lunes, 24 de septiembre de 2018
CAPITULO 3
Escuchar en mi cuarto la música que me gustaba un poco más alta de lo normal era una buena manera de fastidiar a mi padre. Esas estridentes melodías a las que me había aficionado, en las que los jóvenes rockeros gritaban sus protestas sin tapujo alguno, o las desaliñadas ropas que últimamente vestía, copiando a alguno de los amigos que había hecho en un barrio obrero de Londres, me servían para aumentar más el enfado de mi progenitor, ya que, una vez más, uno de sus imaginativos castigos no le había servido de nada para enderezarme.
En esta ocasión, cuando me expulsaron del instituto a mitad de curso, a mi padre no se le ocurrió otra cosa más que la brillante idea de enviarme muy lejos de casa. Exactamente a unas nueve horas y media de vuelo en avión: a la ciudad de Londres. Allí fue adonde mi querido padre había decidido desterrarme durante un tiempo para hacerme trabajar en una de las viejas fábricas de un conocido suyo.
No tardé demasiado en hacerme amigo de muchos de los hijos de los trabajadores y en copiar sus vestimentas: sus vistosas camisetas, adornadas con rebeldes mensajes, sus raídos pantalones vaqueros y sus chaquetas de cuero.
Aunque no me atreví a imitar sus atrevidos peinados, caracterizados por unas crestas de vivos colores: eran demasiado para mí, por lo que preferí simplemente peinarme hacia atrás usando generosas cantidades de gomina.
Cuando retorné a casa, decidí seguir luciendo mi aspecto rebelde, entre otras cosas porque yo no servía para vestir como un buen chico, con pantalones de pinza y ñoños jerséis. Y nunca, pero nunca jamás, llevaría uno de esos pantalones de campana o esas horrendas camisas de flores. Prefería la moda londinense, pero para mi desgracia, mi apariencia parecía hacer pensar a muchos que yo buscaba algún tipo de pelea, y mi irónico sentido del humor cuando me azuzaban no hacía mucho por suavizar esa percepción, la verdad.
Harto de las críticas de mi padre y de las protestas de mi madre, subí el volumen de la radio y saqué de debajo de mi colchón otra de esas revistas que mi padre no dudaría en requisar, seguramente para su disfrute personal. En sus páginas se mostraba a chicas de verdad, nada de plástico o silicona, ni esas posturitas de perfectas amas de casa con las que mi madre estaría tan de acuerdo.
Todo en esas imágenes era sensualidad y curvas, demasiadas curvas en opinión de algunos, pero que a mí, decididamente, me encantaban.
Lo que más me gustaba de esas fotos a color, entre las que los desplegables eran toda una delicia, era que en ellas se mostraba la verdad al desnudo de una mujer. Tal vez demasiado al desnudo, por lo que parecía pensar el hipócrita de mi padre, quien no se molestaba en ocultar demasiado a su joven amante, pero para el que una simple revista era algo escandaloso.
Mi padre pensaba que yo era un camorrista que se dedicaba a buscar pelea con todo aquel que se cruzara en mi camino, pero no podía estar más equivocado: nunca buscaba disputas con otras personas, sino que más bien éstas parecían encontrarme siempre a mí.
Por ejemplo, con mis profesores del instituto.
Éstos no soportaban saber menos que yo, y el hecho de que no tuvieran nada que enseñarme dejaba en mal lugar su capacidad para el puesto que ocupaban, por lo que, en vez de señalar su incompetencia, me dedicaba a dormir en clase y a sacar la máxima calificación en cada examen que me ponían por delante, entregándolos con una irónica sonrisa que solía molestarles. El resultado siempre era el mismo: para tomarse su revancha, solían inventarse algún que otro injusto castigo para mí por cualquier excusa que se les ocurriera.
Como consecuencia de todo ello las clases me aburrían cada vez más y, dado que pensaba que asistir a ellas era una molesta pérdida de tiempo, decidí comenzar a saltármelas para ir a ciertos lugares donde podía conseguir el dinero que mi padre me escatimaba, unos lugares nada apropiados para un chico de buena familia, pero totalmente adecuados para un chico como yo, al que no le importaba sacar a pasear al diablillo que llevaba dentro a cada momento: bares clandestinos en donde me dedicaba a apostar en el juego.
Todos decían que tenía mucha suerte, porque ganaba con frecuencia, pero en realidad, en la mayoría de ocasiones, era cuestión de cálculo e inteligencia: en el billar estudiaba los ángulos, la inclinación de las mesas y el desgaste de los tacos para mi beneficio; en los juegos de cartas, las contaba y esperaba mi oportunidad para hacer mi apuesta; en las máquinas tragaperras, aprendí a desentrañar los patrones de sus premios... pero siempre procuraba no abusar, era lo más sensato en esos lugares.
Allí mismo tuve mis primeros contactos serios con el sexo femenino. A mis dieciocho años, muchas chicas se aproximaban a mí y yo no podía rechazar sus abiertas invitaciones, pero todas ellas eran mujeres que sabían cómo era el juego del amor, en el que yo nunca permitía que ninguna de ellas se acercara demasiado a mi corazón. Las pocas niñas bien que había conocido solían lograr que yo saliera corriendo rápidamente en dirección contraria, y las que insistían en acercarse a mí acababan espantándose rápidamente ante mi endiablado comportamiento.
Mientras reflexionaba sobre mi vida y representaba mi papel de chico malo a la perfección, dejando preocupado a mi padre con el origen del dinero que usaba para comprarme esas revistas, cuando él siempre me reducía la asignación, saqué el paquete de cigarrillos de mi escondite y pensé en fumarme uno, pero preferí guardarlos para deleitarme con su amargo sabor cuando pudiera molestar a alguien con ello. Lo que no pude evitar fue beberme a escondidas una de aquellas cervezas a las que me había aficionado durante mis aventuras, al tiempo que pensaba sobre mi nuevo castigo: el viaje a Whiterlande.
Irme a pasar el verano con mi siempre correcto y formal primo Santiago no me molestaba demasiado, ya que hacía algunos años que no lo veía. Echaba de menos a mi tío Kevin, que con sus rubios cabellos y sus ojos azules era físicamente muy parecido a mi padre, pero totalmente opuesto en cuanto a temperamento, ya que con él se podía hablar. Mi tía Miriam, por su parte, siempre había sido la que ponía paz en las reuniones de los Alfonso, y su bonita sonrisa y sus rizos castaños, acompañados de sus bondadosos ojos color caramelo, la convertían en una mujer entrañable, que además era un poco más permisiva que mi madre.
Tal vez ya fuera hora de que conociera la casa del lago de ese pequeño pueblo donde vivían, ya que los encuentros con mis familiares siempre habían consistido en unas breves visitas de una semana de duración como máximo, que tenían lugar en mi estricto hogar, donde todo estaba prohibido.
De lo único que tendría que preocuparme ese verano sería de la legión de mosquitas muertas que perseguían persistentemente al dechado de virtudes que era mi primo para intentar captar su atención. Unas chicas que nos aburrían tanto
a Santiago como a mí, aunque él sabía disimularlo mucho mejor que yo y tenía mucha más paciencia para tratar con esas niñas mimadas que iban a la caza de un marido. Yo, en cuanto veía una, simplemente me escapaba lo más lejos posible de sus garras.
Mientras me preguntaba cómo serían las chicas de ese pueblo, que seguro que se mostrarían como unas perfectas y educadas damiselas ante mis tíos y se dedicarían a exponer todas sus cualidades mientras se vendían descaradamente en el mercado del matrimonio, me juré no caer nunca en la horrible trampa de esas niñas aburridas y mantenerme lo más lejos posible de ellas. Por lo menos durante lo que durara mi estancia en ese apartado lugar.
Whiterlande era un pueblo tranquilo, en el que no me importaría vivir durante un tiempo hasta que mi padre pensara que ya había aprendido mi supuestamente merecida lección y me trajera de vuelta.
En realidad, mi padre quería deshacerse de mí porque ya no sabía qué hacer conmigo. Él no entendía por qué motivo, pese a ser sumamente inteligente, me negaba a ir a clase y terminar el instituto. Yo sabía que, una vez finalizase mis estudios, tenía mi futuro estrictamente planificado por él, un futuro que me negaba rotundamente a aceptar, sin que mi padre fuese capaz de entenderlo: pudrirme en un aburrido puesto administrativo en la oficina de una vieja fábrica que se caía a pedazos no entraba en mis planes.
Yo prefería tener mi propio negocio y demostrarles a todos de lo que era capaz. Pero como todo adolescente, me sentía perdido en la vida y no sabía cuál sería ese fabuloso negocio en el que podría triunfar ni cómo podría ser el
espléndido futuro que me esperaba. Sólo tenía clara una cosa: que el camino a seguir que me había marcado mi padre no era el que yo quería, y estaba más que decidido a tomar mis propias decisiones, ya que se trataba de mi vida. No me importaba en absoluto escandalizar a nadie con mi comportamiento ni equivocarme con mis elecciones, ya que las habría tomado yo.
Tal vez durante ese año de exilio que mi padre me había preparado lejos de su influencia pudiese encontrar lo que me faltaba para equilibrar mi vida, para dar ese paso decisivo hacia lo que quería hacer. Tal vez esas vacaciones en la casa del lago de mis familiares fuesen lo que necesitaba para que todo cambiara de una vez por todas y para que mi vida fuera exactamente como yo quisiera y no como otros habían proyectado, por más buenas intenciones que pudieran tener.
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Ayyyyyyyyyyy ya me atrapó jajajajajajaja.
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