jueves, 27 de septiembre de 2018
CAPITULO 11
Tras mi lamentable comportamiento en la cena de los Alfonso, mis padres decidieron actuar lo más rápidamente posible. Esta vez no sólo aceptaron la invitación de sus amigos como hacían todos los años, para quedarse una temporada junto a ellos con la excusa de disfrutar de la tranquilidad de ese aburrido lugar, sino que también decidieron comprar una casa en Whiterlande.
La solución más rápida ante mi fracaso para llamar la atención de Santiago no fue abandonar y pensar en trazar otro camino para mi futuro, no… Para mis padres resultó ser mucho más lógico dar a mi vida un giro de ciento ochenta grados y tomar la decisión de mudarnos a ese recóndito pueblo, sin preguntarme qué opinaba del asunto. Mis amigos, mis estudios, todo lo que había conocido hasta ese momento… nada les importaba. Nada, excepto todo lo que estuviera relacionado con cazar al hombre adecuado para el matrimonio.
Yo me preguntaba si realmente mis padres me veían como una persona o únicamente como una marioneta que movían a su antojo.
A la mañana siguiente de esa espantosa cena, mi madre comenzó a buscar la casa perfecta, asesorada por la señora Alfonso, a lo que se unió la madre de Barbara, mostrando lo competitivas que podían llegar a ser.
La verdad era que no me preocupaba demasiado que mi madre pudiera salir
dañada por el enfrentamiento con otra mujer, ya que ella también podía enseñar las garras cuando quería. Así que a la hora del té, mientras las mujeres hablaban sobre muebles, recetas y demás cosas de escaso interés, yo me perdía en mis pensamientos, dando lugar a que las presentes creyeran que no intervenía en la
conversación por timidez, cuando en realidad se debía al tremendo aburrimiento que me embargaba cada vez que las oía hablar.
La tarde habría pasado entera sin ningún contratiempo de no ser porque la señora Alfonso puso un programa de radio en el que los oyentes que participaban se dedicaban a dejar sus confesiones de amor hacia sus amadas, acompañadas de alguna delicada canción.
Mientras me deleitaba con el té e intentaba coger una pastita cuando la reprobadora mirada de mi madre no me vigilaba, me atraganté al oír uno de los mensajes de ese programa.
Afortunadamente, nadie se dio cuenta de que iba dirigido a mí.
—Y éste es un mensaje de Pedro para Paula, la mujer cuyo vestido puede dejar a un hombre sin respiración: «Espero que a partir de ahora no te olvides de mi nombre».
—¡Oh, Paula! ¿Estás bien? —se preocupó la señora Alfonso, mientras golpeaba con delicadeza mi espalda—. No sabía que este programa era tan atrevido. Si quieres, lo puedo apagar.
—No, señora Alfonso, déjelo. A pesar de los molestos mensajes de los oyentes, la música es agradable —contesté, pensando que la jugada de ese pernicioso sujeto no podía llegar a más.
—Además, no debes preocuparte: sin duda una chica como tú nunca sería esa Paula. Debe ser muy atrevida para usar un vestido que deje sin respiración a un hombre —declaró la madre de Barbara, más como un insulto que como un halago, descartándome con una de sus despectivas miradas, como si yo nunca pudiera ser capaz de llamar la atención de ningún hombre.
En ese momento tuve unas enormes ganas de señalar lo equivocada que estaba, pero como eso sería un gran error, decidí seguir disfrutando de la velada, algo que fue imposible.
—Y aquí tenemos nuevamente un mensaje del persistente Pedro, para Paula: «Nunca podré olvidarme de ese peligroso vestido, como tú nunca podrás olvidar mi nombre a partir de ahora».
—Qué te apuestas… —mascullé, tras un nuevo mensaje con el que ese chico consiguió enfadarme.
A lo largo de toda la tarde no dejaron de emitir más dedicatorias, que avivaron mi mal genio, ese carácter que yo estaba decidida a esconder a toda costa, pero que en esos instantes no podía hacer nada por apaciguar por más que lo intentara.
—Y, cómo no, una vez más, de nuestro enamoradizo Pedro, para Paula: «Por una noche inolvidable, de la que aún conservo el botón de ese vestido…».
—Creo que será mejor cambiar de emisora —dije bruscamente, interrumpiendo el nuevo mensaje, mientras me percataba de que finalmente ese tipo había conseguido lo que se había propuesto: que yo nunca pudiera olvidar su nombre. Aunque fuera para maldecirlo.
—Y de Pedro para Paula, «Ese vestido…».
Comenzó a sonar un nuevo mensaje, cuando decidí que era el momento adecuado para cortar por lo sano.
—Me duele la cabeza, será mejor que apague la radio —anuncié, y sin esperar indicación alguna por parte de la señora Alfonso, apagué groseramente el maldito trasto, para acabar con la principal fuente de mi incipiente dolor de cabeza. Por desgracia, el causante del mismo no tardó en volver a aparecer de nuevo, esta vez en persona.
—¡Oh, querido! ¡Al fin has llegado! Y, por lo que veo, has hecho todos los encargos que te pedí —alabó la señora Alfonso a Pedro, mientras veía cómo se adentraba en el salón con unas bolsas de la compra—. Paula, ya que no te encuentras bien, ¿por qué no le muestras a mi sobrino dónde está la cocina? Entre otras cosas le envié a comprar unas pastillas para el dolor de cabeza que sin duda te servirán para aliviar tu malestar. Luego, sin quieres, puedes descansar un rato en tu habitación hasta la cena.
Mientras pensaba cómo declinar el ofrecimiento de la señora Alfonso sin ofenderla ni descubrir mi mentira, el aludido me retó, y, apoyado despreocupadamente en el marco de la puerta, me dedicó una de sus ladinas sonrisas.
—Es cierto: he comprado unas píldoras que pueden ayudarte a aliviar ese dolor de cabeza. Te pido disculpas por haber tardado un poco en traerlas. Es que me he distraído en la farmacia porque en la radio estaban poniendo unos mensajes muy interesantes y me he entretenido. Eran muy curiosos. El último decía algo así como «Ese vestido siempre será un secreto entre tú y yo, y…».
—Sí, de acuerdo. Te ayudaré con las compras. Mi cabeza necesita descansar de tantos mensajes empalagosos —lo interrumpí rápidamente, arrebatándole a Pedro una de las bolsas. Y, tomando la delantera, anuncié con una provocadora sonrisa igual de impertinente que la de él—: Sígueme y te mostrare dónde está la cocina, Bruno —finalicé, haciendo hincapié en ese nombre, equivocado a propósito, mientras lo dejaba atrás.
Aunque creo que a él no le importó demasiado mi tonta venganza, ya que lo pillé mirando mi trasero con una sonrisa llena de satisfacción. Sin duda se creía el ganador del momento, pero nuestro juego sólo acababa de comenzar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario