viernes, 19 de octubre de 2018

CAPITULO 85




—No va a venir, Paula, así que deja de intentar retrasar nuestra marcha inventándote enfermedades para alarmar a tu madre. ¡Y suelta de una maldita vez el marco de la puerta! —exclamó mi padre con enfado, tirando de mí mientras intentaba una vez más que me soltara. Pero si yo había apostado por Pedro, lo haría hasta el final, así que seguí agarrada firmemente.


—¿Acaso no te ha demostrado con su ausencia durante todas estas semanas que se ha rendido? —insistió mi padre, recordándome la distancia que Pedro había puesto entre nosotros a pesar de nuestra última noche de amor.


—Vendrá —repliqué empecinadamente, aunque mis manos comenzaron a aflojarse, ya que, con cada palabra que mi padre pronunciaba, me hacía dudar—. ¡Todo ha sido por culpa de ese maldito anillo que mamá me colocó en el dedo y que lo ha confundido! —repuse con enojo.


—Si los simples rumores de unas cotillas lo han alejado de ti y no se atreve siquiera a preguntarte por ello, definitivamente, hija mía, es que no es el hombre adecuado para ti —dijo mi padre, dejando de tirar de mí.


Y fue entonces cuando yo cedí y solté mi agarre, porque tal vez mi padre estaba en lo cierto. 


Después de aquella última noche en la casa del lago, sentí que Pedro se alejaba de mí, que aquél parecía ser nuestro último encuentro. Pero
había continuado albergando esperanzas, porque él había permanecido en Whiterlande y no se había marchado. Creí que vendría a por mí, aunque fuese en el último instante. Pero por lo visto había tardado demasiado en apostar por él y de esta manera había perdido el amor que Pedro me había ofrecido libremente en innumerables ocasiones y que yo, en otras tantas, había rechazado.


—Nunca le confesé lo mucho que lo amo… —me sinceré con mi padre, dejando caer mis lágrimas con el dolor de no poder volver atrás.


—Cariño, si no se ha dado cuenta de ello, es que está ciego —bromeó él, mientras me limpiaba tiernamente las lágrimas con sus dedos y me acompañaba a mi sitio en el coche que me alejaría del lugar donde dejaba mi corazón.


O eso creía yo hasta que mi padre se vio obligado a dar un fuerte frenazo al poco de iniciar la marcha, cuando una enorme pizarra se cruzó en su camino.


Una pizarra en la que se apreciaba mi nombre, que había sido rodeado una decena de veces por un círculo de tiza, mostrando a quién había elegido yo en esa apuesta que mi padre le había impuesto a Pedro.


—¡La madre que lo…! —masculló mi padre mientras bajaba del coche, para enfrentarse al loco que había bloqueado nuestro camino con su motocicleta y la gran pizarra. Y yo, sin poder evitarlo, salí tras él para recuperar el tiempo que creía perdido y confesarle mi amor a Pedro.


Cuando llegué junto a ellos, vi que una multitud de curiosos se acercaba a la carrera en todo tipo de vehículos. Sin duda, habrían seguido a Pedro y a la sustraída pizarra de Zoe, para ser testigos del final de nuestra historia. Y, para mi asombro y el de todos los presentes, Pedro le entregó a mi padre pruebas de que había logrado cumplir cada una de las exigencias que le había impuesto.


—Señor Chaves, tengo una casa. Está un poco destrozada, pero es mía — anunció Pedro, mostrándole la escritura de la casa del lago a mi padre—. Sobre el trabajo, aquí tiene esto —continuó, enseñándole un contrato de trabajo como agente inmobiliario bajo la tutela de Gael Bramson—. Y sobre lo de que Paula me eligiera a mí por encima de todo… —dijo con confianza, poniendo ante mi padre la enorme pizarra donde yo había apostado por él… por encima de todo.


—Eso no significa nada —gruñó mi padre, señalando la enorme pizarra que lo molestaba.


—Yo quiero a Paula y por ella estoy dispuesto a enfrentarme a cualquier obstáculo —confesó Pedro con seriedad, recordándole a mi padre todo lo que había logrado. Sólo por mí—. Y ella me ama, aunque tenga una forma un tanto
peculiar de decírmelo —declaró, mirándome con una sonrisa en los labios, mientras señalaba la pizarra que siempre recordaríamos como nuestro juego privado, donde habían comenzado las apuestas que hicieron nuestros corazones.


—¿Paula? —preguntó mi padre con tono autoritario, volviéndose hacia mí.


Pero mientras antes su actitud me habría intimidado, ahora yo sabía que intentaba protegerme a su manera, y que en ocasiones me protegía demasiado.


—¡Lo elijo a él, papá! —exclamé, arrojándome a los brazos de Pedro para poder decirle lo que ya les había revelado a otros, pero que nunca me había atrevido a decir en su presencia—: ¡Te amo, Pedro, y mi corazón siempre apostará por ti!


—Una jugada arriesgada que estoy dispuesto a aceptar, porque sólo yo puedo igualarla apostando el mío —respondió, antes de besarme y conseguir, como siempre hacía, que me perdiera entre sus brazos y que nada más me importara.




No hay comentarios:

Publicar un comentario