viernes, 5 de octubre de 2018

CAPITULO 40




Cuando comencé las clases en el instituto de Whiterlande creía que sería una experiencia solitaria y traumática, ya que había dejado atrás a todos mis amigos únicamente para seguir el camino que me señalaban mis padres. Por suerte, en ese lugar volví a coincidir con Penélope, una apreciada amiga de mi infancia.


Ella siempre había aparentado ser una niña buena y callada, que me seguía silenciosamente en todas mis trastadas, para luego convertirse en un diablillo tan malicioso como yo cuando hacía falta. Cuando niña, lamenté mucho separarme de ella debido a que sus padres decidieron mudarse a otra ciudad, pero ahora el destino había resuelto que nos reuniéramos de nuevo.


En el instante en que Penélope y yo volvimos a encontrarnos, el tiempo pareció no haber pasado, y los cinco años que habíamos permanecido separadas fueron para nosotras un período lleno de noticias y anécdotas que nos apresuramos a relatarnos.


Penélope me contó cómo su madre, tras quedar viuda, había decidido volver a vivir en ese apacible pueblo, mientras que yo, por mi parte, le relaté la estúpida idea de mi madre de lanzarme una y otra vez en el camino de un joven que apenas se daba cuenta de que existía. Luego le hablé del salvaje chico que había conocido ese verano y al que ya no volvería a ver, y ella me describió, emocionada, cómo era su novio Mauricio, del que estaba profundamente enamorada.


A pesar de que Penélope y yo éramos distintas físicamente, ya que ella, con sus hermosos ojos azules, su lacia melena morena y su delicado cuerpo cumpliría sin dudar los estándares impuestos por mi madre, en cuanto a carácter éramos muy parecidas, en especial cuando el diablillo que llevábamos dentro pugnaba por salir.


En ella encontré una inestimable aliada cuando sus suspicaces ojos hicieron que me percatara de las miradas de Santiago en el instituto, que de vez en cuando se dirigían hacia mí, obligándome a reconocer que la atrevida proposición que Pedro me había hecho al principio del verano estaba cumpliendo su objetivo y había conseguido lo que yo nunca logré en todos esos años: atraer su atención.


Lo preocupante ahora era que ya no me importaba tanto despertar el interés de Santiago, y que cada vez que se cruzaban nuestras miradas no podía evitar recordar a otro Alfonso, así como su afirmación de que él era el único que me había visto de verdad.


Uno de esos días en los que mis padres me atosigaban para que incordiara a Santiago con una nueva invitación a cenar, me acerqué a su clase. Y mientras esperaba tranquilamente detrás de mi carpeta a que él me dedicara algo de su tiempo, no pude dejar de fisgonear con curiosidad en la conversación que estaba manteniendo con uno de sus profesores, sobre todo porque el nombre del más rebelde de los Alfonso salió a relucir en ella.


—Santiago, ya llevamos cerca de dos semanas de curso y tu primo Pedro todavía no ha hecho acto de presencia. Me parece bastante cuestionable su inusual enfermedad, así que diles a tus padres que quiero hablar con ellos. Y, de paso, entrégale estas tareas para que se ponga al día con los demás —dijo el profesor de Santiago, visiblemente molesto por el comportamiento de uno de sus alumnos.


Tras escuchar las palabras del profesor, mis pies se movieron solos, pese al intento de Penélope de retenerme a su lado, y no tardé en colocarme lo más cerca posible de ellos y de su charla privada. Mientras los escuchaba descaradamente, quise creer que Santiago tenía otro primo llamado Pedro en ese pueblo o que tal vez ese profesor se había equivocado de persona, porque la otra opción era que Pedro había jugado conmigo durante todo el verano y, mientras yo me había torturado al final del mismo con la idea de alejarme para siempre del hombre que comenzaba a gustarme, él, por su parte, solamente se había reído de mí sabiendo que eso no ocurriría.


—Hablaré con mis padres, señor Jenkins, e intentaré cumplir con su encargo, pero no le prometo nada: la última vez, Pedro se fumó sus deberes. Literalmente. Y mejor no le cuento para qué usó los de la semana anterior, cuando el papel higiénico se le terminó en el baño...


Tras escuchar la contestación de Santiago, no albergué ninguna duda: el individuo al que se referían era ese rebelde que siempre se comportaría de una manera inadecuada ante todos.


—Ese chico no tiene remedio —suspiró frustrado el abnegado maestro—. ¡Y pensar que en la prueba de admisión sacó la mejor nota! Tu primo posee un gran cerebro, pero se niega a utilizarlo. O, al menos, a usarlo para algo de provecho —puntualizó el señor Jenkins, recordando algunas de las hazañas que Pedro había llevado a cabo ese verano, que habían corrido como la pólvora en ese pequeño y curioso pueblo—. Si tan sólo alguno de vosotros pudierais hacerlo entrar en razón, hacer que os escuche y convencerlo de que, por lo menos, finalice sus estudios…


—No creo que yo sea el más adecuado para ello, señor Jenkins. Cada vez que mi primo me ve, huye de mí. Incluso, en más de una ocasión, ha llegado a saltar por la ventana solamente para evitarme, tanto a mí como mis sermones — repuso Santiago, igual de frustrado que su profesor.


Y, antes de que pudiera evitarlo, unas impulsivas palabras salieron de mi boca cuando esos dos sujetos daban por imposible a Pedro.


—¡Yo lo haré! A mí me escuchará —intervine con decisión, arrebatándole con brusquedad las tareas a Santiago, mientras pensaba en lo mucho que tenía que decirle a ese canalla que se había atrevido a jugar conmigo.


—¿Y por qué cree que ese chico la escuchará a usted, jovencita? —inquirió el profesor, colocándose las gafas en su lugar y cuestionando mis palabras.


—Porque no hay piedra debajo de la cual esa alimaña pueda esconderse de mí —respondí con una fría y falsa sonrisa, tan perfecta como las que mi madre me había enseñado a mostrar, mientras arrugaba amenazadora las tareas de Pedro en mis manos, antes de alejarme en busca de un gusano al que, definitivamente, iba a aplastar.


—No se preocupe, señor Jenkins, si hay alguien que puede conseguir que Pedro entre en razón, sin ninguna duda, es Paula —oí a mis espaldas, dándome fuerzas para continuar mi camino.


—¿Y se puede saber quién es Paula? —preguntó el maestro, confuso ante la rotunda afirmación de Santiago.


—Es la novia de Pedro —anunció Santiago, mostrándome que había más de una cuestión que tenía que resolver con ese despreciable sujeto, y la primera de ellas era dejarle bien claro que nuestro acuerdo había terminado.




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