos cómodos pantalones y una bonita y holgada blusa de llamativos colores que hacían destacar sus hermosos cabellos rojos. Su baile fue interrumpido cuando, después de oírse el ensordecedor sonido de una motocicleta, las puertas del local se abrieron. Todos se volvieron hacia el extraño que interrumpía su reunión, un extraño que mostraba un aspecto aún más rebelde que el suyo y que tomó asiento despreocupadamente, mientras se hacía con una cerveza de detrás del mostrador.
El forastero brindó por ellos alzando su botellín y luego subió el volumen de la música para que continuaran con su diversión. Sólo cuando se terminó su bebida preguntó con desgana por una dirección que llenó a Zoe de expectativas.
—Oye, pelirroja, ¿sabes dónde queda la casa del lago de los Alfonso?
—Esta pelirroja tiene nombre: se llama Zoe respondió la muchacha, algo ofendida—. Y para llegar a esa casa tienes que ir todo recto hasta la próxima salida y luego, simplemente, seguir los carteles de dirección.
—Intentaré recordarlo... —declaró impertinentemente el rebelde sujeto, sin especificar si lo que intentaría recordar sería su nombre o la dirección indicada.
—¿Has venido a visitar a los Alfonso? ¿Eres un amigo de Santiago? ¿O tal vez un pariente lejano? ¿Durante cuánto tiempo te quedarás? —preguntó con curiosidad Zoe, decidida a saber quién era aquel chico que había irrumpido en su local como si ése fuera su ambiente natural.
—Demasiadas preguntas para esta noche… ¡Uf! Y todavía tengo que acudir a una cena en la que me están esperando desde hace… una hora —repuso el joven con desgana, mientras consultaba su reloj sin inmutarse, como si ése no fuera su problema y sí de las personas que estuvieran esperándole.
—Los Alfonso son muy puntillosos respecto de la puntualidad en los horarios de sus reuniones, y muy especialmente cuando tienen invitados, como en estos momentos, ya que los Alfonso y los Smith han ido de visita con sus encantadoras hijas —apuntó Zoe.
—¡Mierda! Ahora encima me tocará aguantar a unas mosconas —se quejó el joven, alterándose al fin ante algo y abandonando el lugar sin pagar un céntimo por su bebida ni dar explicación alguna sobre su presencia en Whiterlande.
—¡Ey, no me has pagado! —reclamó Zoe, mientras lo veía alejarse apresuradamente.
—¡Apúntalo en mi cuenta! —replicó atrevidamente el desconocido, despidiéndose con una maliciosa sonrisa.
—¡Tú no tienes cuenta en este local! —insistió Zoe, asombrada ante la desfachatez de ese tipo.
—Pero la tendré, ya que he venido para quedarme bastante tiempo.
—No me fío de los desconocidos que acuden a mi local, y aún menos de los que no me dicen su nombre.
—Pues te diré mi apellido: escribe «Alfonso» en mi cuenta. El nombre de pila te lo diré la próxima vez que venga, pero sólo si me gusta tu cerveza — respondió burlón el forastero, antes de desaparecer de su vista y poner rumbo a su reunión.
Finalmente, Zoe se decidió a desempolvar esa misma noche la gran pizarra de su padre, con la que volverían las apuestas sobre un Alfonso que, sin duda, era digno de atención y traería bastante revuelo a ese pueblo.
—De una forma u otra, Alfonso, me vas a pagar esa cerveza —dijo Zoe, dando a conocer a todos los reunidos quién era el desconocido, mientras especulaban sobre los problemas que podría acarrear a esa familia.
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