lunes, 15 de octubre de 2018
CAPITULO 72
Mientras Mario se entretenía intentando arreglar alguna de las mesas que habían quedado para el arrastre después de la escandalosa pelea de una semana atrás, Zoe se encontraba derrumbada sobre la barra del bar, bastante decaída, esperando la visita de algún cliente a su establecimiento.
—Hoy tampoco vendrá nadie, ¿verdad, papá? —preguntó, a la vez que abría de nuevo la vacía caja registradora, que, desde hacía días, solamente tenía calderilla y alguna que otra telaraña.
—No desesperes, Zoe. Nosotros seguiremos intentándolo.
—¿Crees que los habitantes de este pueblo cejarán en algún momento en su empeño por arruinarnos?
—No, pero veámoslo por el lado positivo: he descubierto un nuevo hobby, la carpintería —anunció Mario, colocando orgullosamente la recién reparada mesa en su lugar. Y cuando ésta se derrumbó sobre el suelo tras permanecer unos segundos en pie, ambos rieron a carcajadas, ya que llorar les habría servido para lo mismo.
—Lo más seguro es que tengamos que cerrar, ¿verdad?
—Sí, hija. Pero lo haremos con dignidad: seguiremos en pie hasta el último día. Además, nunca me ha gustado que me obligaran a hacer algo que no quiero, y si esos estirados creen que por presionarme van a conseguir que cierre antes nuestro bar, están muy, pero que muy equivocados.
—Si tan sólo tuviéramos un cliente…
—Sí, pero ¿qué loco se atrevería a rebelarse contra todos entrando el primero por la puerta de un establecimiento que ha sido tachado como non grato por casi todo el pueblo?
En el instante en que Mario terminó sus palabras, la puerta de su bar se abrió esperanzadoramente, mostrándole que no todos estaban contra él. Zoe alzó la cabeza, ilusionada, y Mario recibió con alegría la expectativa de un nuevo cliente, algo de lo que su establecimiento no disfrutaba en una semana.
Tras ver que quien visitaba su local no era otro que Pedro Alfonso, Zoe volvió a desplomarse sobre la barra, bastante desilusionada.
—¡Zoe, anímate, al fin tenemos un cliente! —gritó Mario, emocionado.
—Créeme, papá, a éste no te gustará tenerlo como un habitual de nuestro establecimiento. Sólo sabe dejar a deber alguna que otra cerveza y meternos a todos en líos.
Ante las palabras de su hija, Mario comenzó a mirar a Pedro con recelo. Pero a pesar de ello, éste no se amilanó y, sentándose delante de Zoe, pidió una cerveza.
—Espero que en esta ocasión me pagues... —le advirtió Zoe, depositando bruscamente la cerveza en la barra, todavía molesta con que Pedro hubiera sido uno de los principales culpables de gran parte de sus problemas. Pero de inmediato reconoció que únicamente estaba engañándose a sí misma: tarde o temprano todos se habrían enterado de su establecimiento clandestino y las cosas se habrían resuelto de la misma manera. Pedro sólo había acelerado un poco la situación.
—Chaval, ¿tú no deberías estar en el instituto? —preguntó Mario, reacio a servir a ese muchacho.
—No se preocupe, soy mayor de edad y puedo tomarme una copa en su establecimiento. Además, créame cuando le digo que en estos instantes en mi clase no están haciendo nada que valga la pena. En fin, solamente estoy de paso. He venido a tomarme una cerveza y ya me voy —dijo Pedro. Y después de darle un simple sorbo a su bebida, depositó ante los atónitos ojos de Zoe un fajo de billetes sobre la barra.—Supongo que con esto bastará para pagar esta cerveza y todas las que te debo, Zoe.
—¡Esto es mucho más dinero de lo que podrías deberme nunca por unas simples cervezas, y tú lo sabes! —declaró ella, sorprendida, mientras contaba el dinero que Pedro le había entregado.
—¿En serio? Bueno, no se me dan demasiado bien las cuentas, pero si es así, quédate con la vuelta.
—Sabes que estás loco, ¿verdad? —declaró Zoe, sonriéndole alegremente.
—Me lo dicen a menudo, aunque yo no estoy del todo de acuerdo con esa afirmación: simplemente soy un hombre al que no le gusta que le impongan lo que tiene que hacer, ya que en general me gusta pensar por mí mismo —
respondió Pedro, mientras dejaba su cerveza a un lado y se dirigía hacia la salida.
—Muchacho, gracias —dijo Mario, viendo marchar a ese joven que era el único que se había atrevido a rebelarse contra todos entrando en su establecimiento.
—No hace falta que me dé las gracias, señor Norton. A propósito, mi primo Santiago vendrá dentro de poco a ayudarlo con algunas reparaciones. Es un auténtico manitas, mientras que yo soy un desastre en esos asuntos.
—No creo que valga mucho la pena arreglar algo de este local —comentó Mario tristemente, mientras sostenía las patas rotas de una de las mesas.
—Yo creo que sí, ¿y sabe una cosa? Yo que usted no tardaría mucho en terminar, porque muy pronto esto volverá a llenarse —anunció Pedro, despidiéndose con una sonrisa, haciendo que Mario y Zoe se preguntaran qué sabía ese muchacho que ellos desconocían.
—¿Crees que ese chico tendrá razón? —le preguntó Mario a su hija cuando Pedro ya se había ido, bastante intrigado con la respuesta que podía darle Zoe.
—Si Pedro dice que este local volverá a llenarse, es que así será.
—¿Y cómo lo logrará?
—Eso, papá, es algo que prefiero no saber —dijo Zoe, mostrándole a su padre el dinero que les había entregado, una cantidad que equivalía a la que el seguro les había negado hasta entonces para arreglar los desperfectos de su restaurante.
—¡Dios mío! Pero ¿cuánto...? ¿Cómo...? ¿De dónde...?
—Créeme, papá, es mejor no preguntar.
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Uyyyyyyyyy, la que se va a armar me parece jajajaja.
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