jueves, 27 de septiembre de 2018

CAPITULO 14




Definitivamente, ésa no era mi noche más afortunada, a pesar de llevar puesta mi chaqueta de la suerte.


Tras lograr escapar de mi nuevo hogar, encontré en las afueras del pueblo un lugar adecuado para mis atrevidas apuestas: un sucio garito de moteros con un amplio aparcamiento y un llamativo cartel de neón rojo, donde la atrevida imagen de una chica que levantaba y bajaba una pierna daba la bienvenida al establecimiento, llamado Brutus.


Después de abrir la puerta, pude comprobar que se asemejaba mucho a los demás tugurios que estaba habituado a visitar: deslucidos suelos de madera, una estruendosa música, tenues luces que iluminaban el ambiente y pequeñas mesas redondas de roble con sus desvencijadas sillas. En un rincón se veían algunos juegos, como el billar o los dardos, en los que ya se comenzaban a hacer apuestas, pero la mesa de póquer permanecía vacía, dándome la ocasión perfecta para comenzar una partida.


Al fondo del todo, una gran barra con innumerables taburetes animaba a tomar asiento, algo que pocos aprovechaban, ya que, aunque una atractiva mujer servía las copas, a su lado permanecía un tipo enorme de aspecto amenazador, que, con sus llamativos tatuajes, su poblada barba y su ceño permanentemente
fruncido resultaba muy intimidatorio. Los parroquianos eran los habituales en un
lugar como ése: tipos peligrosos atiborrándose de alcohol, chicas explosivas... y yo.


Cuando di mis primeros pasos en ese local, mi recibimiento fue de lo más extraño. Casi siempre solía oír a algún que otro bocazas de ese tipo de garitos riéndose de mí por ser demasiado joven para encontrarme en esos lugares, pero con el ímpetu de mis puños y mi labia siempre los convencía de que era mejor que no se metieran conmigo.


Sin embargo, desde que entré por la puerta de ese establecimiento todos los presentes, sin excepción, comenzaron a dirigirme irónicas sonrisas, y cada vez que pasaba junto a ellos, me saludaban burlonamente llamándome por un nombre que no era el mío. Tal vez si me hubieran llamado Tony, Roy, Dan, Josh o, incluso mi propio nombre, el más que común y corriente Pedro, habría dejado pasar el tema, pero llamarme de esa manera…


—¡Ey, Mary! —gritó en ese momento otro de los individuos que se estaban riendo a mi costa, consiguiendo de mí un nuevo gruñido y unas ganas tremendas de apalear al necio que había comenzado con esa estúpida broma.


Al principio me volvía para determinar si había alguna chica detrás de mí a la que esos tipos estuvieran saludando. Pero tras varias repeticiones de la bromita, me percaté de que «Mary» era yo mismo, por lo que me decidí a mostrarles que nunca debían meterse con un chico tan taimado como yo, que por más inocente que pareciera, podía llegar a ser tremendamente peligroso cuando se lo proponía.


Por el momento decidí resistirme a entrar en su juego, pero los tipos del bar continuaron burlándose un poco más de mí cuando, al llegar a la barra, una sugerente camarera me colocó delante un insultante vaso de leche.


—Esto no es lo que yo iba a pedir —señalé, tomando asiento despreocupadamente en uno de los viejos taburetes de ese lugar.


—¡Ah, perdona! —repuso irónica la mujer, mientras cambiaba mi vaso de leche por un batido de chocolate.


Podría haberme enfadado y marchado de allí, o tal vez haberles dejado claro que lo mío era la cerveza, pero ¿para qué molestarme en demostrarles lo maduro que era para mi edad si, cuanto más inocente me creyeran, más fácil sería para mí desplumarlos?


—Esto ya es otra cosa —dije, riéndome de todos mientras me tomaba el batido, haciendo con mi gesto que ahondaran un poco más en sus bromas.


—¿Y qué te trae por aquí, Mary? —interrogó desde detrás de la barra un hombre de aspecto brusco e intimidante, a pesar del delantal blanco que llevaba atado a su cintura.


—La bebida, la música y el juego, por supuesto... —respondí, señalando cada una de las perversiones que destacaban en ese lugar.


—¿No crees que aún eres un poco joven para las apuestas, chico?


—Tengo dieciocho años —señalé, indicando que era lo suficientemente adulto como para saber en lo que me metía.


—¡Oh, todo un hombre! —se burló de nuevo el tipo de la barra, dueño del establecimiento, mientras limpiaba los vasos con un viejo trapo, para luego añadir una nada sutil amenaza—: Márchate de aquí, chaval, antes de que te saquemos a patadas.


—¿Por qué no hacemos otra cosa? —propuse, viendo que muy pronto sería expulsado de ese local si mi suerte no cambiaba—. Como seguramente a los dos nos gustan las apuestas, propongo que juguemos a cara o cruz si puedo tomar parte de las partidas de esta noche. ¿Dejamos que la suerte sonría al más afortunado? —pregunté, enseñando mi moneda de la suerte mientras la tiraba al aire, tentando a todos a formar parte de mi juego.


—Bueno, ¿por qué no? Elijo cara —anunció el dueño del local, dirigiéndome una mirada a mí y luego a la puerta, para hacerme entender que muy pronto, lo quisiera yo o no, estaría fuera de su garito.


—Cruz para mí, pues —dije, mostrando con una de mis sonrisas que no estaba dispuesto a perder esa noche.


Tras tirar la moneda al aire, tal como tenía previsto, me gané la oportunidad de permanecer en ese local y, con mis encantos, mi suerte y mi habilidad, no tardé en convencerlos a todos de que no era el niño inocente que ellos habían pensado. Al final de la noche, todos se reían en la mesa de póquer, todavía sin llegar a creerse que yo hubiera podido dejar sin blanca a muchos de ellos. Ante mí se apilaban las fichas de póquer, junto a unos cuantos vasos vacíos de varios batidos de chocolate, ya que Brutus, como era conocido el dueño de ese lugar, se había negado a servirme ni una mísera cerveza.


—¡Y pensar que nos preocupaba quedarnos con todos los ahorros de tu hucha de cerdito, chaval! —se rio Brutus.


—¿No sabéis que no se debe juzgar a alguien por su aspecto? —me reí abiertamente de ellos. Y, tras mirar el reloj, me despedí de todos, sabiendo que, si tardaba un minuto más en llegar a casa, sería severamente reprendido por mis familiares, imposibilitándome volver a escaparme con tanta facilidad.


—¡Quién nos iba a decir que alguna vez nos iba a desplumar un chaval con un nombre tan ridículo como Mary! —declaró uno de los jugadores, golpeándose la cabeza con una mano.


—¿Cómo? Perdona que te saque de tu error, pero yo no me llamo Mary: me llamo Pedro —repuse al equivocado sujeto.


—Entonces, ¿por qué tienes grabado en la espalda de tu chaqueta, con letras rojas bastante llamativas, eso de «Llámame Mary»? —me interpeló ese tipo.


—¿Qué? ¡La madre que la…! —grité, mientras me quitaba la chaqueta lo más rápidamente posible, para comprobar la jugarreta con la que Paula me había devuelto mi anterior movimiento en ese juego que se había iniciado entre los dos.


Y, en efecto, ante mí, con llamativas letras rojas y perfecta caligrafía se apreciaba muy hábilmente bordado ese insultante mensaje que me manifestaba una vez más lo perfecta que era esa mujer para mí, la única capaz de seguirme el juego.


—Un punto para ti, rubita —murmuré en voz baja, mientras descartaba esa chaqueta como mi prenda favorita—. Nunca hagáis enfadar a una mujer — aconsejé a mis compañeros de juego, haciendo que sus carcajadas resonaran en mitad de la noche.


—¡Chaval, cómo se nota que sólo eres un niño! ¡Eso es algo que ya sabemos todos! —respondió uno de los presentes, alzando uno de sus brazos, en donde se apreciaba el nombre de una mujer grabado en tinta.


Alegrándome por no ser el único incauto que se veía engañado por unos bonitos ojos y una atrayente sonrisa, enfilé hacia mi moto, mientras jugaba con la moneda que siempre me aconsejaba en las decisiones más difíciles de mi vida.


—Vamos a ver, rubita: cara, te dejo en paz, cruz, te devuelvo la jugada...


Tras lanzarla al aire, la recogí al vuelo. Y posándola en el dorso de mi mano, observé el resultado de mi apuesta, que me animaba a seguir con mi diversión…


Pero, ¿a quién pretendía engañar, si yo siempre jugaba para ganar? Sonreí mientras arrojaba nuevamente al aire mi moneda, que poseía cruz en ambos lados...




1 comentario: